Saturday, May 9, 2009

Sindo presentó (anoche) en la Editorial Iduna, su libro: Las raíces del tamarindo

Gumersindo Pacheco, Odalis I. Curbelo (Ediciones Iduna)
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Manuel Vázquez Portal, Gumersindo Pacheco, Rafael Altuna
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Efrain Riverón, Alejandro Fonseca
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Susana, Rolando Jorge, Jama
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Manuel Vázquez Portal, Alvaro Alba, Heriberto Hernández
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Manuel Vázquez Portal, Rodolfo Martínez y su esposa
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Alberto Cabrales
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Gaspar, El Lugareño, Alvaro Alba
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Pablo Rodriguez (Payo Libre), Gaspar, El Lugareño
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Fotos/Blog Gaspar El Lugareño
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Texto enviado por (su autor) Sindo Pacheco,
para el blog Gaspar, El Lugareño


Las raíces del tamarindo (fragmento)
II

La abuela Ana vivía en el Reparto Canarias, un barrio fundado por inmigrantes, cuyas calles se llamaban Lanzarote, y Gomera, y Fuerte Ventura, y el resto de las siete islas y demás lugares del archipiélago. Tony podía esperar la guagua que lo dejaba a dos cuadras de allí; pero prefirió caminar. De todas formas no tenía apuro, y caminar era una de las cosas que lo ayudaba a matar el tiempo. Hizo el trayecto por calles diferentes, tratando de descubrir algo nuevo, como hacía en cada viaje, pero el entorno le pareció el mismo de siempre, con las mismas casas, los mismos árboles, y los mismos repetidos lugares.

La abuela se acostaba tarde en la noche, luego que todo el barrio estaba en silencio, por eso solía levantarse a media mañana, pero cuando Tony llegó vio la puerta de la sala semiabierta, sujeta con el gancho de metal.

—¡Abuela!… —quitó el gancho de la puerta, entró y lo volvió a colocar.

Sobre el sofá de la sala descansaban las costuras pendientes. La máquina de coser permanecía junto a la ventana que daba a la calle para aprovechar así la claridad del día.

Tony se acercó a la cortina del primer cuarto:

—¿Se puede…?

—Si, niño, entra.

Tony descorrió la tela floreada. La casa de la abuela Ana era estrecha y larga, con cada habitación a continuación de la otra. No le gustaban las casas donde para ir a la cocina hubiera que atravesar los cuartos. Sobre todo, aquellos cuartos, casi siempre llenos de mujeres semidesnudas, que se entallaban vestidos y blusas frente a los espejos del escaparate. Antes nunca se había dado cuenta de ese detalle. Correteaba las habitaciones de una punta a la otra, con una libertad que ahora tenía límites, como si la casa de la abuela fuera la casa de un extraño.

—¡Qué bueno que viniste! —Ana le dio un beso—. ¿Cómo está mami…?

—Bien…

Sacó una jeringuilla de adentro de un jarro de agua hirviendo.

—¿No te dijo a qué hora nos vamos el domingo?

—No.

—El domingo toca la visita a tu padre.

Tony no contestó. Ya sabía que tendría que ir a ver a su padre. Detestaba la prisión, el viaje, el ambiente que reinaba en la visita. Le molestaba ver a su madre y a su abuela cargando jabas de comida para llevarle a su padre.

Ana sacó un pomo pequeño del refrigerador, introdujo la jeringuilla a través de la tapa de goma y empezó a extraer el líquido. Era lo primero que hacía siempre cuando se levantaba. Tony no podía verla sin evitar un escalofrío.

—¿No te duele, abuela…?

—Ya estoy acostumbrada.

Una voz llegó desde la puerta de la calle:

—Anita…, ¿se puede…?

En aquella casa todo el mundo hablaba así: ¿se puede, se puede, se puede…?

—¿Quién es…? ¡Ah!, entra Deisita…

La abuela se levantó un poco la blusa, mojó un algodón en alcohol, y se frotó un área de su abdomen, luego se pellizcó con el índice y el pulgar de su mano izquierda y se introdujo la aguja con la otra mano. Tony cerró los ojos. Sintió los pasos de Deisy, acercándose.

—Buenas, ¿qué tal, Ana, cómo amaneció…? Perdona, no sabía que estaba inyectándose.

—No te preocupes.

Deisy saludó a Tony con un gesto de cabeza, y siguió hablando.

—Déme la libreta para traerle el pan.

—Gracias, hija, mírala ahí en esa jaba. Ya yo no sirvo ni para sacar los perros a mear. Ten cuidado, que tiene el dinero adentro.

Ana retiró la aguja y comenzó a darse masajes con el algodón. Luego guardó el pomito y la jeringuilla, y bajó del fogón un jarro con leche.

—¿Desayunaste, Tonito…?

—Sí…

—Entonces cómete unas galletas con mantequilla.

—No, abuela, no tengo hambre.

—¿Y un poquito de dulce de coco?

—Tampoco.

