Vengo de un país que es bastante conocido en el mundo, por muchas razones. Más recientemente, y de modo especial en los países subdesarrollados, Cuba es conocida por sus miles de médicos y especialistas de otras ramas de las ciencias y la cultura que trabajan en estos lugares. Es un dato, pero no es todo. Muchas cancillerías del mundo tienen también otra percepción de Cuba y los cubanos: un país en el que muchos de sus ciudadanos desean emigrar. Este es otro dato, pero tampoco es todo.
En mi país no abundan los recursos naturales, las inversiones extranjeras; mi país no destaca por sus producciones industriales o de servicios. Pero debido al alto nivel de instrucción y de salud de sus ciudadanos, Cuba puede ocupar posiciones relevantes en las estadísticas internacionales. En mi país se elevaron el nivel de instrucción, de salud y la esperanza de vida, al tiempo que se despreciaba la riqueza individual y se negaba la iniciativa privada; buena parte de los pocos recursos disponibles se han puesto al servicio de otros países en un gesto de solidaridad único, y se postergó el desarrollo nacional; se ha atacado al capitalismo desarrollado, al tiempo que se ha intentado darle alcance; millones de ciudadanos han recibido una preparación altamente calificada y competitiva para que triunfen en un sistema social y económico que nunca ha estado listo para ser alterado, es decir, se han preparado para vivir en un país distinto; la revolución socialista atacó la religión tradicional, pero se apropió de sus códigos para hacer una síntesis muy sincrética y extraña con ideas como la lucha de clases y el amor a la humanidad, extendiendo así la confusión religiosa; se sacralizó el Estado y se debilitó la familia; se privilegió al pueblo y se limitó al ciudadano. En mi país, el pasado le roba lugar al presente, y si el presente no existe, piensan algunos, tampoco habrá futuro.
Todo ello, contrario a lo planificado, ha promovido desgarramiento familiar, fragmentación social, individualismo, apetito por el consumo, corrupción, deseos de emigrar para vivir mejor, etc., etc. No fue un propósito, sino el resultado de una “certeza” ideológica que significa hoy frustración material y espiritual para muchos. Frustración que ya no es solo del ciudadano común, pues comienza a percibirse en los mismos que defendieron una ideología que no solo dejó a Dios y la Iglesia fuera del juego, sino que dañó también todo aquello que la fe hecha cultura defendía con más o menos éxito: lo verdadero, lo respetable, lo justo, lo limpio, lo estimable, lo de buena fama, el mérito y la virtud (Cf. Fil 5, 8), fundamentos de una especie de “ideología cristiana”, algo que la sociedad no siempre ha practicado pero sí necesita recordar y aún los ateos pueden hacer propia, “como si Dios existiera”, al decir del Santo Padre Benedicto XVI. (Ver palabras de Orlando Márquez Director de la Revista Palabra Nueva en el Seminario Internacional Periodismo y ética En la encrucijada del mundo moderno)
En mi país no abundan los recursos naturales, las inversiones extranjeras; mi país no destaca por sus producciones industriales o de servicios. Pero debido al alto nivel de instrucción y de salud de sus ciudadanos, Cuba puede ocupar posiciones relevantes en las estadísticas internacionales. En mi país se elevaron el nivel de instrucción, de salud y la esperanza de vida, al tiempo que se despreciaba la riqueza individual y se negaba la iniciativa privada; buena parte de los pocos recursos disponibles se han puesto al servicio de otros países en un gesto de solidaridad único, y se postergó el desarrollo nacional; se ha atacado al capitalismo desarrollado, al tiempo que se ha intentado darle alcance; millones de ciudadanos han recibido una preparación altamente calificada y competitiva para que triunfen en un sistema social y económico que nunca ha estado listo para ser alterado, es decir, se han preparado para vivir en un país distinto; la revolución socialista atacó la religión tradicional, pero se apropió de sus códigos para hacer una síntesis muy sincrética y extraña con ideas como la lucha de clases y el amor a la humanidad, extendiendo así la confusión religiosa; se sacralizó el Estado y se debilitó la familia; se privilegió al pueblo y se limitó al ciudadano. En mi país, el pasado le roba lugar al presente, y si el presente no existe, piensan algunos, tampoco habrá futuro.
Todo ello, contrario a lo planificado, ha promovido desgarramiento familiar, fragmentación social, individualismo, apetito por el consumo, corrupción, deseos de emigrar para vivir mejor, etc., etc. No fue un propósito, sino el resultado de una “certeza” ideológica que significa hoy frustración material y espiritual para muchos. Frustración que ya no es solo del ciudadano común, pues comienza a percibirse en los mismos que defendieron una ideología que no solo dejó a Dios y la Iglesia fuera del juego, sino que dañó también todo aquello que la fe hecha cultura defendía con más o menos éxito: lo verdadero, lo respetable, lo justo, lo limpio, lo estimable, lo de buena fama, el mérito y la virtud (Cf. Fil 5, 8), fundamentos de una especie de “ideología cristiana”, algo que la sociedad no siempre ha practicado pero sí necesita recordar y aún los ateos pueden hacer propia, “como si Dios existiera”, al decir del Santo Padre Benedicto XVI. (Ver palabras de Orlando Márquez Director de la Revista Palabra Nueva en el Seminario Internacional Periodismo y ética En la encrucijada del mundo moderno)
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