Saturday, May 30, 2009

Opera y Discurso Histórico-Narrativo en "Concierto Barroco" de Alejo Carpentier

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Nota mía: Agradezco a Roberto Méndez que haya concedido, a los lectores del blog Gaspar, El Lugareño, la primicia de la publicación del discurso que pronunció en el acto de ingreso como Miembro de Número de la Academia Cubana de la Lengua. La crónica y fotos de este acto se pueden ver aquí.
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Opera y Discurso Histórico-Narrativo en "Concierto Barroco" de Alejo Carpentier


Discurso pronunciado por el Dr. Roberto Méndez Martínez en su acto de ingreso como
Miembro de Número de la Academia Cubana de la Lengua el 28 de mayo de 2009.

Mis primeras palabras esta tarde han de ser en memoria de Lisandro Otero, ese narrador y gran periodista, a quien no voy a “sustituir” en el sillón D, porque Lisandro es insustituible, apenas, podría decir, ocuparé desde ahora su sitio. Él no sólo fue un intelectual notable y Director de esta Academia que tanto le debe, sobre todo era un hombre íntegro, gentil, caballeroso, con el que me siento en perpetua deuda. Si hoy estoy aquí, pronunciando este discurso, no sólo es por haber sido elegido por ustedes, sino también porque su generosidad y esa amistad de la que pude disfrutar tan brevemente, me acercaron a esta institución.

Quisiera, antes de entrar en materia, evocar o al menos nombrar a los intelectuales de mi tierra camagüeyana, que me precedieron en esta Academia. A riesgo de olvidar alguno, tengo presentes a Enrique José Varona, su fundador, Mariano Aramburo, Felipe Pichardo Moya, Su Eminencia Cardenal Manuel Arteaga y Betancourt, Raimundo Lazo y, más cerca en el tiempo, Ofelia García Cortiñas. Sirvan las p alabras que siguen de modestísimo homenaje a su recuerdo.

Hacia 1921 se presentó el Parsifal de Wagner en La Habana. Alejo Carpentier asegura que fue uno de los pocos en asistir a la cita en el Teatro Nacional, pues la mayor parte del los amantes del género lírico se había decidido por una función de zarzuela en el vecino teatro Payret. Como, al parecer, tampoco asistió la prensa, no sabemos quienes fueron los intérpretes, ni siquiera el director invitado. Más aún, se ignora si la representación concluyó, porque algunos de los escasos asistentes descubrieron pronto que la música era llevada por el conductor a un ritmo el doble de lento que el exigido por la partitura, de ahí que la representación, que debía durar unas cuatro horas, podría extenderse a más de ocho y se fueron marchando gradualmente hasta vaciarse la sala. ¿Todo esto es cierto? Como tal lo ha contado alguna vez el escritor, aunque los investigadores no han hallado rastros de esa noche wagneriana.

La ópera ha dejado importantes huellas en la cultura cubana desde inicios del siglo XIX, cuando las compañías francesas que se presentaban en New Orleáns hallaban en La Habana una plaza fuerte. A partir de 1838, el Teatro Tacón emula con los grandes coliseos del mundo. Los palcos se arriendan casi a perpetuidad y se forman bandos en torno a las divas de moda: la Gazzaniga – de cuyo apellido derivó el nombre de un dulce aún popular- la Gassier, la Frezzolini.

El fin de la dominación española no liquidó la fiebre operática. El Teatro Nacional, sucesor del Tacón, fue sede de aquellas temporadas que entre 1916 y 1921 propició el empresario italiano Adolfo Bracale, para las que trajo al país a muchos de los principales cantantes de la época: Tina Poli Randaccio, María Barrientos, Gabriela Bezanzoni, Hipólito Lázaro y hasta un tardío y ya enfermo Enrico Caruso al cual el propio Alejo recuerda en El recurso del método por el incidente del petardo que interrumpió la esperada función de Aída e hizo correr al divo, vestido de general egipcio, de manera nada marcial, por la calle Consulado(1).

En 1923, es precisamente un homenaje al célebre barítono Titta Ruffo el que reúne, por primera vez, al Grupo Minorista, conformado por intelectuales ansiosos de lograr cambios urgentes en el arte y la sociedad cubanos. Entre ellos se encuentra el propio Carpentier.

El género lírico atraía de manera poderosa al joven escritor. El 15 de mayo de aquel año, apenas un semestre después de su debut como periodista en La Discusión, aparece su primer artículo, dedicado a la ópera “La Bohème”(2), a este seguiría, apenas quince días después, uno más notable: “La monotonía de los repertorios” donde se queja de que siempre anunciaban los títulos más comunes del romanticismo y el verismo italiano lo que falseaba “las nociones musicales del público”(3). Otro artículo de esa etapa: “Las tendencias actuales del teatro lírico” concluye con una afirmación que Alejo va a fundamentar a lo largo de su vida: la ópera – en contra de lo que piensan los veristas – no debe ser una copia mecánica de la realidad, sino una realidad en sí misma, con la autonomía que le concede su condición de producto artístico y todo intento de reproducir con exactitud lo cotidiano en ella termina en el fracaso(4).

Su pensamiento está en función de la vanguardia, del “arte nuevo”. Él, Amadeo Roldán y Alejandro García Caturla organizarán en 1926 unos “Conciertos de Música Nueva” en los que se escuchan por primera vez en Cuba obras de Stravinski, Malipiero, Ravel, Poulenc y Satie. Este ambiente de efervescencia está muy bien retratado en el capítulo “La conjura de Parsifal” de su fallida novela El clan disperso, donde el protagonista repasa al piano una partitura, encontrada de manera fortuita, de la “Danza de los siete velos” de la Salomé de Strauss(5).

A partir de 1928, tras su espectacular fuga a París, Carpentier tiene sus propias experiencias en el arte lírico. Además de sus colaboraciones con el compositor Marius Francois Gaillard, supuestamente trabaja junto a Edgar Varèse en el libreto de la ópera The one all alone que quedó en proyecto. Aunque quizá la experiencia más definitiva sea la composición del texto para Manita en el suelo, ópera bufa en un acto y cinco escenas, dedicada al compositor Alejandro García Caturla, quien fue asesinado a punto de concluirla. Se trata de una obra que aunque sigue la pista del Stravinski de La historia del soldado, vence muchos prejuicios al vincular arte lírico y folclor afrocubano y unir el espíritu demoledor de la vanguardia con el más sano nacionalismo musical.

