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por Sindo Pacheco
El sexto día la radio nos trajo noticias halagüeñas. El Río Alegre zarparía con espesos víveres y un personal cualificado en auxilios de altura. Me llené de aire los pulmones y sentí que el mundo se arreglaba en aquel bote ingobernable. Todo pasaría al almacén de los recuerdos, recuerdo azul de innumerables azules, de tan azul que era todo, hasta nosotros; pero poco a poco Viviana iba recuperando su mutismo de ave negra. El tiempo a la deriva y el salitre había logrado extraerle un lenguaje lacerante y mordaz. Me llamó tonto e iluso, y se dejó caer sobre la popa. Allí pasaba ella luengas horas, ausente e impropia, quebrando la unidad donde giraban los niños.
Ahora venían hacia ella y hacia mí, incapaces aún de acomodarse a la ruptura como dos sueños perdidos.
Cuando por fin logré la comunicación, el mar se estremecía de ondulantes crestas, y el miedo estaba allí en el centro más visible del silencio. Se había suspendido la partida, pero en cuanto hubiera combustible…, Viviana me impidió captar el final del mensaje, con varios epítetos que hirieron en lo más hondo mi amor propio. Ella no creía en el rescate, ni pretendía siquiera arrastrarme a su propio escepticismo.
Al día siguiente divisamos una embarcación. Era tan similar a la nuestra, que sentí la irrealidad de contemplar un gran espejo; aunque nuestros iguales —pescadores de torsos desnudos y fornidos— desmentían aquellos devaneos de la óptica. Provenían de la ínsula enemiga, pero se mostraron solidarios de nuestra contingencia, que se tradujo en sedales y otras artes de pesca.
La siguiente embarcación quebró la línea del horizonte cuando la luna era una banana en el frutero del cielo. El barco, alto y luminoso, de difícil maniobra, describió un lentísimo rodeo para poderse situar a nuestra vera. Llevaba un cuerpo médico a realizar curaciones a otras latitudes. Nos saludaron efusivamente y nos hallaron dentro de los patrones normales en cuanto a composición sanguínea, presión arterial, y otros parámetros. Antes de irse nos proveyeron de algodón, gasas, tijeras, y cremas para paliar las inclemencias del sol: todo un equipo completo de primeros auxilios, todavía con la envoltura con que salen de sus fábricas a evacuar las miserias del mundo. Para nuestra higiene mental nos dejaron una estrella de Damas Chinas, artesanada en madera, y un dominó de nácar que le faltaba el doble nueve, ambos con su correspondiente inventario, que me apresuré a firmar dichoso de saberme acompañado en la desgracia; pero Viviana estuvo apática y rabiosa, y me dio la espalda para que entre ella y yo se estableciera todo el arco del mundo, con sus montañas y desiertos. Sus diatribas, no obstante, lograron alojarse en mis oídos como objetos punzantes: era un individuo inconmovible, sin corazón ni sangre en las venas. Eso lo dijo con tanta vehemencia que no sé si fue aquel odio —que nunca pensé pudiera caber en sus palabras—, o el propio mar, irresistible, lo que me indujo a cometer la insensatez de desmentirla, creando un punto de surtidor que acribillara el daltonismo de los días. Con mi diestra alcé una azuela, cuyo ocio indolente había llamando mi atención, mientras apoyaba mi mano izquierda contra la borda, ante la superficie tersa del mar que multiplicaba la luna en mil brillos como fugaces peces de oro. Mi dedo índice ejecutó una parábola, al golpe seco del acero, y se precipitó a las aguas, dejando un rastro de hilos rojos en su tránsito hacia otras naturalezas. Con una de las gasas me apliqué un torniquete junto al metacarpo, y me senté a meditar la situación.
Luego el tiempo se dilató de cierta monotonía, con las aguas tranquilas; y un cabeceo uniforme nos mantenía aletargados. Haciendo una comida diaria, logramos extender nuestras provisiones hasta llevarlas a siete raciones de escasa permanencia.
