Wednesday, June 24, 2009

El hueco (by Raúl Ortega Alfonso)

Nota mia: Agradezco a Raúl Ortega Alfonso, su colaboración con el blog Gaspar, El Lugareño, con un cuento inedito.

Raúl Ortega Alfonso, La Habana, Cuba, 1960. Poeta y narrador. Publicación del poemario Las mujeres fabrican a los locos, Editorial Abril, La Habana, Cuba, 1992. Colaborador de la sección “Noterótica” de la edición Mexicana de Playboy, 1996, México, D. F. Columnista del suplemento cultural Sábado, del periódico UnomásUno, México, D. F., 1997-1998. Publicación del poemario Acta común de nacimiento, Editorial Praxis, México, D. F., 1998. Publicación del poemario Con mi voz de mujer, Editorial Arlequín, Fonca, Guadalajara, México, 1998. Segunda edición del poemario Las mujeres fabrican a los locos, Editorial Praxis, México, D. F., 2003. Publicación del poemario La memoria de queso, Editorial La Torre de Papel, Miami, Florida, 2006. Publicación del libro-objeto de poemas y grabados Desde una isla, en colaboración con el pintor Carlos Alberto García, 1997, México, D. F. Actualmente radica entre la ciudad de México y Miami.

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El Hueco
Del libro inédito de cuentos La mujer se mueve y es redonda



por Raúl Ortega Alfonso

Hace seis meses era tan pobre que no me tenía ni a mí mismo. Lo que más duele de la pobreza es que nadie se fija en ti. Sí, claro, cualquiera vierte el cubo de limosna o de lástima sobre tu indigencia; yo me refiero a que nadie te mira con deseos, con pasión… Finalmente, con el paso del tiempo, los pobres van perdiendo la visión de tanto mirar y mirar con esas ganas de tener lo inalcanzable. Hay que ser sinceros y dejar el romanticismo: cuando uno tiene el bolsillo vacío, la belleza te utiliza como alfombra para bajar de la limusina. A mí nunca me dolió pasar hambre o frío o tener que dormir a la intemperie; la verdadera punzada aparecía cuando una mujer y su camión de adjetivos, escupía su indiferencia sobre mi poca cosa. Así, sin anestesia, la belleza pasaba y de un solo golpe me abría de arriba abajo, como si fuera el puerco que soy. A veces, mientras ella se alejaba con su meneo de tortura china, podía ver, desde el otro pedazo que quedó de mi cuerpo, la mitad de mi corazón oxidado. Además, nadie cree que los pobres tienen corazón. Dicen que los que tienen corazón son los ricos cuando se apiadan del pobre y le introducen una moneda en su miserable ranura. Bueno, basta de lamentarse. El caso es que ahora yo soy millonario.

La verdad es que nunca he creído en la suerte. Los pobres la convocan, pero sé que no existe. La suerte debe ser una especie de gordo encerrado entre las cuatro paredes de su confort, comiéndose un buen trozo de carne, tomándose un buen vino y avivando el fuego de la chimenea con los pedos que va dejando escapar. Lo mío, no; estoy seguro que lo mío fue casualidad y esa angustia que provoca el hambre cuando uno se levanta y desconoce con qué ha de calmar la jauría que tiene en el estómago. Aún recuerdo esa mañana cuando corría detrás de una rata que, finalmente, se metió en su agujero. ¡Adiós mi desayuno!, me dije. Y sin pensarlo, de pura rabia, arranqué de un tirón el hueco donde vivía el pobre animal y me lo eché dentro del hueco del bolsillo de lo que alguna vez fue un pantalón. A los pocos minutos, sentí que el hueco comenzaba a moverse y lo saqué y por instinto lo puse sobre la vidriera de una tienda y mi mano traspasó sin dificultad el cristal que me separaba de mi necesitado desayuno.

Son tantas que, a estas alturas, desconozco todas las utilidades de mi hueco. Tuve que abrir un pequeño despacho, después una oficina y actualmente soy propietario de varios edificios, diseminados por las grandes ciudades del mundo. Claro, empecé desde abajo. Primero, lo alquilaba para que algún desgraciado pudiera burlar el cerco que la policía tendió alrededor del banco que robaba; otras veces, venía un retrasado mental, como yo, y me lo alquilaba para mirar por el hueco a la vecina que se bañaba en el departamento de al lado, o para que un asesino escondiera su cadáver o para que un borracho se acurrucara en algún rincón de la noche… Fíjense qué cosa más extraña: al contrario de muchos, el dinero fue ennobleciendo mi alma y comencé a utilizar mi hueco con otros fines: para enterrar a un tipo que no tenía donde caerse muerto, de tragante para que lo utilizaran en una inundación, para hundir un barco de guerra, para sacar a los sobrevivientes de un terremoto, de calabozo para encerrar a un violador, para que una mujer terminara de parir sin tener que recurrir a la cesárea, para que un mago desapareciera delante de los niños, de túnel para que cruzara por debajo del mar, de gasoducto, de agujero en el hielo para que los esquimales pudieran pescar, de respiradero, de cerradura, de uretra, de refugio antiaéreo, de claraboya para convencer al ermitaño de que existe la luz…

El negocio marchaba sobre ruedas hasta que ella apareció. Y no es que los hombres o las mujeres seamos los culpables; se trata del mítico flechazo que viene a desequilibrarlo todo. La tranquilidad escapa de tu cabeza como si estuviera perseguida por un animal hambriento; se agitan las neuronas formando grandes marejadas y el placer de la agonía y la alucinación se adueñan del cerebro.

