Ilustración El Reflejo de su Alma por Maydelina Pérez
----------------------------------------------------------
----------------------------------------------------------
por Susana Della Latta
Ella que podría haber aprovechado
el grito de los otros para dar su alarido
de lamento, ella se olvidó, ella sólo
tuvo espanto.
Clarice Lispector
Manejé el auto hasta que empezó a iluminarse la figurita del tanque de gasolina al costado derecho del timón. Insignificante mientras no se ponga en rojo y me provoque un caos. Tantas veces mi única obsesión fue encontrar una gasolinera cerca. Mi ser es una dependencia del vehículo que me guarda anónima. El auto fue inicialmente la autoridad, y la autoridad fue el trabajo y el trabajo mi madre en la infancia, la sed, la envidia. Fue quien tocó mis nalgas la primera vez, el robo de un anillo, la fecha de rendir examen en la universidad. Proseguir el formato estándar cuando creí que bondad significaba todo.
Esta vez la línea recta del camino me embriagaba. Quería salir de los límites de la ciudad y con ello de la supuesta protección de petróleo en el tanque. La luz roja al principio solo enciende un par de veces para anunciar el devenir; en minutos se vuelve intermitente. Ahora la asemejo al ritmo cardíaco. Cómica es la alegoría que me aleja de las cosas. El corazón acusa adrenalina ante el peligro y al detectarlo la conciencia entreteje una malévola excitación en donde cambia la inercia del placer por el látigo del pánico. Codiciada inercia del placer.
Lo próximo, taquicardia, y después la nebulosa cerebral en recurrente discurso de desesperación.
Aquella luz prendiendo y apagando taladró mi pupila, y el automóvil proseguía con dirección norte.
Suficiente para otro kilómetro más, tal vez dos, y estaría fuera de los suburbios donde aun había bombas de gasolina disponibles. El sudor es parte de las decisiones. Sin ese salado hilo estancado en la ingle no existe el riesgo. ¿Y es que el riesgo es placer? Se transforma en un perfume nauseabundo que lubrica huesos y debe exterminarse al final de la historia. Sabes que conozco las mentiras, cada una con diferente excusa, y conozco las intenciones que crearon el cuento, tus expectativas torciendo el curso del instinto.
En otras ocasiones, al conducir el carro por largas travesías, mi mirada jugó frecuentemente con el señalador de millas y la capacidad del combustible para llegar a destino. Tú dirigías el volante desde el asiento de al lado, las veces dormido, o queriendo manipular la ruta. Gozabas de esa nada. Yo hundida en constante precipitación.
¿En qué pagina leí que debía hacerme cargo del mundo? Y si la información se hizo materia en las negociaciones del sueño, ¿por qué no estaba satisfecha?
En un momento, en un lugar, por razones fuera de mi entendimiento, yo me hice responsable por los otros, y no pude dejar que la máquina consuma hasta la última gota de petróleo. Seguí escuchando fantásticas historias. Las compraba, abonaba lo que sea por cada tergiversación de lo real.
Parar la ansiedad no fue un problema. Debía mantener mi vista fija en el resplandor de la luz sobre el sendero y de vez en cuando confirmar que la figurita se estabilizara en rojo. Era posible ahí mismo, con lo casual de la ruta a las cuatro de la tarde. El teléfono comenzó a sonar en el fondo de mi bolsa y a lo lejos, en memorias que hieden, evoqué las innumerables veces que me obligué a contestar.
Aprendí a conocer mentiras antes de manifestarse. Intuía sus apariciones. La misma tela alrededor, pero otro esplendor interno aguardando la mordida. Nada era lo mismo, las palabras diferían y sin embargo en la similitud de la inconsciencia una línea era constante, existía únicamente para mí, o para ésa que bauticé en la oscuridad del conformismo.
Estaba sola, como debe suceder en los momentos cruciales. La velocidad disminuía y así el deslizamiento de las cuatro ruedas. Premeditado hubiera sido tener una botella de agua en la gaveta, el teléfono conectado al cargador, un abrigo para el crepúsculo, los últimos deseos del calvario, cartas explicativas, maldiciones no dichas; haber dejado ante tu puerta una pequeña caja de zapatos con un pájaro muerto, más de un mensaje en la contestadora, toda mi ropa quemada, y los álbumes de fotos ordenados por fecha.
Cada vez mas lento el vehículo, y sí, la gracia es generosa. Vi pasar a Dios en la nube de humo de un camión y recordé cuando leí aquella piedra de la ruta a San L.: “el Señor te ama”. Mezclé señores indiscriminadamente. Y si es verdad que el amor divino es incondicional, alguna otra madera, una roca o la voz en la sien me excitarían en el no-movimiento.
¿Equivale la culpa a estar arrepentida? Entonces no era culpable; el daño en el cerebro, mínimo. La exoneración sin validez alguna.
Por empujón del viento, el carro seguía y yo me preguntaba si en el dilema de la bondad humana había lugar para el vacío.
Con una mano solté la manga de mi blusa, la desabotoné completa, saqué el brazo derecho y la arrojé por la ventana. Los zapatos habían sido abandonados cuando decidí no parar en la última gasolinera vista.
Por fin fueron mis dedos, soltando el volante. Inercia. El auto paró y yo gocé la espera de la noche.
Sola.
1 comment:
Pongan en el carro en movimiento que los melones se acomodan solos.
Post a Comment