La proximidad de la celebración del bicentenario de vida republicana de nuestras tres naciones hermanas nos hace tomar conciencia de los dones de Dios que hermanan irreversiblemente a nuestros pueblos.
Estos doscientos años fueron iniciados bajo el sueño del mismo Libertador y han sido inspirados en los principios y valores de la misma fe católica, cobijados por el mismo tricolor herencia de nuestra unidad grancolombiana y el mismo ideal de dejar atrás los lastres del subdesarrollo y la inequidad.
Tan valioso patrimonio merece nuestra gran consideración. Es nuestro bien común. Ese “bien de todos nosotros”, como lo llama el Santo Padre Benedicto XVI en su reciente encíclica sobre el desarrollo humano integral “en la verdad y el amor”. Un bien que debemos desear y esforzarnos por conseguir entre todos como “exigencia de justicia y de caridad” (CIV 7). Un bien particularmente necesario en estos momentos en los cuales sentimos que la convivencia pacífica se avizora frágil y con serio peligro de deteriorarse aún más por las tensas relaciones, agravadas por la carrera armamentista, en un mundo sacudido por profundas crisis morales y económicas.
Ésta es la razón que nos convoca como pastores de la Iglesia, centinelas del bien común y profetas de la esperanza, a enviar un mensaje de ánimo y solidaridad a los hermanos en la fe y a todos los que aman la paz.
La altísima responsabilidad que las tres naciones en forma democrática les han confiado a sus mandatarios, los obliga a superar cualquier tipo de sentimientos negativos o de dificultades ideológicas, que puedan obstaculizar el diálogo sincero y constructivo en busca de la concordia. Los altos intereses de los ciudadanos de los tres países exigen a sus conductores trabajar con imaginación en pos de los tantos motivos de unidad que afortunadamente poseemos.
El fragor de los debates políticos e ideológicos no nos debe hacer perder nunca de vista lo primordial: que sólo uniéndonos y poniendo en común nuestros recursos, nuestros talentos y nuestro patrimonio religioso y moral, podremos superar la miseria y la pobreza que afecta aún a grandes porcentajes de nuestras poblaciones urbanas, rurales e indígenas. La solución de estos males exige de parte de todos sus dirigentes, instituciones y ciudadanos, una amplitud de miras que trascienda los nacionalismos estrechos y se abra a la fraternidad sin fronteras que soñaron los próceres comunes que dieron su vida por la libertad.
Como pastores, convocamos a todos los miembros del Pueblo de Dios para que contribuyan activamente a crear una cultura de paz y de fraternidad. Es preciso que todos avancemos en la consolidación de la verdadera participación democrática en el marco de un Estado de Derecho capaz de garantizar las clásicas libertades civiles, encabezadas por la libertad religiosa y la libertad de expresión y de disenso. Para ello es necesario fortalecer la vigencia de los derechos sociales y culturales con el equilibrio entre las funciones públicas que evite la concentración y la arbitrariedad del poder.
Acogiendo las palabras del Señor “Pidan y se les dará” solicitamos a todos los creyentes su oración y su activa y responsable presencia cívica. Avancemos juntos en la construcción de sociedades en las que prevalezca el respeto mutuo, la firme disposición de superar los enfrentamientos y la búsqueda permanente de los ideales que nos unen. Contamos para ello con la gran capacidad de ayuda recíproca, de fraternidad y de solidaridad que enaltece a nuestro pueblo latinoamericano y caribeño.
En la perspectiva de la Misión Continental, nos comprometemos así mismo a seguir trabajando en el desarrollo conjunto, especialmente en las fronteras, de programas pastorales que promuevan la cultura de la vida, de la solidaridad y de la convivencia.
Confiados en la nobleza de nuestros gobernantes y de nuestros pueblos, pedimos a Dios, nuestro Padre, en cuya fe estamos enraizados, que la inminente celebración de los doscientos años de la independencia de nuestras naciones nos encuentre caminando juntos por los senderos de la justicia y de la paz, bajo la maternal protección de la Santísima Virgen María.
Bogotá, D.C., 4 de septiembre de 2009
+ Rubén Salazar Gómez
Arzobispo de Barranquilla
Presidente de la Conferencia Episcopal de Colombia
+ Antonio Arregui Yarza
Arzobispo de Guayaquil
Presidente de la Conferencia Episcopal de Ecuador
+ Ubaldo Ramón Santana Sequeda
Arzobispo de Maracaibo
Presidente de la Conferencia Episcopal de Venezuela
Estos doscientos años fueron iniciados bajo el sueño del mismo Libertador y han sido inspirados en los principios y valores de la misma fe católica, cobijados por el mismo tricolor herencia de nuestra unidad grancolombiana y el mismo ideal de dejar atrás los lastres del subdesarrollo y la inequidad.