Reconozco que me volví un egoísta. Al principio, me conformaba con tenerlo a mi lado durante los fines de semana. Pero, después, aunque lo tuviera alquilado en Australia haciendo de pozo para suministrar el agua de un incendio forestal, ordenaba su regreso sin excusa ni pretexto. No podía soportar la idea de tenerlo lejos de mí, sabiendo que podía transformarse en cualquiera de los orificios del cuerpo de esa mujer que me rechazaba. Impagable se volvía mi hueco cuando se convertía en el laberinto nacarado de una de sus orejas o cuando hacía de los hoyitos que se formaban en su cara cuando se reía, o de su boca, sí, de su boca. Primero me embriagaba con su voz… La voz de la mujer que uno desea, se convierte en la madre de todos los sonidos, en la sed insaciable de la oreja. Para sobrevivir, si la carne está lejos, uno tiene que aprender el valor de la palabra suspendida en el aire. Pero no tenía que preocuparme por esa sobredosis de mi imaginación. Aquí tengo su boca, digo, mi hueco, digo, sus labios que me trago y me vuelvo a tragar como si fuera una pastilla contra las ausencias, como si masticara los bordes de un suspiro. Si el mundo tiene ojos, debe ser tuerto. Y no porque la maldad le haya sacado el otro de una cuchillada; no, es tuerto porque el ojo del mundo es el ombligo de una mujer. En la desquiciante planicie que puede ser un vientre, ese agujero mágico es el oasis, el vigía que te recibe y te entrena y te da las instrucciones para el descenso final por la pared más peligrosa del Gran Cañón Colorado. Por supuesto, mientras más bella es una mujer, más caprichosa se vuelve. Mi hueco lo sabía y por eso se aprovechaba. Cuando yo le rogaba desesperadamente que se convirtiera en el ombligo de ella, me decía que tenía que descansar y alimentarse, y que me iba a complacer si yo le preparaba un sándwich y un vaso de café con leche. Todos, aunque sea una vez en la vida, nos hemos vuelto esclavos de la belleza. ¡Mírenlo! ¡Mírenlo! Es un abusador. Se ha tirado en la cama más abierto que nunca. De sus labios chorrea esa baba-diamante que se utiliza para construir la puerta de los manicomios. Le ruego que retroceda o que avance en el tiempo, o sea, que se detenga en el segundo día en que ella está menstruando. Pero mi hueco se ha negado. El viaje alrededor del mundo se le ha subido a la cabeza. Es un escrupuloso que olvida sus orígenes. Su ingratitud no quiere recordar que yo lo recogí cuando era el agujero inmundo de una rata. Una mujer menstruando tiene que ser mimada, es una herida abierta que camina; filamento que sangra, que sufre su inutilidad siendo tan útil… Yo pondría mi semen y pegaría los pedazos de coágulos para formar la vida. Pero mi hueco se ha negado. Ríe, se burla, salta, huye, se esconde en la forma perfecta de su sexo; se transforma en el aro incendiado que debe traspasar el animal de circo. Si la vida de un hombre dura trescientos años; trescientos tres se los pasa persiguiendo al deseo. Finalmente es la vida. El regreso al origen. La obsesión que nos salva…

Llevo más de tres meses sin dejarlo salir, encerrado en mi hueco, prohibiéndole que pueda convertirse en otra cosa. Amarrado lo tengo. Mi lengua es su alimento y mi comida es él; quiero decir: estoy hablando de ella. Todas las peticiones han sido canceladas y la quiebra de mi negocio está muy cerca. Pero yo estoy contento. No ha variado la exorbitante suma que tienen que pagar los soñadores, para conseguir un gramo de esa cosa invisible que todos llaman la felicidad.

A veces me lo engancho en el cuello y salimos un rato a tomar el sol. Recuerdo a un joven que pasó por mi lado, con su disfraz de irreverente, y me propuso comprarme esa medalla extraña que lucía sobre el pecho. Cuando vio que estaba viva, que brillaba, que chorreaba, se alejó, asustadísimo, junto con los curiosos.

Mi hueco se ha escapado. La rabia que me habita no justifica la traición. Quizás, mañana, cuando la soledad me devuelva su odiosa dentellada, me ponga a razonar que se me fue la mano, que la obsesión de tener a tu lado la gente que se ama, puede ser tan dañina como el cáncer. Siempre hay que dejar una rendija para que la otra parte tenga su propia luz, se llene los pulmones de ese segundo aire que no, necesariamente, tiene que ser tu aliento.

Por último, yo quise que mi hueco fuera mi propia casa, que sus paredes siguieran lubricando esa manía que me entró de regresar al útero, de convertirme en feto y sólo alzar la mano para besar su clítoris como si fuera el timbre de la puerta de entrada al Paraíso. Mi hueco se escapó, dejándome el polvo de las alas que yo le recorté. No se puede encerrar lo que uno ama porque se enquista y muere.

Después de mucho tiempo, he vuelto a ver mi hueco. Sí, estoy seguro que era él; lucía más hermoso, cada vez más hiriente. Hacía de sombrero sobre el rostro de ella.

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