En este período, marcado por su contacto con lo más actual del género, Carpentier va a demostrar una especial intuición para discernir lo auténtico y renovador de lo que sólo ostenta una modernidad aparente, de ahí su rechazo a Johnny dirige la danza de Krenek, pues aunque la obra está llena de locomotoras, teléfonos y receptores de radio, su forma musical es “totalmente arcaica”(6). Se orienta hacia valores muy seguros, sea la promoción en Occidente de la ópera nacionalista rusa - especialmente Boris Godunov que tanto admiraba- o el estreno de partituras fundamentales, desde el Wozzeck de Alban Berg hasta el Edipo de Enesco.

Tras su intermedio cubano, entre 1939 y 1945, motivado por la Segunda Guerra Mundial, el intelectual se establece en Caracas. Comienza la madurez para un pensamiento que no excluye a la ópera de sus disquisiciones, así lo demuestran decenas de artículos dedicados al género en la sección Letra y solfa de El Nacional, pero el texto que resultará paradigmático, a pesar del olvido al que el propio autor lo condenara durante muchos años, es el ensayo Tristán e Isolda en Tierra Firme, publicado a mediados de 1949, en la revista Cultura Universitaria(7).

La motivación inicial para su escritura había sido el estreno del drama lírico Tristán e Isolda de Richard Wagner, en octubre de 1948 en el Teatro Municipal de Caracas. Hasta entonces había sido patrimonio de escenarios europeos y norteamericanos. Según Alejo, la obra del compositor alemán contiene un potencial revolucionario para los jóvenes de América. Si hacia 1921, los intelectuales de vanguardia eran antiwagnerianos, por defender a aquellos creadores europeos que les parecían más renovadores, desde Debussy hasta Stravinski, una década después, va haciéndose visible el valor de la raíz romántica, que, para Carpentier, lo mismo nutre la narrativa de Kafka que el atonalismo de Schönberg, pues mira al romanticismo no como un período artístico sino como una actitud ante la creación que encuentra en obras de épocas tan diversas como la música religiosa de Palestrina y Gabrielli, en la ópera Armida de Lully y en el propio Tristán.

Alejo destaca el poder de los dramas líricos wagnerianos cuyos argumentos conservan su vitalidad mucho después de que su escritura musical ha dejado de parecer agresiva, de modo que recomienda:
Hay que realizar con lo latinoamericano algo semejante a lo que Wagner realizó con lo romántico y lo alemán. Esto, desde luego, muy lejos del monstruoso intento de construir Tetralogías indias o de escribir dramas líricos en que veamos cantar a Bolívar en dúo con San Martín en la famosa entrevista de Guayaquil. Pero es indudable que Wagner se valió de sus mitos, de su patrimonio cultural, como nosotros, tarde o temprano, tendremos que valernos de nuestros mitos y de nuestro ubérrimo patrimonio cultural(8).
La defensa del Romanticismo como definitorio para el ser de América Latina quedaría relegada, en el propio año 1949, con la edición de su novela El reino de este mundo, precedida por el célebre prólogo en el que formula el concepto de “lo real maravilloso americano”, a la luz del cual su obra ha sido explicada y juzgada, a veces demasiado al pie de la letra.

Mas la influencia de la ópera en su escritura persiste, y aún se acrecienta en su narrativa. Baste con recordar, por sólo citar un par de ejemplos, en Los pasos perdidos la escenificación de Lucía de Lammermoor de Donizetti en un teatro estilo Segundo Imperio, donde, tanto los cantantes como el público encarnan una era romántica perdida ya en el ámbito de las ciudades modernas y, como acota Mouche, la función evoca “la Lucía vista por Madame Bovary en Rouen”(9); en El recurso del método la función de Peleas y Melisanda de Debussy que el Primer Magistrado contempla perplejo, como un signo de los nuevos tiempos en la escena y fuera de ella.10). Sin embargo es en Concierto barroco donde la presencia del género lírico llega a tener un rol definitorio.

Se ha repetido, una y otra vez que esta obra es un divertimento, tras el lugar común creo que se oculta cierta miopía: con ello se pretende asociar la breve extensión de la novela con una discreta “inferioridad” respecto a otras de mayor talla del autor como Los pasos perdidos y El siglo de las luces. Nada más lejos de la verdad. Lo que sí podríamos afirmar es que su estructura resulta cercana a dos géneros musicales: el concerto grosso típico del barroco y la ópera veneciana del mismo período.

El texto pudiera contemplarse como una representación operática – que incluye en su interior otra ópera, el Montezuma vivaldiano – y que tiene en el capítulo inicial su obertura, la cual reproduce el esquema italiano: un Allegro que comienza con el largo pasaje enumerativo de la platería: “De plata los delgados cuchillos, los finos tenedores; de plata los platos donde un árbol de plata labrada en la concavidad de sus platas recogía el jugo de los asados; de plata los platos fruteros…”(11) ; un tempo que se hace más lento en esa descripción de las horas nocturnas que preceden a la partida, e incluye la fiesta privada del Amo, Francisquillo y la “visitante nocturna” y una tercera sección, la más breve, que retoma en las líneas finales del capítulo el tema de la plata: “ya el Amo y su visitante nocturna habían marchado a la habitación de los santos en marcos de plata para oficiar los júbilos de la despedida en la cama de las incrustaciones de plata, a la luz de los velones puestos en altos candelabros de plata”(12), de un modo que nos recuerda también el esquema básico de la forma sonata: A-B-A’, que precisamente vino a extenderse en música a partir de las oberturas de ópera y los conciertos. Resulta evidente que entre el discurso narrativo y el musical existe en esta obra un diálogo continuo, una relación interdiscursiva que tiene su momento central en la representación del Montezuma.

Toda la novela es una puesta en escena de sesgo más o menos operático, como si la creación vivaldiana hubiera crecido desmesuradamente hasta devorar el resto del espacio narrativo. Teatral es la entrada que el Amo ha pretendido hacer en la Europa de sus antepasados: “ la gran entrada, la señalada aparición, que había soñado hacer en los escenarios a donde llegaría” (13) con la utilería y tramoya del caso, que incluían un servidor de aspecto exótico tañendo una vihuela mexicana; representación es la gran mascarada del carnaval veneciano que contiene toda la acción en los capítulos del IV al VII y que incluye dentro de ella otras representaciones: el concerto grosso que deriva en jam session en el Ospedale della Pietá, el diálogo en el cementerio donde los tiempos se invierten y los vivos en la novela dialogan sobre los muertos futuros, la función de ópera y el propio capítulo final, con su cambio de tiempo y decorado que es la preparación para un nuevo concierto, el de la trompeta que convoca al Fin de los Tiempos y anuncia otra representación: la del advenimiento de un Mundo Nuevo.

