Conténtase La Habana defendida por el Padre Gaztelu. Ligero palpable, la luz lo amiga. Atraviesa un puente romano revisando el memorial de la Edificación. Aparta las cortinas de la librería buscando diseños de cálices, monstruos y ángeles tridentinos. Allí le da la hora a un cantante para que se integre en un coro de Palestrina. Sobre la celesta de un amigo compositor, su mano desenrolla la pura notación gregoriana. Convoca a sus amigos para la alegría de una conmemoración, los sienta en torno de una emblemática mesita medieval, donde el fuego de los iluministas abismó las horas regladas del Duque de Berry.[...] Sospecho que en la verídica historia del ceremonial y la ciudad, no hay nadie entre nosotros, que como este ilustre juramentado secular, realice durante la curva del día, tantas cosas esenciales.
Así escribía en 1955 José Lezama Lima en el prólogo a Gradual de laúdes, el único volumen poético que saldría de las manos del presbítero Ángel Gaztelu Gorriti (Puente la Reina, Navarra, 1914- Miami, 2003). Eran a la vez las palabras de un admirador, un amigo y también la hiperbólica fabulación de una existencia fecunda, todavía mal conocida y peor evaluada entre nosotros.
Ignoraba el robusto adolescente que desembarcó un día de 1927 en el puerto capitalino que no sólo serían imborrables en su vida la impresión del atardecer del trópico y los estudios sacerdotales que cursaría en el añejo Seminario de San Carlos y San Ambrosio, sino también el encuentro con un joven excepcional que iba a variar sus rumbos: José Lezama Lima. Si en aquel colegio iba a ganar justa fama como latinista, también recibiría las primeras reprensiones y rechazos por su persistente voluntad de leer poesía, la más atrevida, desde Juan Ramón Jiménez y Federico García Lorca, hasta la que se publicaba en esa extraña revista en la que se implicó al filo de 1937: Verbum, en la que, aún sin recibir los órdenes sagrados, escribe su primer ensayo notable, exégesis por demás de la primera eclosión poética de Lezama: “Muerte de Narciso, rauda cetrería de metáforas”, mientras que el inefable Juan Ramón recogía once textos suyos para su peculiar antología La poesía cubana en 1936.
En sus labores como párroco pudo hacer brillar esa “romanidad cubanizada” que le elogió Cintio Vitier. Gaztelu fue un pionero del arte moderno aplicado a la liturgia. Al reedificar el templo de Bauta, encargó a Lozano que diseñara el presbiterio. Los murales fueron pintados por Portocarrero y Mariano, quien también dejó dos vitrales: uno dedicado a la Virgen de Fátima y otro a San José. Bauta se convertiría en la parroquia del Grupo Orígenes: allí se reunirían sus miembros en banquetes memorables, allí Gaztelu presidió las bodas de Eliseo Diego con Bella García Marruz en julio de 1948, también allí se leyó por primera vez el “Primer discurso” de En la calzada de Jesús del Monte. En “Días de ceremonial”, Lezama dejó una página excepcional sobre estos encuentros.
En 1956 emprende otra obra de edificación, aún más ambiciosa, la construcción del templo para la iglesia sufragánea de Nuestra Señora de la Caridad de Playa Baracoa. Los planos fueron realizados por Eugenio Batista, uno de los arquitectos más relevantes de la tendencia “neocolonial”. Esta vez fueron Lozano y Portocarrero los artistas encargados de la decoración: el primero esculpió el gran Cristo de piedra para ser suspendido en el presbiterio; el segundo pintó las catorce estaciones del “Vía crucis”, concebidas originalmente para ser realizadas en cerámica, y un mural dedicado a la Patrona del templo. El resultado fue el más notable ejemplo de integración de arquitectura y plástica autóctona en el arte religioso cubano del siglo XX.
