Wednesday, October 21, 2009

El hombre de lejos (by Luis de la Paz)

Nota mía: Agradezco a Luis de la Paz que comparta (con los lectores del blog Gaspar, El Lugareño) el cuento "El hombre de lejos", texto que forma parte de su más reciente libro Tiempo Vencido.

Luis de la Paz estará junto a los escritores Daniel Fernández y Juan Cueto-Roig, los tres autores publicados por la Editorial Silueta, en la Feria del Libro de Miami el sábado 14 de noviembre, a las 11:45 am.

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El hombre de lejos
(del libro Tiempo Vencido)


por Luis de la Paz

Seguramente aquel día también llevaba el pantalón de caqui color crema, gastado, medio desteñido, roto a la altura de las rodillas, más del lado derecho que del izquierdo, quizás por aquello de apoyarme siempre con esa pierna al intentar treparme, una y otra vez, en el álamo, frondoso árbol intensamente verde que hay al doblar la esquina de mi casa. Una línea horizontal era la rajadura que mi madre zurcía con el mejor hilo que encontraba sin importar el color, pero que yo volvía a romper, cuando de nuevo apoyaba la rodilla con fuerza, casi raspando el tronco, para alcanzar la rama con la que me impulsaba al interior del árbol donde permanecía largas horas, la mayor parte de las veces en solitario, silencioso, hasta el mismo atardecer, esperando la llegada de los pájaros, que viniendo de no se sabe dónde, batallaban entre sí por un sitio donde dormir.

Pero aquella tarde soleadísima y calurosa yo no andaba por Santos Suárez, mi vecindario, sino por La Habana, cerca del Capitolio, a unas cuadras del Zalaya, el solar donde nació y vivió mi madre. Un sitio tenebroso, sórdido, construido en 1902, donde el chisme, el chancleteo, las broncas y el chanchullo nunca han cesado. Lugar donde murieron los padres de mi madre, también su hermana Concha, de tuberculosis en los años 40 y donde aún, con toda seguridad por nostalgia, por querer también morir allí, mi octogenario tío, flaco, pellejudo, fumando perennemente un largo tabaco, permanece en el lugar esperando, afrontando su destino final. Subiendo a diario las escaleras sin pasamanos, sorteando los huecos, brincando peldaños que han desaparecido, esquivando los cables eléctricos sueltos, que ya han electrocutado a varios inquilinos.

Yo caminaba por La Habana cerca del Parque de la Fraternidad. Caminaba rápido, desordenado, medio a lo loco, es decir niño, sin ataduras, sin compromiso mayor que el de la propia infancia, con el pelo revuelto, y una camisa de guinga de cuadritos negros y blancos. Siempre me ha gustado hacer las cosas con prisa, aunque no la tenga. De repente siento unos deseos tremendos de acabar, de llegar, de virar, de realizar algo nuevo con la misma inútil e innecesaria prontitud. No recuerdo adónde me dirigía en la abigarrada tarde habanera, pero sí sé que por esa época tendría que tener unos 11 o 12 años, pues ya me permitían alejarme bastante de mi casa y hasta tomar la guagua. Tal vez era sábado o domingo, porque generalmente por las tardes estaba en la escuela.

Caminaba distraído, muy cerca de la ceiba y me aproximaba a la Fuente de la India con alguna piedra en la mano, un pedazo de palo, una vaina de flamboyán que encontré tirada, una almendra que recogí del suelo... (porque ésa es otra cosa, siempre he necesitado tener algo en las manos, estar tocando algo), cuando escucho una voz extraña llamándome. Yo no miro, yo sigo. No intento buscar la voz femenina que decía con un tono extraño:

”Niño”.

