Nota mía: Agradezco a Odette Alonso (blog Parque del Ajedrez), que comparta un fragmento de su novela Espejo de tres cuerpos (México, Quimera Ediciones, 2009), con los lectores de este blog Gaspar, El Lugareño. La presentación de esta obra en Miami será el próximo sábado 14 de noviembre a las 2:00 pm, en la Feria del Libro.
Además, Odette hará una lectura de poesía en Zu Galería el viernes 13 de noviembre a las 7 pm.
Además, Odette hará una lectura de poesía en Zu Galería el viernes 13 de noviembre a las 7 pm.
Fragmento de Espejo de tres cuerpos, de Odette Alonso
(México, Quimera Ediciones, 2009)
(México, Quimera Ediciones, 2009)
Ángeles estaba nerviosa como una quinceañera. Después de la muerte de su madre y de la ida de Sergio, nadie la había visitado. Incluso antes de su separación, era muy poco común que los amigos fueran a su casa. Por eso, cuando terminó de preparar a Raquel y la vio bajar la escalera y subirse al carro de su papá, puso música y se apuró en los preparativos. A las siete de la noche ya estaba vestida, maquillada y perfumada, asomada a la puerta de cristal de la terraza.
La primera en llegar fue Teresita Regleiro, bastante pasadas las ocho de la noche.
―Sólo puedo quedarme un rato ―avisó después del primer trago de cerveza y Ángeles se alegró porque había algo en aquella muchacha delgada y ojerosa que no le daba confianza. Como una especie de recelo. Desde hacía un par de años trabajaban juntas y pocas veces habían conversado. A pesar de que con frecuencia planearan irse a tomar un café o una copa a la salida de algún seminario escolar, las relaciones entre las compañeras de la facultad no pasaban de unas pocas pláticas, casi siempre referidas a cuestiones laborales.
Cuando volvió a sonar el timbre eran Daniela y Karla, acompañadas por otra mujer, menos joven, a la que presentaron como Jimena, buena amiga y profesora de química farmacéutica. Llevaban dos botellas de vino tinto, una bolsa de hielo, limones, salsa picante y papas como para un batallón. Daniela se metió a la cocina y preparó, sin dejarse ayudar, varios platos. Asomándose sobre la barra del desayunador preguntó quiénes querían sangría, las preparó y las sirvió con destreza de barman.
Cuando casi todos los vasos estaban vacíos llegó Berenice. Cargaba dos bandejas de bocadillos, refrescos y una botella de licor. Ángeles le hizo espacio en las mesetas de la cocina y se quedó con ella mientras se servía una cuba.
―Dios mío, esto parece cantina ―dijo, visiblemente animada, mientras acomodaba las botellas y los refrescos.
―Hay que cambiar esa música ―decidió Berenice―, parece funeral.
Y sacó de su mochila una docena de discos que fue programando. Ángeles la miraba desde lejos, el cabello tan negro, la piel morena y esa mirada pícara que tropezó de pronto con la de ella.
―¿Nidia no venía? ―preguntó Teresita desde el sofá.
―Se fue al pueblo ―respondió Berenice; su sonrisa había desaparecido.
Daniela repuso la botana. Parecía chef, con su cuerpo regordete y los brazos llenos de platos.
―Tenemos comida y chupe hasta que se acabe el mundo, mis chavas ―dijo mientras ponía otro vaso lleno en las manos de la anfitriona, que se sentía un poco aturdida pero feliz.
El tono de las conversaciones era cada vez más alto. También la música. Ángeles sacó un grueso álbum de fotos.
―Qué guapo tu ex ―dijo Karla con picardía y los ojos achinados se le hicieron más pequeños.
―¡La boda! ―se alebrestó Teresita.
―Ésta es Raquel a los cinco años ―Ángeles señalaba el álbum―; ahora es una adolescente escuálida y odiosísima.
Berenice y Daniela conversaban alejadas del grupo, acodadas en la barra del desayunador. Ángeles, desde el sofá, les dirigía una mirada escrutadora cada cierto tiempo. Era curioso cómo aquellas mujeres se habían convertido de pronto en sus amigas y estaban allí, en su casa. ¡Una fiesta en su casa! Si alguien lo hubiera predicho hacía unas semanas, ella lo habría negado rotundamente. Karla descubrió la fijeza en su mirada y esa sonrisa colgada de sus labios.
―¿Qué tanto platican, chismosas? ―preguntó a las de la barra.
