Por: Carlos A. Peón Casas
No tendría más de diez años, y todavía no dominaba más que rudimentos de la lengua inglesa, por ello me resultaba muy curioso al pasar con mi padre por la calle Avellaneda, montado en la parrilla de la bicicleta rusa de aquel tiempo, leer en al fachada de cierta casa colonial, justo pasada la Iglesia de la Soledad, como quien viene para la Vigía, unas enigmáticas letras: K of C, formando aquella misteriosa inscripción, y graciosamente alumbradas todavía en tal época, por unos bombillos incandescentes. Mi padre se encargaba entonces de iluminar mi ignorancia, haciéndome saber que aquellas iniciales correspondían, en el Inglés del norte revuelto y brutal a: Knights of Columbus, alusión lejana ya a una reconocida asociación católica de la ciudad, que tuviera en las décadas del veinte al cincuenta del pasado siglo veinte, un esplendor especial en la ciudad camagüeyana: católica entonces por los cuatro costados. Y para ilustrar aún más mi curiosidad de niño, acotaba: “Tu abuelo perteneció a aquella agrupación, y yo recuerdo de pequeño haberlo acompañado a ese lugar, había en la sala un enorme tapiz que representaba la llegada del Colón a estas tierras, y muchas revistas en Inglés…”
El dato no pasaría de allí, el sitio ya para aquel tiempo permanecía siempre cerrado a cal y canto, pues lo antiguos Caballeros, ya se habían extinguido poco a poco. La gran mayoría de aquellos, los más connotados miembros de las fuerzas vivas locales, habían emigrado al país originario de aquella asociación; el resto que quedaría en la ciudad, igualmente fueron haciendo mutis por el foro, discretamente unos, y otros habrían ya fallecido para aquel tiempo. De la casa de la Asociación, guardaría la llave un último caballero, algo así como se guarda un tesoro al que el tiempo arrebata los fulgores de su antiguo esplendor. Para finales de los años 90, la casa amenazaba ruina, y hasta el sol de hoy así se conserva.[1] Del valioso tapiz[2] ya citado y que cubría toda una pared lateral de la enorme sala, sólo hay referencias fotográficas, sin dudas era una obra majestuosa, de la que sin embargo no tenemos mayores referentes de su posterior destino. El famoso letrero que identificaba el sitio, perdió literalmente todas sus letras. Aquel como muchos otros espacios habitacionales de la propia calle Avellaneda, antes de San Juan o de las Carreras, pasó a ser otra fachada anodina de la ancestral vía principeña, descacarañada y amenazando desplomarse en cualquier momento.
Justo para esos finales del siglo veinte, pude acceder al desmejorado local, en compañía del hijo de aquel añoso caballero, el depositario histórico de la llave. El espectáculo era desolador, por doquier las ruinas de lo que fue y no era ya aquella casona monumental, remedo del estilo más camagüeyano posible del diecinueve, con su sala, saleta, zaguán y patio cuadrilongo interior, permitían reconocer mínimamente y con mucha discreción, su antiguo esplendor, del que sólo hoy pueden dar fe las fotos de la época. En medio de la antigua sala, un viejo mueble de cedro o caoba, acaso usado como pretérito archivo, dejaba traslucir los avatares de tanta lluvia caída desde el inexistente techo en aquella parte de la solariega mansión. Nada permitía reconocer la memoria vivida allí, el pasado se había esfumado dejando sólo el sabor de lo perdido y clausurado.
La mirada curiosa a los que fue la Asociación de Caballeros de Colón de Camagüey, marcada con el número 153 de la Calle Avellaneda,[3] nos la descubre un documento[4] ya histórico, publicado en la ciudad en el año 1948 para conmemorar los primeros cincuenta años entre los camagüeyanos. Del ya citado documento salvamos hoy las interesantes detalles de la época, que nos llegan en sucesión de acontecimientos varios, en formato de viejas fotos y textos, vívidos en la plenitud de un pasado imposible de reeditar. De entre tanto nombres de antiguos miembros del Consejo, distingo enseguida el de mi abuelo Nicolás Peón, por entonces un próspero comerciante, dueño a dos manos de un modesto pero bien ubicado hotel de la ciudad: El Europa localizado entonces frente a la muy movida Estación del Ferrocarril, edificio que hoy igualmente amenaza con venirse abajo sin que a nadie le importe mucho que ya sobrepasó tranquilamente la centuria. Abuelo fue miembro por unos años, justo por esa época de mediados de los años cuarenta, y hasta principios de la década del 50, cuando se deshizo la sociedad con el Sr. Riestra, junto a quien regentaba el ya citado hotel. A partir de entonces, la situación económica no era muy boyante, y el abuelo tuvo que prescindir, mal que le pesare según entiendo, de seguir siendo parte de selecta membresía de los Caballeros, cuyos cupos de inscripción eran muy elevados.