De nuevo se escuchó otra voz:

—Anita…

Ana asomó su cabeza en dirección a la calle.

—Entra Mercedes, siéntate. Voy enseguida… —se volvió a su nieto—. ¿Y por qué no pruebas un poco de refresco…?

—Está bien, abuela… —Tony tomó un jarro que colgaba del locero.

Su abuela siempre pensaba que todo el mundo tenía hambre.

—¿A ver…? No, ése no, Tonito… Mira el tuyo aquí… Sírvete tú mismo —proyectó la voz en dirección a la sala—. No te vayas, Mercedes, para entallarte el vestido.

Tony tomó otro recipiente que decía Tonito por un costado. La abuela tenía dos hijos y tres nietos, y dos hermanos y como diez sobrinos que casi nunca venían a hacerle la visita, pero cada uno tenía su jarro con su nombre escrito con pintura de uñas.

Tony se sirvió un poco del líquido.

—¿De qué es?

—De limón. No hay ni una fruta por ahí… Hasta que no llueva un poco y empiecen los mangos… La suerte es mi matica de limón.

Tony se tomó el refresco. Estaba un poco escaso de azúcar, pero no dijo nada. La abuela los preparaba así debido a su enfermedad. No podía comer pasteles, ni dulces, ni caramelos…; casi no podía comer nada la abuela, pero nunca la había oído quejarse. Se ponía sus inyecciones todas las mañanas con la misma naturalidad de quien se cepilla los dientes, y a coser y a cortar durante todo el día, todos los días de su vida, semana tras semana, mes tras mes…

—¿No te aburres, abuela?

—¿De qué…?

—De tanta costura y tanta costura…

—Eso fue lo que yo estudié… Gracias a Dios que me dio un oficio; si no, no hubiera salido adelante. ¿Tú sabes la cantidad de gente que tuve que vestir para mantener a mis hijos…?

Tony miró hacia un rincón de la cocina y vio los cubos de agua vacíos. Los tomó y salió hacia afuera. En la sala se detuvo un momento.

—Hola —saludó a Mercedes.

Mercedes alzó los ojos de una revista de modelos, y sonrió. Estaba sobre un sillón de madera, inclinada hacia atrás. Vestía un pullover ceñido a su abdomen, y la saya, demasiado corta, dejaba ver sus muslos amplios y vigorosos. Tony cambió la vista, ruborizado, y quitó el gancho de la puerta.

El pozo quedaba a pocas casas de distancia. El pueblo no contaba con acueducto y los pozos proliferaban por todas partes. Los edificios multifamiliares disponían de turbinas que conducían el agua hasta los depósitos situados sobre el techo de la última planta. Otros se servían de un motor eléctrico para hacer subir el líquido hasta un tanque del cual descendía por gravedad hasta los grifos. Pero el resto obtenía el agua de forma manual, llevándola en cubos hasta el interior de sus viviendas. Tony llenó los recipientes y volvió con uno en cada mano. Le gustaba más acarrear dos cubos que uno, hacían buen contrapeso, pero tenía que cuidarse de no mojar el piso. Era una de las cosas más difíciles que había aprendido. Cualquier movimiento en falso y allá iba el agua fuera. Tony cruzó el portal y caminó por la sala cuidadosamente, pero no pudo evitar que una mirada furtiva se le escapara hacia donde Mercedes seguía hojeando la revista. Ahora se mecía suavemente, y la saya se le había subido aún más, y sus muslos se abrían y se cerraban con el vaivén del sillón, y de pronto el agua de los cubos saltó como por arte de magia.

Tony cambió la vista y apuró el paso, pero el agua siguió desparramándose a través de los cuartos y la cocina.

—Hice tremenda mojazón, abuela.

—No importa, hijo. Yo la seco. Ponme ése aquí para llenar la tinaja.

La abuela usaba aquella tinaja desde que su padre era chiquito. “Es como si saliera de un manantial”, solía decir.

De pronto pareció recordar algo.

—Oye, Tonito, ¿qué hora es…? ¿Tú no fuiste a la escuela…?

—No.

—¿Qué te pasó…?

—Nada. No me gusta la escuela.

—Ay, hijo, pero tienes que estudiar algo, algún oficio… ¿No te gusta nada…?

—No.

—¿Nada nada? Algo tiene que gustarte…

—Creo que me gusta pegar libros.

—¿Pegar libros…?

—Sí. Encontrar un pedazo aquí y otro allá y luego pegarlos y arreglar el libro.

—Pero eso no es ningún oficio, hijo… ¿Por qué no te haces carpintero…? Los carpinteros ganan buen sueldo. Yo quería eso para tu padre, pero no hubo manera. Si llega a hacerme caso, no le hubiera pasado nada. ¿Sabes…? A mí nunca me gustó que trabajara con dinero… —la abuela pareció recordar algo—. Oye, hablando de tu padre… Tengo un flan en casa de Fela ¿Sabes quién es Fela…?, la mamá de Vicentico… ¿Por qué no llegas allá un momento, mientras yo le entallo el vestido a Mercedes…? Y de paso le das estos cinco pesos…

Tony tomó el dinero y dio media vuelta. Esta vez cruzó la sala sin volver la vista.