Ellas sonrieron e hicieron gestos. De una botella de tequila recién abierta llenaron caballitos para todas y los hicieron sonar en un brindis colectivo. “Que esto, que lo otro... ¡Salud!” Berenice y Daniela se alejaron hacia un rincón de la sala y continuaron su conversación que, por los gestos y las muecas, parecía suculenta.
―Me tengo que ir ―anunció Teresita casi a las once.
Ángeles creyó ver en Berenice un gesto de disgusto. Le pareció raro; Teresita era una de sus mejores amigas, se conocían desde antes de trabajar en la universidad y con frecuencia hablaban de viejas anécdotas y amistades comunes.
―¿Trajiste el carro, Bere? ―preguntó Teresita. Ángeles vio las señas de molestia que la muchacha le hizo a Daniela con los ojos antes de responder que no.― ¿Entonces?... ―Teresita la miraba muy fijamente, ya con el abrigo puesto y tomando la bolsa que Ángeles le alcanzaba.
―Dani me dará un raid.
Teresita pareció complacida con la respuesta, porque empezó a despedirse.
―Vamos a bailar ―invitó Berenice en cuanto oyó cerrarse la puerta del elevador.
―¡Que ya se fue la poli, mis chavas! ―agregó Daniela y todas rieron, incluso Ángeles.
Hicieron un círculo en el espacio central de la sala y bailaron. Intermitentemente, alguna se apartaba para prepararse un trago, comer algo o tomar de los vasos que habían dejado sobre el desayunador.
―Y ahora: música romántica ―anunció Berenice con un disco en la mano.
―¿Romántica? ―Daniela parecía extrañada.
―Ah, cómo no… ―dijo Berenice estirando la mano hacia Ángeles y haciendo el gesto de quien se quitara un hipotético sombrero.
Ángeles se tomó de su mano siguiendo la ceremonia y la muchacha la atrajo por la cintura. Bailaban acompasadamente, con las mejillas pegadas, como en las películas. La melena de Ángeles caía sobre el rostro sonriente de Berenice. Daniela hizo una seña de invitación a Jimena y la mujer comenzó el ademán de levantarse del sofá.
―Me hubiera ido con la Teresita, cabronas ―protestó Karla―, para que al menos alguien me pelara. No me van a dejar aquí mosqueada, ¿o sí?
Daniela se sentó junto a ellas, “para que ésta no chille más”, dijo riendo. Berenice cantaba muy bajito junto a su oído y Ángeles sintió que se abstraía de todo, como si el centro de la sala se hubiera convertido en una burbuja en la que no se escucharan más que la música lenta y el tarareo. Hacía tanto tiempo que no bailaba…
Terminada la pieza, Berenice hizo una exagerada reverencia y, tomada de la mano, la regresó a su lugar junto a las otras. Siguieron las pláticas, los bailes y los vasos se llenaban y vaciaban en un ciclo interminable.
―Casi las dos, muchachas, el tiempo pasa volando ―comentó Karla mirando el reloj en su muñeca.
―Sin sentirlo, mi chava ―dijo Daniela―. ¿Quieres un raid? ―le preguntó a Berenice.
―Nada más lo dije para quitármela de encima.
―¿Entonces?... ―insistió Daniela.
―Pido un taxi.
―O te quedas ―interrumpió Ángeles―. La habitación de Raquel está disponible.
Hubo un silencio. Las miradas de Berenice y Daniela parecieron imantadas por unos segundos.
Berenice aceptó y las otras emprendieron la retirada. Las risas se sintieron en el pasillo mientras esperaban el elevador y en el estacionamiento, alejándose poco a poco. Ángeles, que había corrido las gruesas cortinas antes de que llegaran, las abrió para verlas. Desde abajo, mientras agitaban sus manos, las amigas veían, muy juntas por el espacio entre la tela, las cabezas de Ángeles y Berenice. Cuando el carro salió del estacionamiento, ambas volvieron al sofá.
―¿Por qué no trajiste carro? Venías muy cargada… ―preguntó Ángeles mientras la veía combinar en un vaso alto una buena porción de licor con refresco.
―Nidia se lo llevó al pueblo.
―¿Nidia es…?
―La amiga con la que comparto el departamento.
―Ah… ―Ángeles tenía actitud de reflexión― Y Teresita…
―Es su mejor amiga ―completó Berenice, sentándose al otro extremo del sofá.