Días después apareció la última nao de esta etapa. Era un barco de bandera griega, con un castillo de popa enorme como una carroza. Aparte de su tripulación de hombres exageradamente blancos, traía un elenco musical de compatriotas que llevaría su arte a la ínsula enemiga, cuyo pueblo noble no tenía la culpa de un gobierno tan malvado. Me entregaron una misiva, cuyo sobre, grabado con motivos alegóricos a nuestras tradiciones, abrí con una prisa desmedida, y cuyo texto leí en voz alta más para escucharme a mí mismo que por compartir su contenido. Se me pedía encarecidamente la redacción de una Solicitud Oficial para poder justificar un edicto y darle curso legal a una expedición de salvamento. Me hice acreedor de los buenos oficios del capitán, hombre bondadoso de ojos claros y barba cobriza, para que depositara mi encomienda en un buen correo de ultramar, amén del papel y el lápiz con que me agració. Lo abracé como a un amigo remoto, y juntos disfrutamos la velada que nos ofrecieron los músicos con lo más selecto de sus repertorios. Me sentí embriagado, poseído de una alegría de vivir como en mis días de juventud; pero Viviana, tan apegada al mundo material, les dijo que en vez de tanta basura cultural, hubieran hecho mejor en dejarnos un poco de comida. El barco pitó dos veces, ante tamaños improperios, sin esperar que la orquesta empacara sus bártulos, y se adentró en la masa oscura de la noche. Me sentí avergonzado de ella, de su acidez corrosiva y de su predisposición a la impaciencia; pero no podía olvidar su conducta de etapas anteriores, sujeta a una fe invariable que nunca imaginé menguara a tal extremo.
Por la mañana despertamos con unos golpes secos, como toques de puerta. Eran botellas de bebidas y latas de conservas y otras contundencias que el capricho del agua empujaba contra la borda. Luego vimos la balandra que danzaba sobre la superficie. Yo me apresuré a declarar que era un rescate, cuyo festín era evidente en tal derroche de vituallas, pero la imagen que suele ofrecer un bote a la deriva, medio deshecho, con algunas de sus tablas flotando como achatados peces muertos, ya se había establecido en la zona oscura del pensar como una pesadilla recurrente.
Me sentí miserable y abandonado, sin jugo como una fruta seca. Éramos eso: frutas secas sobre aquel cuesco infatigable que se mecía en la cima del mundo, cascarilla y cuerpo extraño en el ojo abierto de Dios. Pero esa noche escuché las voces de los míos, ensalzando nuestra entrega y lealtad, y me arrepentí en mi corazón de haber tenido aquel instante de suprema debilidad.
Por la madrugada, mientras Viviana y los niños dormían, trasmití a la ínsula mi más cordial agradecimiento por tan infundados elogios. También les expresé mi confianza en el rescate tan pronto mi solicitud llegara a su destino; y les pedí alguna conseja adicional para aquietar a los niños que, presas de la fiebre, inventábanse costas de arenas blancas y palmeras.
Toda la noche el mar se había agitado con una ansiedad inusitada. Un celaje del sur se encaramó sobre nosotros y el cielo se fue encapotando de nimbos. Ráfagas de galerna se sucedían a intervalos tan cortos, que decidimos atarnos a una cuerda que atravesé al bote como un meridiano. El agua arrasó con cuanto objeto nos quedaba, incluyendo los juegos de mesa y los sedales. Me alegré que el doble seis hubiera resistido los escobazos del mar pegándose al fondo como una lapa.
Cuando el Sol subía la línea del horizonte, rajando las aguas como un cuchillo de luz, ya el mar estaba como el agua de un plato, pero seguimos abrazados para superar los temblores de un frío húmedo que sobrevivió a la tormenta hasta bien entrada la mañana.
Luego nos acostamos sobre el fondo del bote. Viviana y los niños se durmieron, o se rindieron. Yo me di a la contemplación del insondable espacio, en la esperanza de amanecer en nuestras playas, hasta que poco a poco también fui entrando en la modorra.
Cuando abrí los ojos, me sorprendió un olor dulzón a tierra adentro, a flores silvestres y miel de abejas. Estaba sobre unas sábanas blanquísimas, y la herida de mi dedo extraviado, exhibía un vendaje, cuya labor profesional dignificaba nuestro origen.
Quería preparar los términos de mi discurso, para encomiar el rescate y el tratamiento recibido, cuando me supe en playas enemigas.
Viviana permanecía a mi lado con su frialdad de estatua, mientras los niños me besaban la mejilla. Yo retuve a Daniel, el primogénito, pero lo vi tan impropio, que no supe dejarle alguna herencia férrea del espíritu.
Esa noche nos leyeron un documento que no pude captar bien por la debilidad con que apenas podía sostenerme, pero que se refería, sin dudas, a cierta orden que nos habíamos hecho acreedores con nuestra actitud de enfrentamiento y de resistencia a las adversidades.