Si hubiera sido un poco mayor, mínimamente culto, un poquito imaginativo, hubiera pensado que la voz con acento extranjero bien podría provenir de la propia ceiba que fue plantada con tierra traída de todos los países del continente. Pero como era un cretino incapaz de inventar nada, porque ya a esa edad había aprendido o me habían metido en la cabeza sin que me diera cuenta, que no se piensa, sino sólo se hace lo que los otros mandan sin cuestionarse nada, seguí caminando:

”Niño”, volvieron a decir.

La voz se me antojó dulce, suplicante, tierna. Aunque en aquella época estaba condicionado a no pensar, había algo que no me habían podido arrancar, y era el sentir. Sí sentía. Sí me emocionaba. Sí vibraba, me exaltaba, y el cuerpo se agitaba gozoso cuando caminaba por el borde del muro del Malecón, cuando iba a Casablanca con mi madrina Zoila, cruzando la bahía desde el Muelle de Luz, en la lancha atestada, lenta, sucia, y subía la larga escalinata hasta el Cristo de La Habana, y desde la base lo veía elevarse con un brazo extendido, marcando un punto infinito, tal vez señalando al culpable de algo, aunque muy probablemente lo que hacía era esparcir bendiciones sobre la ciudad como le corresponde a un Cristo. Pero me hubiera gustado verlo abarcando La Habana, echándole el brazo sobre el hombro a las gentes, abrazando a los habaneros, tal vez diciendo: Yo te amo ciudad.

Desde el límite final de la loma, justo en el borde que se proyecta hacia el abismo, sentía de golpe la brisa rica, abundante, con olor a mar, batir contra mi rostro, alborotándome el pelo, entrando por las mangas, por entre los botones, abombando la camisa hasta hacerla un globo que se inflaba en la espalda. Desde allí, desde lo alto contemplaba la capital, de la misma manera que me la imaginaba que debía verla si algún día llegaba en un avión. Tan elevado, como desde el mismo cielo, admiraba el mar, el litoral infinito, la fortaleza de La Cabaña, donde tampoco sabía que diariamente fusilaban, sin entender el alcance y lo que era realmente fusilar, hasta que un domingo, otro domingo de paseo con Zoila por Casablanca intenté subir una vez más al Cristo de La Habana y de repente encontré una alambrada, con un soldado armado del otro lado y un cartel que decía: PROHIBIDO EL PASO. ZONA MILITAR:

“Niño”, volvió a decir la voz.

Ya no pude evitar girar, examinar el rostro blanco de la señora, a la que debía llamar compañera, pero me salió señora. Me sentí terriblemente extraño al decirle señora, creo que hice un gesto asustado por llamarle señora. Cuando estuve cerca de su blusa azul, como de seda, que sin tocarla pude percibir suave, delicada, distinta a mi pantalón de caqui zurcido que más bien parecía un guayo, y ver a su esposo, también con una tez muy blanca, tal vez más que la de la compañera-señora, con un pelo canoso, brillante, impecablemente peinado, fumando un cigarro largo, con filtro amarillento, cuyo olor alborotaba la ciudad, incensaba la ciudad, de pronto me sentí turbado, poseído por aquellos seres jamás imaginados que me llamaban, que se habían percatado de que yo existía, en medio de una multitud que frenética se desplazaba de un lado a otro como hormigas ocupando todo su tiempo en buscar algo que comer para ese día, para saciar el hambre de ese día, y de ser posible para encontrar algo para el siguiente. La mujer-señora-compañera, con rostro angelical, es decir, con semblante de otro país, y sin duda alguna sin necesidad de hacer largas colas en su vida, me contempló esbozando una sonrisa no tan blanquísima como debía ser, como yo presumía que debía ser el color de los dientes de aquellos que vienen de tierras distantes, donde llueve a veces un polvo ligero como briznas, otras más grueso e intenso, que llaman nieve, pues sus dientes estaban algo amarillentos, y con voz reposada me preguntó el nombre de la fuente que tenía delante de ella.