―Qué curioso… siempre pensé que Teresita era amiga tuya… —Ángeles miró alrededor, tratando de enfocar su mirada en los bultos que el alcohol iba dejando en lugar de sus muebles y sus adornos― ¿Por qué le dicen la poli?
―Porque es una metiche, se la pasa vigilando a todo el mundo… Daniela le puso el apodo.
―¿Y a Daniela la conocías de antes?
―De la universidad.
Ángeles hablaba con soltura, tal vez animada por el alcohol, tal vez porque estar acompañada la hacía sentirse confiada.
―Tengo sueño ―dijo Berenice.
Ángeles palmeó sobre el muslo. La muchacha puso allí la cabeza y ella le acarició el pelo, como le hacía a Raquel cuando veían juntas la televisión.
―¿Quieres que te cuente un cuento? ―Berenice asintió, sonriendo como niña consentida―. Érase una vez una mujer que no tenía amigas. A veces, las pocas veces que pensaba en eso, no sabía definir si nunca las tuvo o las fue perdiendo en el transcurso de la adultez, ese período terrible en que el ser humano tiene que aparentar madurez y vivir para complacer a los otros ―Berenice seguía sonriendo; había tomado la mano de Ángeles y jugaba a entrelazar sus dedos―. La mujer conoció a un hombre bueno, se enamoró y se casó con él, para darse cuenta después de muchos años de que no era tan bueno, pero eso también forma parte de la mentada adultez ―Ángeles sonreía amargamente y acariciaba a ratos el sedoso cabello de la muchacha―. La mujer y su marido tuvieron una hermosa niña y eran felices viéndola crecer, tan inquieta y lista. Por esos tiempos ella no tuvo una sola amiga y nadie la visitó jamás; se creía feliz con su trabajo, con su hija, con su marido... no necesitaba más. Cuando su madre murió y el marido la dejó por otra, nadie la consoló, más que una prima lejana que era el único familiar que le quedaba ―la mano de Ángeles descansaba sobre el pecho de Berenice, aprisionada por la mano de la muchacha―. Pero la mujer conoció a una mujer más joven y se sintió tan bien con ella, tan acompañada, tan gustosa de poder platicar, que sin darse cuenta fue dejándose arrastrar como por un torrente. Y se sintió rejuvenecida y aceptada, llena de atenciones, importante para alguien. Y ahora mismo esa pobre mujer se muere de miedo de pensar que esa felicidad se esfume como se le ha esfumado todo lo que ella creía suyo.
Berenice se incorporó. La miraba fijamente a los ojos cuando ambas manos tomaron su cara. Casi susurró: “No tienes nada que temer” y la besó en los labios. Una corriente cálida saturaba la sala. “Berenice…”, dijo como quien va a comenzar otra larga explicación, pero la muchacha volvió a besarla, la tomó por la cintura y la recostó en el sofá.
La primera en llegar fue Teresita Regleiro, bastante pasadas las ocho de la noche.
―Sólo puedo quedarme un rato ―avisó después del primer trago de cerveza y Ángeles se alegró porque había algo en aquella muchacha delgada y ojerosa que no le daba confianza. Como una especie de recelo. Desde hacía un par de años trabajaban juntas y pocas veces habían conversado. A pesar de que con frecuencia planearan irse a tomar un café o una copa a la salida de algún seminario escolar, las relaciones entre las compañeras de la facultad no pasaban de unas pocas pláticas, casi siempre referidas a cuestiones laborales.
Cuando volvió a sonar el timbre eran Daniela y Karla, acompañadas por otra mujer, menos joven, a la que presentaron como Jimena, buena amiga y profesora de química farmacéutica. Llevaban dos botellas de vino tinto, una bolsa de hielo, limones, salsa picante y papas como para un batallón. Daniela se metió a la cocina y preparó, sin dejarse ayudar, varios platos. Asomándose sobre la barra del desayunador preguntó quiénes querían sangría, las preparó y las sirvió con destreza de barman.
Cuando casi todos los vasos estaban vacíos llegó Berenice. Cargaba dos bandejas de bocadillos, refrescos y una botella de licor. Ángeles le hizo espacio en las mesetas de la cocina y se quedó con ella mientras se servía una cuba.
―Dios mío, esto parece cantina ―dijo, visiblemente animada, mientras acomodaba las botellas y los refrescos.
―Hay que cambiar esa música ―decidió Berenice―, parece funeral.
