Sunday, June 28, 2009

¿Cómo proclama la Iglesia beato o santo a un bautizado?

ROMA, domingo, 28 junio 2009 (ZENIT.org).- ¿Cómo proclama la Iglesia beato o santo a un bautizado?. El cardenal José Saraiva Martins, prefecto emérito de la Congregación para las Causas de los Santos, responde a este pregunta que muchos creyentes y no creyentes se hacen.

En la segunda parte de esta entrevista concedida a ZENIT (Cf. La Congregación para los Santos cumple 40 años (I), 26 de junio), el purpurado presenta los requisitos, así como el procedimiento para las causas de beatificación y canonización.

La conversación tuvo lugar con motivo del 40 aniversario de este dicasterio vaticano, fundado por el Papa Pablo VI, que antes dependía de la Sagrada Congregación para los Ritos.

De la muerte a la canonización

Para iniciar todo proceso de canonización, se debe tener en cuenta un primer elemento fundamental: la fama de santidad.

Este requisito es “la convicción de los miembros de esa comunidad local de que esta persona era santa”, asegura el cardenal.

“La comunidad es la que decide; ¡los laicos dan el primer paso! –explica-. El obispo no hace más que verificar si esta fama de santidad de la que hablan los laicos tiene un fundamento verdadero”.

Nadie suele pensar que una canonización es la conclusión de un proceso que han iniciado los laicos”, dice el purpurado.

Así se inicia la fase diocesana en la que se examina su vida y se busca reunir documentos, escritos, favores recibidos y testigos que demuestren que el siervo de Dios (así se le comienza a llamar cuando se inicia esta fase) vivió en grado heroico las v irtudes cristianas y su fama de santidad.

Una vez aprobada esta fase, empieza la llamada fase romana. En ella, se estudian los testimonios y la documentación que tienen que ver con la vida, las virtudes y el martirio (en caso de que haya sido asesinado a causa de su fe) del siervo de Dios.

Generalmente, esta fase dura varios años y participan en ella una comisión de teólogos que posteriormente entrega la documentación, para una posterior revisión, a un grupo de cardenales y obispos, miembros de la congregación.

Si su voto es favorable, ellos hacen llegar al Papa la propuesta para que se aprueben las virtudes heroicas del siervo de Dios, que pasaría a ser reconocido como venerable.

Finalizado este proceso, comienza la investigación de un milagro, que generalmente consiste en la curación de una enfermedad.

Ésta debe ser de manera total, permanente y sin que exista ninguna explicación científica.

Para la canonización, basta con que se compruebe un segundo milagro, así como que se celebre un consistorio que ratifique la opinión de los cardenales y los obispos, con la aprobación del Papa, quien establece la fecha.

Un proceso que puede detenerse

Según el cardenal, los consultores y miembros de la congregación pueden archivar un proceso de canonización “si no hay verdaderas virtudes, si no aparece claro que se trata de una virtud heroica”.

Otra causa que puede detener el proceso es que la supuesta intercesión del santo no sea milagrosa porque la curación es explicable científicamente.

Una comisión de médicos, entre ellos creyentes y agnósticos, examinan el caso y afirman si es o no un milagro.

“La fe no tiene nada que ver, en este caso a la Iglesia sólo le interesa la verdad”, explica.

Se debe comprobar si la persona curada oró verdadera y exclusivamente a la persona que postula a los altares.

Por ello, debe aparecer un nexo efecto-causa entre el curado y el futuro santo: “Si no aparece este nexo causal, se detiene el proceso”, indica.

La causa podría retomarse con “ulteriores documentos” que prueben la heroicidad de las virtudes.

Niños en los altares

El cardenal Saraiva Martins explica a ZENIT que, entre los logros más significativos de estos 40 años de trabajo destaca la reforma realizada por Juan Pablo II en 1983, publicada en la carta apostólica Divinus perfectionis magister.

Entre los frutos de esta carta apostólica, se encuentra la posibilidad de beatificación de los niños no mártires.

“Ellos no podían s er beatificados porque, hasta ese momento, eran considerados incapaces de practicar las virtudes en grado heroico a causa de su desarrollo”, cuenta el purpurado.

Juan Pablo II nombró una comisión para estudiar el caso de los niños con fama de santidad, que concluyó que ellos también pueden practicar las virtudes en grado heroico, “no en el modo en que deberían hacerlo los adultos, sino en el modo apropiado al estado de los niños”.

“A la luz de este resultado, el Papa cambió la praxis”, añade.

Gracias a ello, en el año 2000, los pastorcitos de Fátima Francisco y Jacinta Marto fueron beatificados en su pueblo natal, convirtiéndose en los primeros beatos no mártires de la historia de la Iglesia.

“A pesar de que estaba prohibido beatificar a niños, habían llegado a Roma muchísimas cartas de t odo el mundo pidiendo la beatificación de los pastorcitos”, recuerda.

“Esto es muy interesante; ha hecho reflexionar a Roma y a la Santa Sede”, señala el prefecto emérito.

Mayor impulso a las Iglesias locales

El cardenal cuenta que una de las reformas que él impulsó en este dicasterio se refiere a la celebración de la ceremonia de beatificación en la propia diócesis en la que vivió el beato.

“El Concilio Vaticano II subraya la importancia de la Iglesia local –indica-. Entonces me pregunté: ¿Por qué no beatificar en la propia diócesis? Es un modo de aplicar el Concilio”.

Según el prefecto emérito, esta medida, “desde el punto de vista pastoral, ha sido muy oportuna”.

“Una beatificación hecha en el lugar, es, por sí misma, una invitación mu y fuerte del nuevo beato a sus conciudadanos –concluye-. Es como decir “yo soy vuestro”; a veces, algunos le conocían”.

Beatificación y canonización son hechos dogmáticos en los que está implicada la infalibilidad del Papa.

A ninguna persona que haya obtenido alguno de estos títulos le puede ser retirado.

Por ello, después de un arduo estudio, el milagro es la mejor prueba de la santidad y la intercesión divina de los santos.

Según el cardenal, el “deseo de tener una certeza absoluta" es un "sello que Dios pone para decir que alguien es santo”.

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