El 25 de marzo de 1957 fue nombrado párroco de la Iglesia del Espíritu Santo de La Habana y ya al año siguiente emprendió el sacerdote labores de restauración en ella: hizo eliminar el revoque de yeso, para dejar el edificio en la piedra viva, gracias a lo cual apareció en toda su belleza la cúpula del presbiterio, modificó el altar mayor para armonizarlo con la arquitectura del aquél, sustituyó el moderno barandal de mármol que éste poseía por una reja de hierro al modo colonial y ubicó lucetas de colores en las ventanas, tal y como aparecían en las construcciones de antaño. El antiguo baptisterio, donde recibieron las aguas lustrales figuras patricias de la cultura cubana como el poeta Manuel de Zequeira, el estadista Francisco de Arango y Parreño, el polígrafo Antonio Bachiller y Morales, el pedagogo José de la Luz y Caballero y el compositor Nicolás Ruiz Espadero, fue restaurado con la colaboración del escultor Lozano quien creó para este sitio un bajorrelieve en bronce: “El bautismo de Cristo”.
Unos años después, el 4 de junio de 1961, pudo Gaztelu inaugurar uno de los monumentos que más satisfacción le produjeron en su existencia: el sepulcro del Obispo Jerónimo Valdés, cuyos restos habían sido encontrados incidentalmente al hundirse una porción del pavimento del templo en 1936 y que desde entonces eran mostrados a la curiosidad pública protegidos por un simple cristal, lo que aceleró su deterioro. Lozano diseñó un austero sepulcro de piedra de capellanía, con una escultura yacente en la tapa, del mismo material, que representa al prelado. En la obra se mezclan elementos de la tradición escultórica medieval y rasgos modernos, el resultado es uno de los monumentos funerarios más notables creados totalmente en Cuba en el siglo XX.
Quedó tiempo al infatigable navarro para colaborar en Espuela de Plata, Nadie Parecía – la única revista cubana por entonces en auspiciar la nueva estética con una explícita orientación católica, que se definía a sí misma como “Cuaderno de lo bello con Dios” – y Orígenes. Amigo además de muchos de los plásticos más notables de su tiempo, se forjó una de las colecciones de arte cubano más apreciables, sólo comparable con la del sacerdote paúl Hilario Chaurrondo en el Convento de la Merced. Gracias a él se conservó una obra tan singular como el “Entierro de Cristo” de Arístides Fernández. Hoy su pinacoteca es patrimonio de la iglesia cubana.
Su obra poética quedó reunida en un solo volumen: Gradual de laúdes, publicado por Ediciones Orígenes en 1955 y reeditado por Unión en 1997. Casi medio siglo después, al repasar el volumen de versos, su factura nos parece desigual, sus décimas, no exentas de gracia, se pierden a veces en una especie de colección de volutas clasicistas sin llegar a esa magia y fluencia que destaca en los mejores cultivadores del género. Sin embargo, cuando su voz se afina en el ámbito de los viejos cancioneros hispánicos y se despoja de algunas obsesiones verbales, gana un perdurable misterio:
Miraba la noche el alma
y era tan fina su pena,
que deshojaba la calma
remota de la azucena.
Nunca, noche, comprendí
como anoche tus querellas,
cuando en tu raudal bebí
efusión de tus estrellas.
Y ese verbo se hace todavía más entrañable cuando recordamos que esas estrofas fueron convertidas por Gisela Hernández en uno de sus más hermosos lieds. Más allá de esas influencias, que van desde Gutierre de Cetina hasta Santa Teresa y San Juan de la Cruz, el poeta vive la plenitud de una experiencia amorosa traducida a lo divino y esta desprende una música inolvidable:
Ojos que me habéis mirado
tan profundamente el alma,
que toda la habéis ganado
para vuestra noche y calma.
Lumbres que me habéis herido
con ímpetu tan certero,
que morir a lo vivido
es vivir por lo que muero.
Mas, es en los “Poemas sacros” escritos con la gravedad del verso libre, donde el poeta rinde sus mejores dones. El solitario que contempla el océano en “Nocturno marino”, es el mismo que continuamente indaga sobre la inmanencia de Dios en el corazón humano. Al despojarse de moldes y acarreos verbales ajenos, encuentra un lenguaje más auténticamente cercano a sus preocupaciones teológicas, el verso largo se le hace elegíaco, cósmico, en una experiencia muy cercana a sus contemporáneos Florit y Ballagas. La voz melancólica no sólo es la de un hombre sobrecogido por su pascaliana pequeñez frente a la inmensidad de lo creado, sino la de un teólogo que ha comprendido que la llamada de la divinidad a través del orden natural, queda empañada por el pecado humano:
Por eso el alma pena mirando a las estrellas y al mar
confía sus voces;
su voces que en rumor de la paloma aprenden
la espuma del nombre.