Y sacó de su mochila una docena de discos que fue programando. Ángeles la miraba desde lejos, el cabello tan negro, la piel morena y esa mirada pícara que tropezó de pronto con la de ella.
―¿Nidia no venía? ―preguntó Teresita desde el sofá.
―Se fue al pueblo ―respondió Berenice; su sonrisa había desaparecido.
Daniela repuso la botana. Parecía chef, con su cuerpo regordete y los brazos llenos de platos.
―Tenemos comida y chupe hasta que se acabe el mundo, mis chavas ―dijo mientras ponía otro vaso lleno en las manos de la anfitriona, que se sentía un poco aturdida pero feliz.
El tono de las conversaciones era cada vez más alto. También la música. Ángeles sacó un grueso álbum de fotos.
―Qué guapo tu ex ―dijo Karla con picardía y los ojos achinados se le hicieron más pequeños.
―¡La boda! ―se alebrestó Teresita.
―Ésta es Raquel a los cinco años ―Ángeles señalaba el álbum―; ahora es una adolescente escuálida y odiosísima.
Berenice y Daniela conversaban alejadas del grupo, acodadas en la barra del desayunador. Ángeles, desde el sofá, les dirigía una mirada escrutadora cada cierto tiempo. Era curioso cómo aquellas mujeres se habían convertido de pronto en sus amigas y estaban allí, en su casa. ¡Una fiesta en su casa! Si alguien lo hubiera predicho hacía unas semanas, ella lo habría negado rotundamente. Karla descubrió la fijeza en su mirada y esa sonrisa colgada de sus labios.
―¿Qué tanto platican, chismosas? ―preguntó a las de la barra.
Ellas sonrieron e hicieron gestos. De una botella de tequila recién abierta llenaron caballitos para todas y los hicieron sonar en un brindis colectivo. “Que esto, que lo otro... ¡Salud!” Berenice y Daniela se alejaron hacia un rincón de la sala y continuaron su conversación que, por los gestos y las muecas, parecía suculenta.
―Me tengo que ir ―anunció Teresita casi a las once.
Ángeles creyó ver en Berenice un gesto de disgusto. Le pareció raro; Teresita era una de sus mejores amigas, se conocían desde antes de trabajar en la universidad y con frecuencia hablaban de viejas anécdotas y amistades comunes.
―¿Trajiste el carro, Bere? ―preguntó Teresita. Ángeles vio las señas de molestia que la muchacha le hizo a Daniela con los ojos antes de responder que no.― ¿Entonces?... ―Teresita la miraba muy fijamente, ya con el abrigo puesto y tomando la bolsa que Ángeles le alcanzaba.
―Dani me dará un raid.
Teresita pareció complacida con la respuesta, porque empezó a despedirse.
―Vamos a bailar ―invitó Berenice en cuanto oyó cerrarse la puerta del elevador.
―¡Que ya se fue la poli, mis chavas! ―agregó Daniela y todas rieron, incluso Ángeles.
Hicieron un círculo en el espacio central de la sala y bailaron. Intermitentemente, alguna se apartaba para prepararse un trago, comer algo o tomar de los vasos que habían dejado sobre el desayunador.
―Y ahora: música romántica ―anunció Berenice con un disco en la mano.
―¿Romántica? ―Daniela parecía extrañada.
―Ah, cómo no… ―dijo Berenice estirando la mano hacia Ángeles y haciendo el gesto de quien se quitara un hipotético sombrero.
Ángeles se tomó de su mano siguiendo la ceremonia y la muchacha la atrajo por la cintura. Bailaban acompasadamente, con las mejillas pegadas, como en las películas. La melena de Ángeles caía sobre el rostro sonriente de Berenice. Daniela hizo una seña de invitación a Jimena y la mujer comenzó el ademán de levantarse del sofá.
―Me hubiera ido con la Teresita, cabronas ―protestó Karla―, para que al menos alguien me pelara. No me van a dejar aquí mosqueada, ¿o sí?
Daniela se sentó junto a ellas, “para que ésta no chille más”, dijo riendo. Berenice cantaba muy bajito junto a su oído y Ángeles sintió que se abstraía de todo, como si el centro de la sala se hubiera convertido en una burbuja en la que no se escucharan más que la música lenta y el tarareo. Hacía tanto tiempo que no bailaba…
Terminada la pieza, Berenice hizo una exagerada reverencia y, tomada de la mano, la regresó a su lugar junto a las otras. Siguieron las pláticas, los bailes y los vasos se llenaban y vaciaban en un ciclo interminable.