Más que una novela donde se discurre y discute sobre problemas musicales, Concierto barroco funciona como una ópera veneciana: Montezuma es una mascarada destinada a otra mascarada mayor, el Carnaval y con ella pretende el autor establecer de nuevo un contrapunto entre el Viejo y el Nuevo Mundo, su complicado diálogo cultural –que en Alejo nunca concluye en soluciones terminantes ni en definiciones maniqueas- además de dejar planteadas las principales cuestiones en las que insistió a lo largo de sus ensayos y conferencias: el Continente americano y lo maravilloso, la mirada a él desde la alteridad, las relaciones culturales entre antiguas metrópolis y las jóvenes repúblicas, los vínculos entre lo popular y lo culto, el papel del mito en el arte y la innegable influencia de ciertos períodos de la cultura europea, especialmente el barroco y las vanguardias, sobre el arte de este otro lado del Atlántico. De hecho, Alejo parece haber escrito en esta singular pieza una especie de testamento en clave operática.

Esta novela resulta ejemplar para quien desee estudiar el fenómeno de la intertextualidad en Alejo: no sólo están allí las habituales parodias, alusiones, imitaciones y homenajes a otros textos literarios, sino que se usa y abusa de ese peculiar forma de lo intertextual que es el procedimiento interdiscursivo: el diálogo de lo literario con otros discursos artísticos. El resultado no es un simple pastiche sino una representación que bajo la apariencia lúdica recapitula las principales interrogantes vitales y artísticas del escritor.

El cuadro que adorna el salón del Amo es el motivo anunciador – casi la fanfarria- de la futura representación de la ópera de Vivaldi:
Pero el cuadro de las grandezas estaba allá, en el salón de los bailes y recepciones, de los chocolates y atoles de etiqueta, donde historiábase, por obra de un pintor europeo que de paso hubiese estado en Coyoacán, el máximo acontecimiento de la historia del país. Allí un Montezuma entre romano y azteca, algo César tocado con plumas de quetzal, aparecía sentado en un trono cuyo estilo era mixto de pontificio y michoacano, bajo un palio levantado por dos partesanas, teniendo a su lado, de pie, un indeciso Cuauhtémoc con cara de joven Telémaco que tuviese los ojos un poco almendrados. Delante de él, Hernán Cortés con toca de terciopelo y espada al cinto – puesta la arrogante bota sobre el primer peldaño del solio imperial-, estaba inmovilizado en dramática estampa conquistadora. Detrás, Fray Bartolomé de Olmedo, de hábito mercedario, blandía un crucifijo con gesto de pocos amigos, mientras Doña Marina, de sandalias y huipil yucateco, abierta de brazos en mímica intercesora, parecía traducir al Señor de Tenochtitlán lo que decía el Español. Todo en óleo muy embetunado, al gusto italiano de muchos años atrás […] con puertas al fondo cuyas cortinas eran levantadas por cabezas de indios curiosos, ávidos de colarse en el gran teatro de los acontecimientos, que parecía sacados de alguna relación de viajes a los reinos de la Tartaria…(14)
Recuérdese el papel simbólico y premonitorio que el cuadro Explosión en una catedral de Monsú Desiderio tiene en El siglo de las luces. Este “óleo histórico” desempeña un rol semejante.

Representa para el artista que lo creó una ilustración de un hecho real pero lejano, tal y como puede imaginárselo a partir de una serie de paralelos que le permiten pintar lo que para él es ignoto: Moctezuma-César, Cuauhtémoc-Telémaco, trono pontificio-michoacano, romano-azteca, México-Tartaria. Europa mira al resto del mundo con una mezcla de perplejidad y suficiencia. Sólo puede, pues, explicar la otredad desde su misma tradición, por eso Moctezuma, si es emperador, tiene que tener impronta romana.

Para el poseedor de la obra, esta es una síntesis de sus orígenes, de su mezcla de sangre española e indígena y de su cultura, en la que los libros, la música y la pintura de allá, se mezclan con los alimentos, el modo de edificar y hasta las costumbres amatorias de un “acá” diverso. La pieza pictórica es también una advertencia: ha de viajar para conocer la verdad. Buscar en Europa la raíz de ese entendimiento de su mundo, asistir a la representación que ellos tienen de lo americano, para obtener sus propias verdades. Queda fuera de la novela el regreso del Indiano y con qué ojos podrá contemplar su tan preciada pieza pictórica, pero su juicio sobre la ópera de Vivaldi nos dará la pista de ello.

Cada uno de los momentos de la novela conduce al Señor hacia la representación mayor, la de la ópera que permitirá la purificación, el reconocimiento de su propio ser. Lo anuncia el aldabonazo nocturno que está a la mitad del primer capítulo – reminiscencia de aquel de Víctor Hugues que cambia el destino de una familia en El siglo de las luces, pero también de los primeros acordes de la Quinta sinfonía de Beethoven, expresión del “destino que llama a la puerta”- y seguirán anunciándolo sucesivos pasajes: la llegada a La Habana asolada por la peste y el obligado apartamiento en Regla, donde se produce el encuentro con Filomeno y la pequeña representación por éste de los sucesos que dieron lugar a Espejo de paciencia y que Alejo, en juego intertextual, nos hace asociar con el pasaje de “el retablo de Maese Pedro” cervantino y de paso, con la ópera de cámara homónima de Manuel de Falla. Aquí hay ya trasuntos de ese proceso de invención mitificadora que hace del esclavo Salvador Golomón, cantado por Silvestre de Balboa, “una suerte de Aquiles, pues donde no hay Troya presente se es, a proporción de las cosas, Aquiles en Bayamo o Aquiles en Coyoacán”(15).

La ruta indicadora prosigue en el periplo europeo: la España decadente en el capítulo tercero, que ahora se le aparece al Indiano deslucida y pobre desde la arquitectura de Madrid y los autos sacramentales hasta los prostíbulos. La llegada a Venecia no es más brillante “entre evanescencias, sordinas, luces ocres y tristezas de moho a la sombra de los puentes abiertos sobre la quietud de los canales”(16). Ya no es la Serenísima República opulenta de otros tiempos, sino una ciudad venida a menos cuya imagen puede encarnarse en la del Bucentauro “todo remendado de tablones disparejos y duelas de barril, maltrecho pero todavía vistoso y engreído”(17) que parece una parodia del lienzo La partida del Bucentauro de Francesco Guardi, en clave deconstructiva.

