(colaboración para el blog Gaspar, El Lugareño) por Juan Antonio García Borrero
Siempre asocio el origen de los Talleres de la Crítica Cinematográfica que se celebran anualmente en Camagüey, con una interrogante que todavía no he conseguido responderme de una manera satisfactoria, y que fue el detonante de todo: ¿cómo debe hacerse una crítica de cine?
Entonces era mucho más joven (más ingenuo), y no tenía conciencia de que, detrás de esa pregunta que aparentaba avidez de conocimiento, lo que se disimulaba era un afán de dominar los posibles secretos de un “oficio” (utilizo el termino de Guillermo Cabrera Infante) practicado por determinados “elegidos”. Más que interesarme por la crítica en sí (que será útil en la misma medida que nos haga más cómplices de las preguntas que hace, no de las respuestas y soluciones que vende), me sentía atraído por las mañas de aquellos que ya habían alcanzado cierta consagración (¿o mejor decir “reputación”?).
Aquella primera cita (celebrada en marzo de 1993, en medio de eso que se conoce con el eufemismo de “Período Especial”), puso en evidencia que la crítica de cine en Cuba estaba muy lejos de gozar de buena salud. Todavía no existía la Asociación Cubana de la Prensa Cinematográfica, y los críticos no tenían una plataforma para plantear sus propios problemas. En ese primer encuentro se dijeron cosas duras, y lo que había nacido para celebrarse solo una vez, fomentó el consenso de que era imperioso mantener ese debate sistemático.
Dieciséis años después de aquel Primer Taller de la Crítica Cinematográfica, me repito una y otra vez que fue una verdadera suerte que estuviese al frente del Centro Provincial del Cine Armando Pérez Padrón, y que Luciano Castillo aun trabajase en el Departamento de Promoción. Si ellos no hubiesen coincidido en tiempo y espacio, la posibilidad de organizar el evento nunca habría pasado de los límites de una propuesta. El horno no estaba para galleticas: a la gente solo parecía importarle cómo sobrevivir en medio de aquella pesadilla cotidiana, y los dirigentes de entonces estaban al tanto de ello. ¿Cómo pudo justificarse entonces el nacimiento de un evento que no hablaba de comida, sino de otro tipo de alimento, en este caso, intelectual?
No debo ser yo el que evalúe el posible impacto de esos Talleres en el desarrollo de la crítica nacional post-1993. Sonaría demasiado pretencioso. En todo caso hablaría de lo que esos encuentros han significado para mí. Ante todo, con esos Talleres he aprendido que una cosa es la crítica de cine entendida como “oficio” (es decir, como un conjunto de habilidades retóricas que nos recuerda más a la artesanía intelectual que a la aventura del espíritu), y otra la crítica percibida como “búsqueda entre dos de un punto de vista superior”.
No digo que ahora mismo todo esté bien, pues ningún evento cambia la suerte de una práctica colectiva que se nutre de aquello que ha heredado de tiempos ancestrales. En el caso de la crítica de cine en Cuba, ésta todavía sigue demasiada apegada a los dispositivos literarios. Todavía es una coartada que insiste en seducirnos con las habilidades comunicativas de alguien que escribe más o menos bien, o sabe hablar en público. Todavía es un artificio que nos inclina a distinguir a los espectadores ilustrados de aquellos que ya han sido contaminados por el mal gusto de la cultura de masas. Todavía es un gesto que parece exclusivo de un gremio o una tribu. Todavía es algo que con demasiada frecuencia se aleja de la vida para figurar en recintos desmedidamente académicos. Pero todavía no es lo que, a mi juicio, debería ser: un soporte para interactuar con aquellos que, quizás sin palabras técnicas, nos pueden ayudar a entender por que las películas funcionan de diversas maneras, según las circunstancias.
Dicho de otro modo: con el tiempo he descubierto que lo importante no es preguntarnos cómo se hace una crítica de cine, sino para que se hace esa crítica. En este sentido, los Talleres de Camagüey me han ayudado a tomar más en cuenta a ese espectador que no se ha detenido en el tiempo, que vive de acuerdo a los cambios que de modo incesante nos propone el audiovisual contemporáneo. Supongo que a muchos colegas les suceda lo mismo, pero desde luego, no me gustaría en modo alguno, hablar por ellos.
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