―Casi las dos, muchachas, el tiempo pasa volando ―comentó Karla mirando el reloj en su muñeca.
―Sin sentirlo, mi chava ―dijo Daniela―. ¿Quieres un raid? ―le preguntó a Berenice.
―Nada más lo dije para quitármela de encima.
―¿Entonces?... ―insistió Daniela.
―Pido un taxi.
―O te quedas ―interrumpió Ángeles―. La habitación de Raquel está disponible.
Hubo un silencio. Las miradas de Berenice y Daniela parecieron imantadas por unos segundos.
Berenice aceptó y las otras emprendieron la retirada. Las risas se sintieron en el pasillo mientras esperaban el elevador y en el estacionamiento, alejándose poco a poco. Ángeles, que había corrido las gruesas cortinas antes de que llegaran, las abrió para verlas. Desde abajo, mientras agitaban sus manos, las amigas veían, muy juntas por el espacio entre la tela, las cabezas de Ángeles y Berenice. Cuando el carro salió del estacionamiento, ambas volvieron al sofá.
―¿Por qué no trajiste carro? Venías muy cargada… ―preguntó Ángeles mientras la veía combinar en un vaso alto una buena porción de licor con refresco.
―Nidia se lo llevó al pueblo.
―¿Nidia es…?
―La amiga con la que comparto el departamento.
―Ah… ―Ángeles tenía actitud de reflexión― Y Teresita…
―Es su mejor amiga ―completó Berenice, sentándose al otro extremo del sofá.
―Qué curioso… siempre pensé que Teresita era amiga tuya… —Ángeles miró alrededor, tratando de enfocar su mirada en los bultos que el alcohol iba dejando en lugar de sus muebles y sus adornos― ¿Por qué le dicen la poli?
―Porque es una metiche, se la pasa vigilando a todo el mundo… Daniela le puso el apodo.
―¿Y a Daniela la conocías de antes?
―De la universidad.
Ángeles hablaba con soltura, tal vez animada por el alcohol, tal vez porque estar acompañada la hacía sentirse confiada.
―Tengo sueño ―dijo Berenice.
Ángeles palmeó sobre el muslo. La muchacha puso allí la cabeza y ella le acarició el pelo, como le hacía a Raquel cuando veían juntas la televisión.
―¿Quieres que te cuente un cuento? ―Berenice asintió, sonriendo como niña consentida―. Érase una vez una mujer que no tenía amigas. A veces, las pocas veces que pensaba en eso, no sabía definir si nunca las tuvo o las fue perdiendo en el transcurso de la adultez, ese período terrible en que el ser humano tiene que aparentar madurez y vivir para complacer a los otros ―Berenice seguía sonriendo; había tomado la mano de Ángeles y jugaba a entrelazar sus dedos―. La mujer conoció a un hombre bueno, se enamoró y se casó con él, para darse cuenta después de muchos años de que no era tan bueno, pero eso también forma parte de la mentada adultez ―Ángeles sonreía amargamente y acariciaba a ratos el sedoso cabello de la muchacha―. La mujer y su marido tuvieron una hermosa niña y eran felices viéndola crecer, tan inquieta y lista. Por esos tiempos ella no tuvo una sola amiga y nadie la visitó jamás; se creía feliz con su trabajo, con su hija, con su marido... no necesitaba más. Cuando su madre murió y el marido la dejó por otra, nadie la consoló, más que una prima lejana que era el único familiar que le quedaba ―la mano de Ángeles descansaba sobre el pecho de Berenice, aprisionada por la mano de la muchacha―. Pero la mujer conoció a una mujer más joven y se sintió tan bien con ella, tan acompañada, tan gustosa de poder platicar, que sin darse cuenta fue dejándose arrastrar como por un torrente. Y se sintió rejuvenecida y aceptada, llena de atenciones, importante para alguien. Y ahora mismo esa pobre mujer se muere de miedo de pensar que esa felicidad se esfume como se le ha esfumado todo lo que ella creía suyo.
Berenice se incorporó. La miraba fijamente a los ojos cuando ambas manos tomaron su cara. Casi susurró: “No tienes nada que temer” y la besó en los labios. Una corriente cálida saturaba la sala. “Berenice…”, dijo como quien va a comenzar otra larga explicación, pero la muchacha volvió a besarla, la tomó por la cintura y la recostó en el sofá.
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