La Fuente de la India o como también se le conoce, de La Noble Habana, esculpida en 1837 por el artista italiano Giusseppe Gaggini a pedido del Conde de Villanueva se levantaba a unos metros de mí, su último sitio, pues fue trasladada de lugar en tres ocasiones. Por primera vez la contemplé en sus detalles. Ella, una mujer hermosa con unos senos jóvenes, perfectamente redondos, de pezones cargados, sentada como una reina sobre un trono, protegida de un lado por un escudo, y del otro por un extraño cuerno, rodeada de cuatro monstruos raros que supuestamente debían echar agua por sus bocas, pero que nunca he visto bañándola. No lloréis más, delfines de la fuente, sobre la taza gris de piedra vieja, había escrito Emilio Ballagas, pero yo no sabía quién era Emilio Ballagas, no tenía idea de que esas cosas abultadas y rechonchas eran delfines, no me pasaba por la mente que esa mujer era una india, y mucho menos que la fuente se llamara la Fuente de la India. Creo que sonreí estúpidamente, y lo único que atiné a decirle fue que era una fuente de La Habana; pero ¿qué otra cosa iba a ser si estábamos en La Habana?, claro que era una fuente de La Habana.

Yo la miraba, necesitaba encontrarle un nombre a la fuente, intentaba localizarlo cincelado en algún sitio, pero todo resultaba inútil. Mientras procuraba recuperarme de mi vergüenza, tal vez mi verdadera primera vergüenza –la recuerdo como ninguna otra en mi vida, aún resuena en mí una y otra vez cada vez que evoco el hecho, y una y otra vez me abochorno–, los turistas comenzaron a tirarme fotos. Nunca había sentido pena por mi pantalón zurcido hasta ese preciso instante en que escuché el rápido sonido del disparador, cuando vi al hombre que sin quitarse de la boca el cigarro que adormecía la ciudad hacía girar una rueda en el extremo de su cámara para preparar otra foto que volvía a lanzar sobre mí.

La Fuente de la India no me ayudaba a encontrar su nombre, y yo pensaba que debía darle una respuesta precisa a la señora-compañera-visitante y a su marido sobre lo que querían saber. Tras ellos, un hombre me hacía extraños gestos, me extendía el brazo, abría la palma de la mano y la sacudía como diciéndome “aguántate”. Luego la cerraba, me apuntaba con el índice, de la misma manera que el Cristo de La Habana apuntaba a la ciudad, pero con diferentes intenciones. A veces sacudía la mano abierta, como si tuviera algo que le quemara, pero en realidad era enviándome el mensaje de “prepárate”. En ocasiones abría los brazos diciéndome “qué esperas”, pero yo no sabía de qué tenía que aguantarme, para qué debía prepararme, qué cosa había que esperar. El hombre seguía algo distante con su mímica, el turista tirando fotos, la mujer observándome, consultando mapas, tomando notas en una libreta, pero cada vez que se cruzaban la mirada el hombre de lejos con la mujer, el hombre de lejos con el hombre del cigarro, o el hombre de lejos con la mujer y el hombre del cigarro, el hombre de lejos cesaba en su pantomima, se volteaba en dirección opuesta y hacía como que se iba, pero luego regresaba y se ponía a gesticular de nuevo cuando era yo solo su espectador, tonto, ensimismado, perturbado con aquella maraña de señales confusas.

Fuente del Parque de la Fraternidad, solté de pronto como un último recurso, ése es el nombre, La Fuente del Parque de la Fraternidad. Ellos sonrieron satisfechos, el hombre que acababa de escuchar en su idioma lo que yo le había dicho en el mío a su esposa, lanzó varias nuevas fotos sobre la fuente. La señora-compañera, a la que en apenas unos minutos ya me había acostumbrado a decirle sólo señora, sin que me causara un sobresalto, marcó algo en uno de los mapas e hizo anotaciones largo rato en su libreta.

Liberado de aquel momento intenté irme:

“Niño”, dijo otra vez.