El carnaval veneciano es para el novelista, en realidad, la oportunidad para mostrar las máscaras con las que se encubre la fatiga de una sociedad que ha ido perdiendo una serie de paradigmas. Todo se resume en ese “universal fingimiento de personalidades, edades, ánimos y figuras”(18) . Él mismo se ha vestido con las ropas de un Moctezuma semejante al de su cuadro: se ha hecho personaje dentro de la representación y lo caprichoso del traje es muestra de su propia condición: mixtura de elementos auténticos con falsificaciones.

Entonces, ya en su marco ideal, aparece la ópera en una taberna, de la mano del Fraile Pelirrojo medio borracho, quien después de escuchar el relato hecho por el Indiano de la conquista de México, llega a la conclusión:
-“Buen asunto; buen asunto para una ópera…”- decía el fraile, pensando, de pronto, en los escenarios de ingenio, trampas, levitaciones y machinas, donde las montañas humeantes, apariciones de monstruos y terremotos con desplome de edificios, sería del mejor efecto, ya que aquí se contaba con la ciencia de maestros tramoyistas capaces de remedar cualquier portento de la naturaleza, y hasta de hacer volar un elefante vivo, como se había visto recientemente en un gran espectáculo de magia.(19)
Efectivamente, la ópera veneciana se había convertido en las primeras décadas del siglo XVIII en un espectáculo sui géneris. Quedaban atrás los empeños del siglo anterior por resucitar la tragedia griega y dar jerarquía a la palabra por encima del lucimiento vocal. El desarrollo de la técnica del canto convirtió a la voz humana en instrumento dominante y a ella subordinaron el resto de los elementos de la representación: comenzaba el imperio de las primas donnas y los castrati. Por otra parte, mientras en Roma la ópera seguía siendo cosa de las élites, en Venecia ella se aburguesó y sentó sus reales en los teatros públicos. Los asistentes de cualquier condición estaban interesados solamente en los pasajes de virtuosismo cantados por los solistas y en la brillantez y variedad de las tramoyas. El argumento pasó a ser apenas un pretexto.

Vivaldi, que fue un gran impulsor de la música instrumental, hasta el punto de que sus conciertos fueron tomados como modelo por otros compositores como Juan Sebastián Bach, en el teatro se comportó como un empresario. Compuso casi medio centenar de óperas, de las que ha sobrevivido apenas la quinta parte y muchas de ellas carecen de un interés especial. Quizá lo llamativo es que, a diferencia de otros colegas a quienes bastaban los asuntos de la historia y la mitología clásicas, el compositor encontraba sus asuntos en orbes diferentes: había estrenado en 1719 un Teuzzone, con libreto de Apostolo Zeno, que se desarrollaba en un imaginario Imperio de China, antes de que para su Griselda de 1735 encargara al mismo escritor la adaptación de un cuento del Decamerón. De ahí que al Vivaldi histórico, tanto como a su alter ego de la novela carpenteriana, no le pareciera extraño el componer en 1733 un Montezuma.

No es posible seguir paso a paso la novela de Alejo en este discurso: el encuentro del Indiano en la Botteghe di Caffé con tres compositores: Vivaldi, el napolitano Domenico Scarlatti y el sajón residente en la corte británica Federico Handel, todo en un hipotético carnaval de 1709. En ese año, transcurre el más célebre de los capítulos de la obra, el quinto, donde la sala de música del Ospedale sirve de escenario para un concierto en que participa Vivaldi con su orquesta femenina, Scarlatti en el clave, Handel en el órgano y Filomeno con toda una batería improvisada. En aquel “concertante”, que deviene antecedente de las jam sessions o “descargas” de jazz, se improvisa una de esas danzas corales conocidas como farandole que es en realidad una versión, a lo barroco veneciano, del antiguo “Canto para matar culebras”, de origen afrocubano, en estilo de comparsa habanera, que aquí alterna su estribillo criollo: “La culebra se murió / Ca-la-ba-són,/ Son-són”(20) con las inflexiones pseudolatinas de Kábala-sum-sum-sum. Lo que Handel llama al final “algo así como una sinfonía fantástica”(21) en anacrónica anticipación de la obra del romántico Berlioz.

Sin embargo, el capítulo sexto, es mucho más importante para nuestro propósito. Los personajes, para descansar después de la fiesta, se van a desayunar y reposar al Cementerio. El tiempo, que desde el inicio de la novela ha fluido de forma lineal, en un hipotético 1709, se detiene, más aún, desaparece, para propiciar un diálogo donde los supuestos vivos juzgan a muertos que en realidad vivirán en tiempos venideros. Como en las novelas de aprendizaje, el personaje tiene que pasar por varias pruebas: el carnaval de la calle, un interregno de placer musical y erótico en el Ospedale y desembocar en la tierra de los muertos para presenciar un diálogo filosófico sobre el arte, la cultura y la posteridad.

Aunque no hay que desechar otras fuentes literaria para este capítulo, desde la Divina comedia, pasando por los diálogos filosóficos del Renacimiento y Los sueños de Quevedo, hasta el Adán Buenosayres de Marechal, es inevitable recordar la comedia Las Ranas de Aristófanes, donde Dionisos desciende a los infiernos para buscar a un autor dramático que impida la decadencia de la tragedia y se produce la disputa entre Esquilo y Eurípides, dirimida a favor del primero. Carpentier conocía la pieza porque le había dedicado, cuando contaba apenas dieciocho años, el tercero de sus artículos periodísticos conocidos(22).

¿Qué muertos son “evocados” en este diálogo? Dos de las figuras paradigmáticas de la Modernidad: Richard Wagner, de quien ya Carpentier se había ocupado en su ensayo de 1949 e Igor Stravinski, el autor de la partitura más audaz y discutida de las primeras décadas del siglo XX, el ballet La consagración de la primavera -1913-, pero también el hombre que transita muy rápidamente de la cima de lo moderno a la posmodernidad, con su supuesto retorno al clasicismo a partir de 1920 y que fue el primero en hacer un escándalo de procedimientos hoy comunes como la apropiación, la imitación, el homenaje, la parodia, el pastiche, en obras que confundieron por igual a los conservadores y a los partidarios de la música de vanguardia, baste con recordar la ópera The Rake's Progress, estrenada, precisamente en Venecia, en 1951.