Al día siguiente seríamos llevados a alta mar. Viviana cansada ya del juego, de ser blanco común entre dos fuerzas opuestas, y recibir el “fuego cruzado de las partes”; los niños preparándose a continuar la estirpe marinera; y yo confiando en el rescate, como corresponde a los hijos de la mar océano.
Ahora venían hacia ella y hacia mí, incapaces aún de acomodarse a la ruptura como dos sueños perdidos.
Cuando por fin logré la comunicación, el mar se estremecía de ondulantes crestas, y el miedo estaba allí en el centro más visible del silencio. Se había suspendido la partida, pero en cuanto hubiera combustible…, Viviana me impidió captar el final del mensaje, con varios epítetos que hirieron en lo más hondo mi amor propio. Ella no creía en el rescate, ni pretendía siquiera arrastrarme a su propio escepticismo.
Al día siguiente divisamos una embarcación. Era tan similar a la nuestra, que sentí la irrealidad de contemplar un gran espejo; aunque nuestros iguales —pescadores de torsos desnudos y fornidos— desmentían aquellos devaneos de la óptica. Provenían de la ínsula enemiga, pero se mostraron solidarios de nuestra contingencia, que se tradujo en sedales y otras artes de pesca.
La siguiente embarcación quebró la línea del horizonte cuando la luna era una banana en el frutero del cielo. El barco, alto y luminoso, de difícil maniobra, describió un lentísimo rodeo para poderse situar a nuestra vera. Llevaba un cuerpo médico a realizar curaciones a otras latitudes. Nos saludaron efusivamente y nos hallaron dentro de los patrones normales en cuanto a composición sanguínea, presión arterial, y otros parámetros. Antes de irse nos proveyeron de algodón, gasas, tijeras, y cremas para paliar las inclemencias del sol: todo un equipo completo de primeros auxilios, todavía con la envoltura con que salen de sus fábricas a evacuar las miserias del mundo. Para nuestra higiene mental nos dejaron una estrella de Damas Chinas, artesanada en madera, y un dominó de nácar que le faltaba el doble nueve, ambos con su correspondiente inventario, que me apresuré a firmar dichoso de saberme acompañado en la desgracia; pero Viviana estuvo apática y rabiosa, y me dio la espalda para que entre ella y yo se estableciera todo el arco del mundo, con sus montañas y desiertos. Sus diatribas, no obstante, lograron alojarse en mis oídos como objetos punzantes: era un individuo inconmovible, sin corazón ni sangre en las venas. Eso lo dijo con tanta vehemencia que no sé si fue aquel odio —que nunca pensé pudiera caber en sus palabras—, o el propio mar, irresistible, lo que me indujo a cometer la insensatez de desmentirla, creando un punto de surtidor que acribillara el daltonismo de los días. Con mi diestra alcé una azuela, cuyo ocio indolente había llamando mi atención, mientras apoyaba mi mano izquierda contra la borda, ante la superficie tersa del mar que multiplicaba la luna en mil brillos como fugaces peces de oro. Mi dedo índice ejecutó una parábola, al golpe seco del acero, y se precipitó a las aguas, dejando un rastro de hilos rojos en su tránsito hacia otras naturalezas. Con una de las gasas me apliqué un torniquete junto al metacarpo, y me senté a meditar la situación.
Luego el tiempo se dilató de cierta monotonía, con las aguas tranquilas; y un cabeceo uniforme nos mantenía aletargados. Haciendo una comida diaria, logramos extender nuestras provisiones hasta llevarlas a siete raciones de escasa permanencia.