Del nombre en quien todo renace y vive eternamente
florido y joven.
En esta noche he vuelto a encontrar un nuevo gozo
de indecible calma.
Frente al mar sereno, se siente al Dios, que
nos perdona y ama.
De su “Oración y meditación de la noche” ha dicho Cintio Vitier que “por primera vez se escribe en Cuba [...] un poema religioso absoluto, sin impostación ni literatura”. Más allá de lo hiperbólico de la frase, tanto por considerarlo como “exento de literatura” – como si eso fuera posible en cualquier texto poético- como por ignorar el trayecto no demasiado largo, pero sí abundoso, de la poesía religiosa en Cuba desde los grandes momentos de Heredia y La Avellaneda, pasando por la “Plegaria a Dios” de Plácido, hasta los sonetos postreros de Ballagas y la “Transfiguración de Jesús en el Monte” de Fina García Marruz, estas palabras trasuntan un fervor muy comprensible: Gaztelu ha logrado no sólo un poema de altura insospechada dentro del reducido corpus de su obra, sino que éste renueva vigorosamente el lenguaje de la poesía religiosa en la Cuba cuando se inicia la segunda mitad del siglo XX, despojándola de sus peores cargas retóricas y colocándose a un nivel muy alto en el mundo hispánico, cercano a los mejores textos que por esos años producen un Luis Rosales o un José María Valverde.
El poeta, glosa al anónimo autor del Salmo 68: “Sálvame Dios mío porque han penetrado tus aguas hasta mi alma”:
Siento ahora golpes de agua en mi frente
que aceleran mi sangre con ímpetu claro de gracia.
Es profunda la noche, como un pozo, como el pozo
que soñara
de la eterna Palabra el diálogo del agua viva,
donde ha de hundir el alma para el fruto la pasión
de sus raíces.
En la noche rural, el poeta encuentra un marco propicio para examinar el orden universal y su relación con la interioridad humana, como Platón, Dante, San Agustín, constata que es el amor el motor primordial del orbe. Enciéndese entonces en el ansia de una experiencia mística, quiere contemplar lo invisible, decir lo inefable, participar y gozar de lo perfecto, sentarse con los convidados del Cordero. El lenguaje, que inicialmente tiene la reflexiva contención horaciana que viene de la mano de Fray Luis, ahora se llena de esas exclamaciones cuyo linaje está en el Cántico espiritual:
¡Oh noche, oh cena dulcísima, oh visión encendida
en la luz de tu rostro.
¡Oh manjar, que te come el hombre y se encumbre
más que el ángel
cuando todo el cielo emigra, derramándose en su pecho,
enciende la sangre y hace del alma, tálamo de Dios,
selectísimo.
En la poesía cubana hay textos más fuertes o más perfectos que este, pero pocos han volado espiritualmente más alto. La voz del poeta, libre por un momento de ataduras retóricas, reclama nada menos que la eternidad, no la de la letra impresa, sino la del Libro mayor de que habla el Apocalipsis:
Y mi nombre, Señor, escríbelo con el fuego de tu sangre,
de tu sangre imborrable, más rica que la plata y el oro,
en el libro de la Vida.
Es todo lo que quiero pedirte, Amor, esta noche a la paz
de tus estrellas.
En esta atmósfera ideal permaneció el poeta hasta 1984: desde su parroquia, en el mismo corazón de La Habana Vieja, escuchó y consoló a sus fieles, alentó a jóvenes artistas desconocidos, celebró cada año, desde 1976, la misa en memoria de José Lezama Lima. Razones familiares le impelieron a salir de la Isla, a la que retornó más de una vez, porque en esa Habana, donde descubrió a la vez la teología y la poesía y cuyo perfil contribuyó a edificar para la historia, se hundieron con más profundidad sus raíces que en el remoto pueblo de Puente la Reina en Navarra, donde viera la luz en el ya lejano año del Señor de 1914.
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Ilustración:
Jorge Arche
Retrato del Monseñor Angel Gaztelu
(Portrait of Monsignor Angel Gaztelu), 1937,
oil on canvas
34 x 28 1/2 inches
website Cernuda Arte
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