Alejo, con su pensamiento tan apegado a la vez al racionalismo y a la vanguardia, no comprende la filosofía esencialmente posmoderna que anima a este creador, y en Concierto barroco decide ajustarle cuentas, aprovechando que el compositor hubiera sido enterrado en el cementerio de la isla San Michele. De ahí ese diálogo entre Vivaldi y Handel ante su tumba:
“Buen músico – dijo Antonio-, pero muy anticuado, a veces, en sus propósitos. Se inspiraba en los temas de siempre: Apolo, Orfeo, Perséfona - ¿hasta cuándo?”-“Conozco su Oedipus Rex – dijo el sajón-: Algunos opinan que en el final de su primer acto -¡Gloria, gloria,gloria, Oedipus uxor!- suena a música mía.”-“Pero…¿cómo pudo tener la rara idea de escribir una cantata profana sobre un texto en latín? – dijo Antonio. – “También tocaron su Canticum Sacrum en San Marcos(23)- dijo Jorge Federico-: Ahí se oyen melismas de un estilo medieval que hemos dejado atrás hace muchísimo tiempo.”- “Es que esos maestros que llaman avanzados se preocupan tremendamente por saber lo que hicieron los músicos del pasado – y hasta tratan, a veces, de remozar sus estilos. En eso, nosotros somos más modernos. A mí me importa un carajo saber cómo eran las óperas, los conciertos, de hace cien años. Yo hago lo mío, según mi real saber y entender, y basta”(24).
En el diálogo, se encadena la crítica a Stravinski con la vuelta a la mirada sobre América, la alusión de Handel a una afirmación del ruso: el que Vivaldi había escrito en realidad seiscientas veces el mismo concierto, el Cura Rojo replica que aún así, él no había llegado a componer una polca de circo para elefantes, refiriéndose a la Circus polka que Stravinski creó en 1942 en Estados Unidos, por encargo del empresario Barnum. Sin embargo eso hace afirmar a Handel: “Ya saldrán elefantes en tu ópera sobre Montezuma”(25). Cuando el Indiano protesta de que en México no hay elefantes, el sajón se apoya en las tapicerías del Quirinal dedicadas a “los portentos de las Indias” donde estos paquidermos aparecen junto a panteras, pelícanos y papagayos. Una vez más se reitera el motivo de la “invención de América” que presidirá toda la representación.

Como el tiempo está detenido, o perfectamente invertido, cuando los trasnochados conversadores regresan a sus hospedajes, pasan por el palacio Vendramin-Calergi, justo para presenciar la traslación del cadáver de Wagner, allí fallecido el 13 de febrero de 1883. La sintética descripción del cortejo es un homenaje de Carpentier al ambiente finisecular, a la pintura y la prosa modernista: “varias figuras negras – caballeros de frac, mujeres veladas como plañideras antiguas- llevaban, hacia una góndola negra, un ataúd con fríos reflejos de bronce.”(26) . Aunque el escritor cubano admire al creador de Parsifal no puede evitar ironizar a su costa: el barquero que los conduce – una especie de Caronte en ese mundo subterráneo- es quien pronuncia una especie de “despedida de duelo” por el músico alemán: “Parece que escribía óperas extrañas, enormes, donde salían dragones, caballos volantes, gnomos y titanes, y hasta sirenas puestas a cantar en el fondo de un río. ¡Díganme ustedes! ¡Cantar debajo del agua! Nuestro Teatro de la Fenice no tiene tramoya ni máquinas suficientes para presentar semejantes cosas.”(27)

Por cierto, la alusión a La Fenice es posible porque supuestamente han pasado durante la noche del 1709 en que ocurre la acción al amanecer de 1883, pues ese teatro se inauguró en 1792, cuando ya los tres compositores de la novela llevaban décadas verdaderamente muertos. Se trata de un juego como el de hacer trasladar el féretro de Wagner en “la locomotora de Turner con su ojo de cíclope ya encendido”(28), evidente homenaje a un cuadro del pintor inglés Joseph Mallord William Turner, pintado en 1844, que llevaba por título el muy singular de Lluvia, vapor y velocidad: el camino de hierro de la Great Western. Como podrá suponerse la tal locomotora jamás pasó el Canal de la Mancha, pero como este paisajista, una de las figuras singulares del impresionismo inglés, había pintado en 1835 su óleo El Gran Canal de Venecia, no estaba de más incluirlo en el pastiche.

La puesta de la ópera Montezuma, está situada en el séptimo capítulo de la novela y ocurre entre dos sueños simbólicos del narrador. El primero de ellos significa un salto temporal – hacia delante y relativamente modesto, si se supone que va entre el 1709, año en que transcurre la acción hasta el Cementerio y el 1733 en que realmente se estrena la obra en el Teatro Sant Angelo – dejando de lado el intermezzo wagneriano. El segundo es un salto más audaz, pues el capítulo último ocurre ya en el siglo XX y podría ubicarse entre 1932 y 1934, en que el trompetista negro de New Orleáns Louis Arsmtrong (1901-1971) realiza una gira triunfal por Europa y tiene un éxito sin precedentes en París, donde se encontraba el propio Alejo en esos momentos, la hipótesis se puede apoyar además en un disco que la RCA Victor lanzó, precisamente en 1933, titulado Louis Armstrong Sings the Blues, donde están esas piezas tradicionales, de inspiración bíblica y protestante, a las que alude el escritor allí.

Este juego temporal es un modo de reforzar la importancia de la representación dentro de la representación, que debe producir un efecto catártico. La ópera, seguida casi al detalle durante un capítulo completo, es a la vez la exposición de un suceso trágico – la conquista de México-, la prolongación de la “invención de América” presente en la plástica europea y un pasaje del carnaval veneciano, signo de esa decadencia que alcanza a la cultura del Viejo Mundo, manifestada en ese juego de simulación, que es en último caso “carnavalización” bajtiniana.

El libretista Alvise Giusti había tomado como fuente la Historia de la conquista de México, población y progresos de la América septentrional, conocida con el nombre de Nueva España del escritor español Antonio de Solís y Rivadeneyra (1610- 1686), poeta gongorino, dramaturgo imitador de Calderón y Cronista Mayor de Indias. Para cumplir con ese cargo redactó su Historia… aparecida en 1684. Solís simplemente tomó la crónica, de por sí manipulada, de Francisco López de Gómara y la mezcló con las cartas de relación de Cortés, el testimonio de Bernal Díaz y su propia imaginación, pues lo que le interesaba no era la verdad del discurso, sino su elegancia. El libro es un ejercicio de estilo. Su labor es en gran medida escénica, lo que cuenta sobre todo es la gran tramoya barroca del lenguaje.