La señora quería tomarse una foto conmigo. Pegó su cara suave de la que emanaba un perfume con un olor sólo comparable al de la hierba húmeda, al olor del amanecer en el patio de mi casa. Juntó su cara a la mía y los dos rostros quedaron apretados. Ella sonreía, yo tenso, nervioso, extrañado por aquel olor. Su esposo preparó con lentitud la cámara para tomar la foto, y la mujer estuvo todo el tiempo abrazada a mí. En ese momento sentí la rica textura de la blusa azul, de la que también brotaba a borbotones un aroma que no tenía nada que ver con perfumes o cigarros, simplemente todo en ellos olía distinto. Y ese era justamente el punto. Ellos eran distintos, todo eso lo comprendí de golpe años después, y por esa razón el hombre de lejos como un payaso intentaba impedir que yo estuviera próximo a lo distinto, y procuraba evitar a toda costa que yo lo descifrara.

La india de la fuente, que por hermosa tal vez ya tuviera algo de mulata, me miraba encolerizada por cambiarle el nombre, pero también había un poco de pose en esa actitud, pues a veces me sonreía satisfecha, me movía sus hombros y me hinchaba sus pechos.

Finalmente los turistas se despidieron y comenzaron a alejarse después de darme un peso de regalo. Quedé detenido, viéndolos caminar despacio, mirando con curiosidad, cierta sorpresa y azoramiento lo que iban encontrando en su camino. El hombre con otro cigarro dejando una nueva estela de olor, llevaba en la mano la cámara con mi rostro grabado dentro. La mujer bamboleando su cuerpo algo pasado de peso, en una saya ancha, larga, que casi le llegaba a los tobillos. Se alejaban y yo los miraba a ellos y a la india, que también me acompañaba dentro del rollo de fotografía.

Una mano poderosa, sólida, descomunalmente furiosa me agarró del brazo, tiró de mí y con un tono que sólo invitaba a llorar de miedo me dijo:

“¡Estás preso maricón! ¿Tú no sabes que en este país no se puede hablar con extranjeros?”.

Sentí mucho miedo y comencé a temblar. La mano no me soltaba, me zarandeaba y me repetía una y otra vez: estás preso, estás preso. La india, agazapada en su trono, me miraba tímida e impotente y Ballagas no se encontraba cerca para agregar nuevas estrofas a su poema. Los turistas andaban lejos, no habían vuelto a mirar atrás y yo necesitaba que lo hicieran, tal vez eso ayudaría a que me soltaran. “Estás preso maricón de mierda, vas a pasar mucho tiempo en la cárcel”, me decía el policía que finalmente pude identificar como el hombre de lejos.

La multitud seguía caminando de un lado a otro, y al ver al hombre de lejos, ahora a mi lado, maltratándome, tal vez pensaba que era mi padre regañándome por andar por la calle con un pantalón roto.

A pesar de tener el solar a unas pocas cuadras tampoco mi tío acudía, ni siquiera mis abuelos muertos y ni mi tía Concha a quien nunca conocí. Desde la bahía llegaba el mar, pero como un vaho repugnante. La lancha zarpando lentamente desde el Muelle de Luz lanzaba chorros de agua que batían y salpicaban el embarcadero. El Cristo de La Habana dejó de señalar la ciudad, pero no extendió los brazos como el del Corcovado, sino más bien los cerró y bajó la cabeza. Desde La Cabaña escuché un fogonazo seco, estremecedor, certero, perforando el blanco. Todo se desplomaba a mi alrededor, la tarde perdió súbitamente su brillo, su aire tropical y caribeño, y ahí comprendí por primera vez, sentí por primera vez, algo que tampoco había leído ni escuchado antes jamás, pero que comenzó a posesionarse de mí, a aprisionarme hasta la desesperación y el ahogo: la maldita circunstancia del agua por todas partes.

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