Tan valioso patrimonio merece nuestra gran consideración. Es nuestro bien común. Ese “bien de todos nosotros”, como lo llama el Santo Padre Benedicto XVI en su reciente encíclica sobre el desarrollo humano integral “en la verdad y el amor”. Un bien que debemos desear y esforzarnos por conseguir entre todos como “exigencia de justicia y de caridad” (CIV 7). Un bien particularmente necesario en estos momentos en los cuales sentimos que la convivencia pacífica se avizora frágil y con serio peligro de deteriorarse aún más por las tensas relaciones, agravadas por la carrera armamentista, en un mundo sacudido por profundas crisis morales y económicas.
Ésta es la razón que nos convoca como pastores de la Iglesia, centinelas del bien común y profetas de la esperanza, a enviar un mensaje de ánimo y solidaridad a los hermanos en la fe y a todos los que aman la paz.
La altísima responsabilidad que las tres naciones en forma democrática les han confiado a sus mandatarios, los obliga a superar cualquier tipo de sentimientos negativos o de dificultades ideológicas, que puedan obstaculizar el diálogo sincero y constructivo en busca de la concordia. Los altos intereses de los ciudadanos de los tres países exigen a sus conductores trabajar con imaginación en pos de los tantos motivos de unidad que afortunadamente poseemos.
El fragor de los debates políticos e ideológicos no nos debe hacer perder nunca de vista lo primordial: que sólo uniéndonos y poniendo en común nuestros recursos, nuestros talentos y nuestro patrimonio religioso y moral, podremos superar la miseria y la pobreza que afecta aún a grandes porcentajes de nuestras poblaciones urbanas, rurales e indígenas. La solución de estos males exige de parte de todos sus dirigentes, instituciones y ciudadanos, una amplitud de miras que trascienda los nacionalismos estrechos y se abra a la fraternidad sin fronteras que soñaron los próceres comunes que dieron su vida por la libertad.
Como pastores, convocamos a todos los miembros del Pueblo de Dios para que contribuyan activamente a crear una cultura de paz y de fraternidad. Es preciso que todos avancemos en la consolidación de la verdadera participación democrática en el marco de un Estado de Derecho capaz de garantizar las clásicas libertades civiles, encabezadas por la libertad religiosa y la libertad de expresión y de disenso. Para ello es necesario fortalecer la vigencia de los derechos sociales y culturales con el equilibrio entre las funciones públicas que evite la concentración y la arbitrariedad del poder.
Acogiendo las palabras del Señor “Pidan y se les dará” solicitamos a todos los creyentes su oración y su activa y responsable presencia cívica. Avancemos juntos en la construcción de sociedades en las que prevalezca el respeto mutuo, la firme disposición de superar los enfrentamientos y la búsqueda permanente de los ideales que nos unen. Contamos para ello con la gran capacidad de ayuda recíproca, de fraternidad y de solidaridad que enaltece a nuestro pueblo latinoamericano y caribeño.
En la perspectiva de la Misión Continental, nos comprometemos así mismo a seguir trabajando en el desarrollo conjunto, especialmente en las fronteras, de programas pastorales que promuevan la cultura de la vida, de la solidaridad y de la convivencia.
Confiados en la nobleza de nuestros gobernantes y de nuestros pueblos, pedimos a Dios, nuestro Padre, en cuya fe estamos enraizados, que la inminente celebración de los doscientos años de la independencia de nuestras naciones nos encuentre caminando juntos por los senderos de la justicia y de la paz, bajo la maternal protección de la Santísima Virgen María.
Bogotá, D.C., 4 de septiembre de 2009
+ Rubén Salazar Gómez
Arzobispo de Barranquilla
Presidente de la Conferencia Episcopal de Colombia
+ Antonio Arregui Yarza
Arzobispo de Guayaquil
Presidente de la Conferencia Episcopal de Ecuador
+ Ubaldo Ramón Santana Sequeda
Arzobispo de Maracaibo
Presidente de la Conferencia Episcopal de Venezuela
Ese tipo de discurso antes me gustaba, pero ahora me repugna. No se me olvida como Baltasar Porras intercedió por Chávez en el 1992. Odio cuando los curas se meten en política.
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