Giusti coloca esta imagen manipulada ante el espejo deformante de los cánones del libreto operático, para satisfacer al compositor. De este modo, Moctezuma es homologado con Julio César, con Mitrídates, con Jerjes, con Aquiles, con Príamo, personajes habituales de los escenarios líricos y por tanto debe sufrir el mismo entramado de conspiraciones, sacrificios, delaciones, hasta su destrucción o triunfo final. Lo llamativo, tanto en la crónica como en la ópera, es la dignificación del monarca azteca, no porque se acepte su problemática otredad ante los invasores, sino porque se ha acudido a un procedimiento que viene de la épica: la aceptación de la grandeza de los vencidos. Moctezuma, en último caso, se ha convertido en un héroe troyano.

De hecho son pocas las huellas que hemos podido rastrear de la Crónica en el libreto. La acción propiamente dicha del drama lírico deriva de los libros cuarto y quinto. El capítulo inicial del IV muestra a Moctezuma prisionero de los españoles y podría corresponder lejanamente con la escena inicial del primer acto, a lo que se asociaría el capítulo XV, donde alude a varios intentos de suicidio del soberano destronado y al dedicarle un panegírico, a propósito de su muerte, se refiere a las dos o tres hijas que casaron con españoles y a las “reinas que residían en el palacio real con igual dignidad”, una de las cuales, soberana de Tula, era la madre de Guatimozín, pero no hay rastros de la Mitrena de Giusti.

Aunque Moctezuma ya ha muerto en la crónica, el libretista le adjudica acciones posteriores a su deceso: en el capítulo XVI del Libro Cuarto está la batalla por la toma de la torre o “adoratorio” y la orden de Cortés de darle fuego, de lo que se deriva parte de la acción de la última sección del acto segundo y el inicio del tercero, aunque se adereza con una serie de fantasías como la prisión en la torre de Ramiro – hermano de Cortés en la ópera, nunca nombrado en el libro histórico- y se atribuye el incendio, desde luego, al general azteca Asprano, para reforzar su “barbarie”. El capítulo final del novelesco relato de Solís – el XXV del V Libro- se refiere a la batalla en la laguna, decisiva para la toma de la capital del imperio y la prisión de Guatimozín y sus familiares entre ellos a “la emperatriz” – sobre lo que forja el libretista italiano su final feliz con las bodas de Ramiro y Teutile y la reconciliación entre Fernando – que es Hernán Cortés- con Montezuma y Mitrena.

Alejo no conoció la música de esta ópera pero llegó a sus manos el programa del estreno, con su relación de “escenarios” y el libreto o al menos la relación de números, por lo que puede seguir la representación con cierta fidelidad aunque se tome, a su vez, libertades sobre la ya libérrima adaptación de Giusti. Ejemplo de ello es el intento de sacrificar a Teutile al que alude Carpentier, que viene a suplantar el que en el libreto se procura hacer con Ramiro. Ella, desde luego, tampoco aparece en la crónica, pues también es un personaje imaginario. ¿Por qué se empeña Alejo en un hipotético holocausto de la hija de Montezuma? Por una simetría clásica piensa en el mito griego de Ifigenia. Teutile e Ifigenia son candidatas a víctimas del pragmatismo de un padre fanático y en circunstancias de guerra semejantes, una es sustraída del cruento ritual por la intervención divina, la otra, porque el escritor cubano añade un enredo más a los muchísimos del libreto de Giusti: “Bueno: como ocurrencia de clásica inspiración puede pasar”-opina el indiano”(29).

La representación de la ópera permite al narrador acudir a una serie de procedimientos, destinados todos a lograr un objetivo superior: la “purificación” del Indiano a partir de los ecos que en él despierta la historia propia narrada por el Viejo Mundo. El primero de estos recursos es el de las afinidades o equivalencias a nivel de contexto, con esa capacidad asociativa que es uno de los rasgos más fácilmente reconocibles en su narrativa, puede, a través de los ojos de su personaje, mostrarle que el escenario que representa la ciudad de México y el palacio del Emperador es equivalente a una visión del puerto de Barcelona, mientras que el puente que comunica con la mansión regia es “harto parecido, tal vez, a ciertos puentes venecianos”(30) y la ficticia Emperatriz Mitrena tenía “un traje entre Semíramis y dama del Ticiano”(31). Europa sólo puede representarse a América a través de sustituciones, de metáforas más o menos afortunadas, pero raramente puede o quiere acertar con el recto sentido histórico.

Un detalle que no puede pasarse por alto es la recurrencia al paralelo entre Montezuma y Jerjes, que ha aparecido en el capítulo anterior cuando el Preste Antonio ante la historia del primero exclama: “ese personaje de emperador vencido, de soberano desdichado, que llora su miseria con desgarradores acentos…Pienso en Los Persas, pienso en Jerjes”(32), lo que motiva la indignación del sajón Handel, quien en 1738 va a producir precisamente un Jerjes que ha quedado como una de sus óperas más famosas. Este nexo se reitera en un momento del acto segundo de la ópera de Vivaldi, en el diálogo entre Cortés y la Emperatriz – que debe corresponder a la escena cuarta que comienza con el recitativo “Fernando il gran momento” – allí “se entrega la mexicana a un patético lamento donde un acento evocador de la Reina Atossa de Esquilo se mezcla (en ese comienzo que escuchamos ahora) a un cierto derrotismo malinchero”(33) . Y, ya cerca del fin de la ópera, en la escena décima del tercer acto – donde están el recitativo y aria “Stelle vinceste, Dov’e la figlia” que Carpentier traduce y transcribe parcialmente en su texto- viene a decirnos que el intérprete del Emperador “acudiendo a las últimas energías de una voz seriamente fatigada por la desbordada inspiración de Antonio Vivaldi, larga en heroico y sombrío esfuerzo, un lamento en todo digno del caído monarca de Los persas.”(34)