En aquel lejano año 1948, la membresía del Consejo sobrepasaba los 200 inscriptos, contrastando con la de los iniciáticos fundadores del año 1923, que no llegaban a la centena[5]. Presidía la Directiva aquel año el Gran Caballero Sr, Gabriel Cadenas, era su capellán el P. José Borotau, y su Tesorero el Sr. Francisco Bango. Otros cargos eran detentados por el Sr. Daniel Rivas (Conferencista); el Dr. Antonio Martínez (Gran Caballero Delegado); Aquilino González (Canciller) y el Sr. Jesús Centeno (Director General de Actividades), entre otros. El Consejo realizaba Actividades Religiosas, Patrióticas y Educativas. Entre todas aquellas se contaban como botón de muestra, el reparto de víveres y juguetes en el Asilo S. J. Nepomuceno, la fiesta anual de la Comunión Pascual o las sesiones teatrales que uno de los hermanos ofrecía en la propia sede social del Consejo.
Con mi abuelo, no tuve ocasión de hablar de esta Orden de la que fuera miembro, pasó con toda seguridad a la Casa del Padre, al que tanto amó con devoción sincera, cuando apenas tenía yo nueve años, pero sé que su testimonio me hubiera alcanzado más claridad y precisión a la hora de redactar estas líneas. Me hubiera gustado escucharlo desgranar sus sabrosas anécdotas sobre el asunto, dueño como era de un carácter jovial, ocurrente y dicharachero, atributos que nunca le impidieron ser un católico ejemplar, pero sin remilgos ni puritanismos, que crió a sus hijos en los altos preceptos del amor, la unión, la fraternidad y el patriotismo: los mismos principios básicos de la Orden de los Caballeros de Colón. Sea pues esta humilde reseña, un testimonio imperecedero a su memoria.
[1] La Asociación Caballeros de Colón de Camagüey se fundó oficialmente el 9 de julio de 1923 bajo el apelativo de Consejo de Santa María. Su número de inscripción en el registro era el 2748. Antes que en la ciudad agramontina hubo asociaciones en La Habana, Santiago y Cienfuegos. Hoy día ha ocurrido una discreta re-fundación , y en los planes más inmediatos se trata de allegar fondos con otras asociaciones foráneas, para la recuperación de su depauperada sede social ubicada en el número 153 de la Calle Avellaneda
[2] En el valioso documento que se editara en el año 1948 en ocasión de las Bodas de Plata del Consejo de Santa María, que se conserva entre los valiosos fondos raros y valiosos de la Biblioteca Diocesana de Camagüey, encontramos de pasada una referencia a este valioso tapiz, obra del artista local Juan Albaijés quien fuera por entonces miembro del Consejo
[3] Otras sedes del Consejo se localizaron en el tiempo por sitios diversos de esta ciudad de las iglesias. Los locales se localizaron sucesivamente en el tiempo en las calles: San Clemente, Avellaneda 160, Martí 5, Avellaneda 48, Plaza de las Mercedes 9, y finalmente en el actual.
[4] Del ya citado material son todos los referentes fotográficos que acompañan a esta reseña.
[5] Entre los fundadores figuraban Mons. Pérez Serantes, obispo de Camagüey por entonces, el también Monseñor Antonio Salas y los Padres Elías de la Sagrada Familia y Eusebio del Niño Jesús (Ovidio Fernández Arenillas O.C.D), este último mártir de la Guerra Civil Española, recientemente beatificado.
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Ver las Estampas camagüeyanas anteriores.
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El abuelo de Carlitos --Nicolás-- siempre ha sido para nosotros un entrañable e inolvidable (mucho más que) vecino, aunque unos hayan muerto y otros todavía estemos medio vivos. Un hombre encantador. Un magnífico decimista (guardaba libretas llenas de décimas suyas) y un caballeroso adorador de su querida esposa Emilia, otro encanto de persona.
ReplyDeleteColasito (o el padre de Carlitos) fue la única persona que se atrevió a conseguirme un trabajo oficial cuando después del Mariel no me permitieron volver a trabajar más, quedando, por supuesto, totalmente expuesto a la Ley de Peligrosidad. Por supuesto, en ese trabajo no llegué al mes: en cuanto se enteraron que me iba, me pusieron en la calle; no recuerdo siquiera si me pagaron o si yo fuí a recoger el dinero de la nómina.
Muchas gracias por su articulo, el cual me hizo rememorar mis días de monaguillo de la Iglesia de la Soledad. El Padre Becerril, párroco de la misma en aquellos tiempos alrededor de 1955 cuando era solicitado por los Caballeros de Colon para oficiar una ceremonia, me decía que teníamos cita importante. Luego ya crecido era miembro de la Juventud de Acción Católica de la misma Iglesia y muchas veces nos invitaron los muy gentiles Caballeros de Colón para compartir ciertas celebraciones. Recuerdo vívidamente el tapiz al que hace referencia, tanto como el mobiliario y la fachada del edificio.
ReplyDeleteEs lamentable que esa casa que guarda tantos buenos recuerdos se desmorone como también otras tantas instituciones sociales y de caridad que existían en tiempos pasados. Gracias nuevamente por traer a mi mente buenos recuerdos de mi niñez y juventud. Aprecio mucho su trabajo. Reciba un afectuoso saludo.
Manuel Balboa
Hawthorne, California
David y Manuel, gracias por compartir vuestros recuerdos y vivencias, que completan el texto del amigo Carlitos
ReplyDeletesaludos