Días después apareció la última nao de esta etapa. Era un barco de bandera griega, con un castillo de popa enorme como una carroza. Aparte de su tripulación de hombres exageradamente blancos, traía un elenco musical de compatriotas que llevaría su arte a la ínsula enemiga, cuyo pueblo noble no tenía la culpa de un gobierno tan malvado. Me entregaron una misiva, cuyo sobre, grabado con motivos alegóricos a nuestras tradiciones, abrí con una prisa desmedida, y cuyo texto leí en voz alta más para escucharme a mí mismo que por compartir su contenido. Se me pedía encarecidamente la redacción de una Solicitud Oficial para poder justificar un edicto y darle curso legal a una expedición de salvamento. Me hice acreedor de los buenos oficios del capitán, hombre bondadoso de ojos claros y barba cobriza, para que depositara mi encomienda en un buen correo de ultramar, amén del papel y el lápiz con que me agració. Lo abracé como a un amigo remoto, y juntos disfrutamos la velada que nos ofrecieron los músicos con lo más selecto de sus repertorios. Me sentí embriagado, poseído de una alegría de vivir como en mis días de juventud; pero Viviana, tan apegada al mundo material, les dijo que en vez de tanta basura cultural, hubieran hecho mejor en dejarnos un poco de comida. El barco pitó dos veces, ante tamaños improperios, sin esperar que la orquesta empacara sus bártulos, y se adentró en la masa oscura de la noche. Me sentí avergonzado de ella, de su acidez corrosiva y de su predisposición a la impaciencia; pero no podía olvidar su conducta de etapas anteriores, sujeta a una fe invariable que nunca imaginé menguara a tal extremo.
Por la mañana despertamos con unos golpes secos, como toques de puerta. Eran botellas de bebidas y latas de conservas y otras contundencias que el capricho del agua empujaba contra la borda. Luego vimos la balandra que danzaba sobre la superficie. Yo me apresuré a declarar que era un rescate, cuyo festín era evidente en tal derroche de vituallas, pero la imagen que suele ofrecer un bote a la deriva, medio deshecho, con algunas de sus tablas flotando como achatados peces muertos, ya se había establecido en la zona oscura del pensar como una pesadilla recurrente.
Me sentí miserable y abandonado, sin jugo como una fruta seca. Éramos eso: frutas secas sobre aquel cuesco infatigable que se mecía en la cima del mundo, cascarilla y cuerpo extraño en el ojo abierto de Dios. Pero esa noche escuché las voces de los míos, ensalzando nuestra entrega y lealtad, y me arrepentí en mi corazón de haber tenido aquel instante de suprema debilidad.
Por la madrugada, mientras Viviana y los niños dormían, trasmití a la ínsula mi más cordial agradecimiento por tan infundados elogios. También les expresé mi confianza en el rescate tan pronto mi solicitud llegara a su destino; y les pedí alguna conseja adicional para aquietar a los niños que, presas de la fiebre, inventábanse costas de arenas blancas y palmeras.
Toda la noche el mar se había agitado con una ansiedad inusitada. Un celaje del sur se encaramó sobre nosotros y el cielo se fue encapotando de nimbos. Ráfagas de galerna se sucedían a intervalos tan cortos, que decidimos atarnos a una cuerda que atravesé al bote como un meridiano. El agua arrasó con cuanto objeto nos quedaba, incluyendo los juegos de mesa y los sedales. Me alegré que el doble seis hubiera resistido los escobazos del mar pegándose al fondo como una lapa.
Cuando el Sol subía la línea del horizonte, rajando las aguas como un cuchillo de luz, ya el mar estaba como el agua de un plato, pero seguimos abrazados para superar los temblores de un frío húmedo que sobrevivió a la tormenta hasta bien entrada la mañana.
Luego nos acostamos sobre el fondo del bote. Viviana y los niños se durmieron, o se rindieron. Yo me di a la contemplación del insondable espacio, en la esperanza de amanecer en nuestras playas, hasta que poco a poco también fui entrando en la modorra.
Cuando abrí los ojos, me sorprendió un olor dulzón a tierra adentro, a flores silvestres y miel de abejas. Estaba sobre unas sábanas blanquísimas, y la herida de mi dedo extraviado, exhibía un vendaje, cuya labor profesional dignificaba nuestro origen.
Quería preparar los términos de mi discurso, para encomiar el rescate y el tratamiento recibido, cuando me supe en playas enemigas.
Viviana permanecía a mi lado con su frialdad de estatua, mientras los niños me besaban la mejilla. Yo retuve a Daniel, el primogénito, pero lo vi tan impropio, que no supe dejarle alguna herencia férrea del espíritu.
Esa noche nos leyeron un documento que no pude captar bien por la debilidad con que apenas podía sostenerme, pero que se refería, sin dudas, a cierta orden que nos habíamos hecho acreedores con nuestra actitud de enfrentamiento y de resistencia a las adversidades.
Al día siguiente seríamos llevados a alta mar. Viviana cansada ya del juego, de ser blanco común entre dos fuerzas opuestas, y recibir el “fuego cruzado de las partes”; los niños preparándose a continuar la estirpe marinera; y yo confiando en el rescate, como corresponde a los hijos de la mar océano.
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