¿Por qué tanta obsesión con la tragedia de Esquilo? En primer término porque funciona como una de esas equivalencias que facilitan la visión europea de lo americano, pero en segundo lugar, esto viene a asociarse con el contacto al que nos hemos referido al hablar de la huella de Las ranas de Aristófanes en esta novela: Alejo, como Dionisos en los infiernos, elige a Esquilo en detrimento de Eurípides, porque ve en el primero la grandiosidad, la fe en el arte, incontaminadas por el escepticismo y la sofística de las épocas de decadencia. Si en Tristán e Isolda en Tierra Firme se cuestiona: “Las Antígonas peinadas al gusto del día, los Edipos sin cadáveres de apestados, las guerras de Troya demasiado inteligentes”(35) en franca alusión a la Antígona de Jean Anouilh, el Oedipus rex de Cocteau y Stravinski y La guerra de Troya no tendrá lugar, comedia de Jean Giraudoux, en Esquilo y especialmente en Los Persas, encuentra esa renovada fe en el arte, que puede retratar con grandiosidad los sucesos contemporáneos y elevarlos a la altura del mito – de ahí su inequívoca atracción por el parlamento inicial de Atossa y por la escena final en que Jerjes sale con los vestidos desgarrados y todavía el arco en la mano para entonar con el coro el lamento por su derrota.

En último caso, la desigual y carnavalesca ópera de Vivaldi importa menos que la recepción que de ella hace el Indiano, capaz de lanzar “bravos” y gritar “Así fue” ante la naumaquia de la laguna de Texcoco y por el contrario, de indignarse ante el final feliz con sus gritos de “Falso, falso”. De ahí que su diálogo con el músico al final del capítulo sea imposible, el Cura Rojo no ha cambiado, simplemente ha producido una pieza más para el carnaval, para lo ilusorio: “No me joda con la Historia en materia de teatro. Lo que cuenta aquí es la ilusión poética” que complementa con la burla a los desatinados anacronismos de la tragedia Zaira de Voltaire y a esa América donde “todo es fábula” con sus Eldorados y Potosíes. La indignada réplica del Indiano es todo un juicio contra los autores de esas fábulas. Al remitirlo al Orlando furioso de Ariosto, lo está haciendo al pensamiento del Viejo Continente que quiso situar en las tierras recién descubiertas el asiento de muchos mitos del pasado y utopías futuras, a la relación entre la imaginación desatada en el poema del italiano y lo que los europeos atribuyen al Mundo Nuevo, pero que en realidad llevan con ellos.

Tras la representación, el Indiano cae en un sueño todavía más prolongado y profundo, del que despierta como Orlando – no el de Ariosto sino el de Virginia Wolf- si no cambiado de sexo, sí de siglo. Y se levanta para una especie de Apocalipsis, como anuncia la propia cita que abre el capítulo final, tomada de la primera carta de San Pablo a los Corintios, “Y sonará la trompeta…” de un versículo que sigue así: “y los muertos serán resucitados incorruptibles, y nosotros seremos transformados”(37) .

La referencia no tiene un sentido religioso, sino alude a dos transformaciones que corren simétricas: una, la interior que se produce en el Indiano, al que la representación de ópera ha demostrado su alteridad respecto a la vieja Europa y lo ha incitado a retornar, transformado, a su tierra: “Y me di cuenta, de pronto, que estaba en el bando de los americanos, blandiendo los mismos arcos y deseando la ruina de aquellos que me dieron sangre y apellido”(38); otra, apenas enunciada, que es la revolución social, encarnada en Filomeno, devenido trompetista, que con su toque preludia un Juicio Final o como dice él “Juicios de Gran Instancia” que son el ajuste de cuentas a las desigualdades sociales. Los personajes ahora marchan en dos tiempos diversos: el Indiano regresa a casa, habiendo redescubierto su “pasado” mientras que el servidor negro devenido músico se queda temporalmente en Europa, en espera de la revolución futura.

En realidad, Alejo nos regala en este capítulo otra representación: el homenaje a sí mismo. Ha hecho un nuevo arco en el tiempo y se vuelve a encontrar hacia 1939, cuando emprende un regreso a América que va a transformar su vida y obra. Pero él está en ambos personajes: en parte es el Indiano que mira su historia y realidad maravillado, después de desengañarse de ciertas fórmulas del Viejo Mundo y también el Filomeno que se queda en Venecia para escuchar la trompeta de Armstrong y luego irse a París, como alter ego del escritor, quien conoce y disfruta la cultura del otro lado del Océano como pocos y sabe conciliar erudición, belleza y justicia social.

De hecho, las reflexiones finales de Filomeno son algo así como la prolongación de aquellas que en El reino de este mundo dan sentido final a la trayectoria de Ti Noel y a toda la novela. El gran trompetazo a la Modernidad, el desplome de la Europa mecanicista y racionalista, no llevan a Carpentier a un cerrado pesimismo, comprueba el fin de la historia, o mejor dicho, de cierta historia y la apertura a infinitas posibilidades en las que el arte participa. Su representación, más o menos posmoderna del Carnaval, tiene su punto final con una nueva profesión de fe en la obra humana:
[…]la Tierra esta, bastante jodida a ratos, no era ni tan mierda ni tan indigna de agradecimiento como decían algunos – que era, dijérase lo que se dijera, la Casa más habitable del Sistema- y que el Hombre que conocíamos, muy maldito y fregado en su género, sin más gentes con quienes medirse en su ruleta de mecánicas solares (acaso Elegido por ello, nada demostraba lo contrario) no tenía mejor tarea que entenderse con sus asuntos personales. Que buscara la solución de sus problemas en los Hierros de Ogún o en los caminos de Eleguá, en el Arca de la Alianza o en la Expulsión de los Mercaderes, en el gran bazar platónico de las Ideas y artículos de consumo o en la apuesta famosa de Pascal & Co. Aseguradores, en la Palabra o en la Tea – eso era cosa suya. Filomeno, por lo pronto, se las entendía con la música terrenal – que a él, la música de las esferas, lo tenía sin cuidado(39).
La novela concluye con una estruendosa coda en la que se mezclan: la trompeta de Armstrong tocando sus blues apoyada por un jazzband, que se confunde con el motete del Espejo de paciencia, el “Aleluya” del oratorio Mesías de Handel, referencias musicales bíblicas(40) y la propia trompeta de Filomeno. No es posible desechar la idea de que en la imagen final de este haya un inconsciente homenaje intertextual al final de la ópera Johnny dirige la danza de Krenek, en el que el músico negro toca su violín sobre el reloj de la estación de trenes, que se convierte en globo luminoso y desde allí conduce a todos en el baile.