Afuera el Sol calentaba con más fuerza dándole un brillo especial a la mañana.

La casa de Vicente era ancha, con un portal amplio cercado con tablillas de madera terminadas en punta. Tenía el frente pintado de azul claro y las puertas y persianas color blanco hueso.

Tony tocó a la puerta.

Nadie respondió.

Volvió a tocar.

—Va… —dijo una voz de niña.

Unos pasos se acercaron, la puerta se abrió, y apareció una muchacha rubia, con su pelo largo recogido en una cola de caballo. La cola de caballo subía hacia su cabeza donde una hebilla la sostenía allá en lo alto.

—¿Está Fela…?

—Mi mamá salió.

—Ah.

—¿Por qué…? ¿Querías algo…? ¿Tú no eres el nieto de Anita, la costurera…?

—Sí…, venía a buscar un flan…

—Ah, entra, ya te lo traigo —le dio la espalda.

Tony vio su cuello descubierto. Tenía unos pelitos sueltos y brillantes. Nunca había visto a aquella muchacha. Ni siquiera sabía que Vicente tuviera alguna hermana.

Había algunos cuadros de paisajes en las paredes, un televisor soviético en una esquina, varios muebles antiguos, y un librero enorme que llegaba de pared a pared. Al centro había una mesita, encima de la cual sobresalía la foto de una niña, similar a ella, que lo observaba con expresión de curiosidad.

La muchacha volvió con el flan de leche encima de un plato. El flan estaba acaramelado y se movía sobre el plato con suavidad tentadora. Tony alzó la vista del flan para encontrarse con sus ojos. Eran grises, casi verdosos, ligeramente separados y con largas pestañas curvadas hacia arriba. Su cara parecía de niña, pero era casi de su mismo tamaño, y tenía los senos puntiagudos y bien formados.

Tony apuntó hacia el librero.

—¿Son tuyos?

—¿Los libros…? Casi todos, ¿por qué? ¿Te gusta leer?

—A veces. ¿Sabes?, encontré un libro, pero está incompleto. Me gustaría terminar de leerlo, pero ni siquiera sé cómo rayos se llama.

—¿Por qué no me lo traes? Tal vez yo lo consiga.

Tony se dio cuenta que la muchacha llevaba rato sosteniendo el flan, y se apresuró a tomarlo, mientras le extendía los cinco pesos.

Ella tomó el billete, pero reaccionó enseguida:

—No, no vale nada.

—Mi abuela me dijo que le dejara eso.

—No, de ninguna manera —puso los cinco pesos a un costado del plato con el flan.

—Yo no lo quiero.

—Yo tampoco.

—Yo menos —Tony volvió a extenderle el billete.

Ella lo tomó y volvió a colocarlo encima del plato.

Tony lo quitó para dárselo, pero ella retiró la mano y el billete quedó en el aire, planeando como un ala. El muchacho intentó capturarlo con la mano libre, pero la otra mano se le volteó y el dulce saltó del plato. Trató de capturar al flan y se le escapó entonces el plato. Finalmente decidió salvar el plato, pero sólo consiguió darle un manotazo hacia abajo mientras pisaba el flan con un pie y se caían él y los cinco pesos y el plato, que se hizo añicos contra el piso.

Ambos se quedaron inmóviles, mirándose a los ojos. En ese momento Fela volvía, con una jaba de mandados.

—¿Qué pasó, niña…?

—Nada, mami. Se me cayó el flan.

Tony se incorporó y trató de separarse los pedazos de postre que se habían adherido a su pantalón.

—A ver…, niño, estás herido, tienes sangre ahí.

Tony se miró la mano. Un hilo de sangre se desprendía de la base del pulgar, y bajaba hasta el codo.

—Fue culpa mía… Lo siento.

—No te preocupes. Eso le pasa a cualquiera. Ven para verte la herida…

Fueron hasta la cocina.

—Lávate aquí —la señora le alcanzó una palangana con agua y jabón—. Maité, trae mercuro cromo y algodón.

Tony se lavó la herida. La sangre continuaba saliendo y se diluía en el agua como un hilo que se deshilacha.

—No es nada —dijo.

Maité volvió con las medicinas.

—Déjame ver.

Tony abrió la mano.

Ella untó el algodón con mercurio y se lo pasó por la herida.

—¿Te arde…?

—Un poco.

—Ya está. Trata que no te caiga nada ahí.

—Gracias —dijo Tony, todavía desconcertado. Dio media vuelta y comenzó a alejarse.

—Hasta luego —gritó desde la puerta.

Afuera tomó rumbo al centro del pueblo. Cuando había avanzado un buen trecho, se dio cuenta que no había vuelto por la casa de su abuela, pero prefirió seguir de largo, total, todo se había fastidiado: su mano, el flan, el plato, su pantalón… Sin embargo sentía una extraña sensación, como una alegría interior que lo animaba.

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