Podríamos concluir aquí, con esta apoteosis, pero no es posible sustraerse a lo sucedido después de la aparición de Concierto barroco. La “moda Vivaldi” acabó de imponerse en el mercado del disco y la escena. A comienzos de los años noventa del pasado siglo, el “experto en Vivaldi” Jean Claude Malgoire preparó una puesta del Montezuma, pronto se descubrió que en realidad era un zurcido de pasajes musicales del compositor, adaptados como se pudo al libreto original. La obra apócrifa fue rechazada y se dio por perdida definitivamente la partitura.

Sin embargo “lo real maravilloso” comenzó a funcionar lejos de América: en el año 2002, nada menos que en Kiev, capital de Ucrania, el musicólogo Sthephen Voss encontró una partitura manuscrita del Montezuma, que había sido sustraída por las tropas soviéticas de la Sociedad Coral de Berlín, tras su entrada en esa ciudad al fin de la Segunda Guerra Mundial. La obra tenía ciertas lagunas y el experto en música barroca Alan Curtis se encargó de su reconstrucción con la ayuda de otro especialista, Alessandro Ciccolini. El 11 de junio de 2005 en el Concert Hall De Doelen en Rotterdam se llevó a cabo una versión en concierto de la ópera, dirigida por Federico Maria Sardelli y la primera representación escénica tuvo lugar el 21 de septiembre del mismo año en Düsseldorf, dirigida por el mismo Sardelli.

Mas allí no concluían las peripecias: el músico mexicano Samuel Maínez, quien conoció de estas puestas, quedó escandalizado, como el Indiano, con las mixtificaciones del libreto, e indignado con Solís tanto como con Giusti, decidió rescribir la ópera desde una visión más exacta de la historia con la colaboración de dos compatriotas :Antonio López Austin y Miguel León Portilla, sustituyó la lengua italiana por el náhuatl, y añadió a la orquestación original instrumentos prehispánicos. Le sirvió de musa en tal empresa la joven violinista tlalpeña Audrey Toxcatl de Schmilker, descendiente del rey Moctezuma. Se puso un fragmento en concierto en la Sala Nezahualcoyotl en México en 2007 y para el año en que vivimos se proyectaba una puesta nada menos que en el teatro La Fenice de Venecia que quién sabe si tendrá lugar.

Todo esto hubiera proporcionado nuevo material novelesco a Carpentier, después de todo, esa colección de historias no es más truculenta que aquel Parsifal que él asegura que presenció hacia el año 1921, casi solo en el teatro, como un nuevo Luis de Baviera y cuya realidad sólo puede probarse, paradójicamente, desde su delirante fantasía.

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1.Véase la recreación de aquellas temporadas de ópera fomentadas en La Habana por el empresario italiano Adolfo Bracale en El recurso del método, Habana, Editorial de Arte y Literatura, 1974, Capítulo Cuarto, 13, pp.215-232.

2.Alejo Carpentier: “La Bohème”. La Discusión, Habana, 15 de mayo de 1923, p.3.

3.AC: “La monotonía de los repertorios”. La Discusión, 31 de mayo de 1923, p.3.

4.AC: “Las tendencias actuales del teatro lírico”. El Heraldo, Habana, 19 y 28 de octubre de 1924, p.7.

5.AC: “La conjura de Parsifal” En: Revista de la Biblioteca Nacional José Martí, Habana, enero-abril, 1975, pp.25-30.

6.AC: “Johnny dirige la danza”. Carteles, Habana, 12 de agosto de 1928, pp.14, 56-57.

7.AC: “Tristán e Isolda en tierra firme”. Cultura Universitaria, Caracas, mayo-junio de 1949, pp.23-61.

8.AC: “Tristán e Isolda en tierra firme”. Citado por: Leonardo Acosta: Alejo en Tierra Firme. Intertextualidad y encuentros fortuitos.Habana, Centro de Investigación y Desarrollo de la Cultura Cubana Juan Marinello, 2004, Anexos, p. 292.

9.AC: Los pasos perdidos. Habana, Editorial Arte y Literatura, 1976, Capítulo Segundo, V, p.72.

10.AC : El recurso del método. Capítulo Segundo, 2, pp.46-50. Las reacciones del Dictador ante el extraño drama lírico de Debussy reproducen la actitud del público de la Ópera Cómica de París, cuando esta partitura se estrenó en 1902. La función de la novela tiene lugar en el Metropolitan Opera House , con la participación de Mary Garden, que fue la gran difusora de la obra en Estados Unidos. Alejo dedicó a esta ópera el artículo “1902- Peleas y Melisenda-1952”, El Nacional, Caracas, 18 de mayo de 1952.

11.AC: Concierto barroco. México, Siglo XXI Editores, 1974, p. 9. Todas las citas de la novela se hacen por esta edición.

12.Ibid, p.16.

13.Ibid, p.19.

14.Ibid, p.11.

15.Ibid, p.24.

16.Ibid, p.33.

17.Ibid, p.34.

18.Ibid, p.35.

19.Ibid, p.36.

20.Alejo se vale del tradicional “Canto para matar culebras” que fue transcrito y arreglado por Ramón Guirao. Posiblemente lo consultó en: José Lezama Lima: Antología de la poesía cubana. Habana, Editora del Consejo Nacional de Cultura, 1965, tomo III, pp.177-179. El estribillo según Guirao es: “¡Calabasó-só-só!”.

21.AC: Concierto barroco, p.47.

22.AC: “Las ranas, de Aristófanes”. En: La Discusión, La Habana, 3 de diciembre de 1922, p.2.

23.El Canticum Sacrum fue estrenado en la Basílica de San Marcos en Venecia en 1955. Allí Stravinski mezcló elementos de la técnica dodecafónica con otros provenientes del canto medieval y su propio estilo.

24.AC: Concierto barroco, p.53.

25.Ibid, p.54.

26.Ibid, p.56.

27.Ibidem.

28.Ibidem.

29.Ibid, p.66.

30.Ibid, p.60.

31.Ibid, p.61.

32.Ibid, p.50.

33.Ibid, p.64.

34.Ibid, p.67.

35.AC: “Tristán e Isolda en tierra firme”. En: Leonardo Acosta: Alejo en Tierra Firme, p.291.

36.AC: Concierto barroco, p.69.

37.I Cor 15,52.

38.AC: Concierto barroco, p.76.

39.AC: Concierto barroco, pp. 81-82.

40.Especialmente del libro de Daniel ( Dn 3,10).

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