Foto/Blog Gaspar, El Lugareño (cortesía de Joaquín Badajoz)
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por Aymara Aymerich
(para el blog Gaspar, El Lugareño)
Este inicio, en rigor, es un final. Donde debo introducir al entrevistado, mencionar las circunstancias que nos llevaron a ser personas en común, enumerar sus libros y loarlos, o algo semejante, solo se me ocurre gratitud por el diálogo. Donde se supone que distinga al escriba, resalto al orador. Donde pudiera citar algunos versos suyos, rememoro un poema de Pessoa: Si yo pudiera morder la tierra toda… Y pienso en Joaquín Badajoz cuajado de homónimos que jamás descansan y se empeñan en sugerirme estas preguntas.
Economista de profesión; escritor por antonomasia. ¿Cuándo comienzan tus inquietudes creativas? ¿Cómo describirías tu proceso de formación literaria? ¿Cómo ocurre la transición economía-literatura?
La literatura es placentaria, antediluviana. La encuentro hasta en mis más profundas regresiones. He sido un lector obseso de todo cuanto cae en mis manos desde los cuatro o cinco años. Creo que en la lectura se curten y se forjan todos los imaginarios, incluso los más crueles. Desde que leí el primer libro quedé seducido por esas misteriosas cadenas de palabras, su facultad taumatúrgica. Hay algo en la literatura de magia y de alquimia: de prodigio. En una época llegué a ser un lector tan voraz que me devoraba un libro diario. Para complacer la lascivia de aquel menudo sátiro las bibliotecarias me prestaban tres volumenes los fines de semana con una sonrisa de complicidad, a veces hasta libros escamoteados de la sala de adultos. Era insaciable, qué puedo decirte. A esa hambre de leer le sucedió, apenas sin saberlo una obstinada adicción a la escritura… y luego un terror pánico a publicar. Atrapado en ese ensalmo de Sísifo destruía a los pocos meses lo escrito. La pendiente me daba vigor y la cima agotamiento.
Había escrito bastante cuando comencé a estudiar en la facultad de Ciencias Económicas. En ese período abandoné las lecturas de ficción para leer casi exclusivamente ensayos, libros de pensamiento y filosofía, por supuesto también tratados económicos. Por un simple proceso de transportación de esquemas; es decir, una necesidad angustiosa de escribir y todo ese ejercicio escriturario baldío de la adolescencia, sumados a mi deslumbramiento ahora por el pensamiento organizado, lo más natural fue que me volcara hacia el ensayo económico, con un abordaje interdisciplinario. Había mucho de literatura, de arte y de filosofía en aquellos textos y una irreverencia creativa que no entendía de doctrinas escritas en piedra. Para mí, educado en la literatura creativa, repetir lo que otros decían era poco menos que un plagio. No estaba allí para pensar por cabeza ajena. Fue una época rara y encontré bastante complicidad hasta en los sujetos más extravagantes.
Creo que la temeridad afiebrada de un condenado a muerte, y otra cosa no es el escritor, intimida. No puedo olvidar la cara de los profesores presentes en una conferencia mía, en la que comenzaba con un sofisma: “Lo que quema no es el fuego, sino el tiempo”. Para argumentarlo encendí un cerillo, ya desde entonces era un fumador empedernido, lo que aquí llaman chain-smoker, y comencé a pasar los dedos por la llama. La hipótesis que quería que los estudiantes debatieran partía de que la quemadura era una ecuación de múltiples variables: el fuego por sí solo no podía quemarme. Lo mismo aplica en los fenómenos sociales y económicos: son una combinación de varias causas, en los que cada elemento tiene una importancia específica, aún cuando a simple vista sólo apreciemos su efecto. En este universo de causalidades basta alterar una variable para que el resultado ya no sea el mismo. Por eso, más que estimular el análisis pasivo de la teoría económica prefería inducir el razonamiento creativo. Ver a aquellos cerebros anquilosados por el manualismo ruso abrir los ojos como platos fue un instante tan alucinante que todavía me provoca carcajearme, pero supongo que estaba demasiado cuerdo para ser considerado loco.
Como un dato curioso puedo decirte que la literatura corre por las venas en mi familia materna. Mi madre ha escrito exquisitos poemas y hasta algún intento de novelas que, hasta donde sé, nunca ha terminado; mi abuelo fue un conocido poeta popular local; mi tatarabuelo era hermano del autor del primer libro publicado en Pinar del Río, en 1860, un informe sobre el mejoramiento de las calles; y su padre era hermano de José Ortega Zapata, funcionario de la colonia que fue padre de José Ortega Munilla, escritor y padre del eminente filósofo español José Ortega y Gasset (es por eso que mi bisabuelo Sixto se menciona en su partida de testamento). Pero esto es apenas una digresión, casi una crónica veterotestamentaria, porque tengo la certeza de que la literatura no es una enfermedad hereditaria.
Además del literato, en ti conviven el investigador, el académico, el filósofo, el editor, el periodista, el traductor… ¿y cuántos más? ¿Cómo logras conciliar tantas facetas? ¿Estableces jerarquías, prioridades?
Para Nicolás de Cusa toda línea recta era el arco de un círculo infinito. Creo que todo forma parte de un plan que nos trasciende. Seguimos esa ruta, a la que llamamos vida, atraídos por una fuerza magnética que a veces se trastorna, como las agujas imantadas de una brújula. Para al final darnos cuenta de que esas lecciones o eventos aparentemente inconexos formaban parte de nuestro aprendizaje. Todas las estaciones, aún las más ajenas, conforman ese itinerario vital. Soy bastante rebelde frente al destino, pero a veces uno descubre, como Saulo de Tarso, que es “cosa dura dar coses contra el aguijón”, y que por mucho que te esfuerces serás batido por los vientos circunstanciales. Entonces, te dejas conducir con cierta fingida docilidad. No he sido más que un náufrago en sus circunstancias y esos fragmentos, que componen mi totalidad, supongo que alguna utilidad tendrán en lo que escribo.
Contario a lo que se piensa la literatura no es heroica, es un acto de introspección egoísta, una especie de maldición, aunque a veces haya en su resultado cierto heroísmo, y se convierta en legado de usufructo al prójimo, es decir a los lectores. Pero escribir es humano, miserablemente humano. La literatura está habitada de esas calamidades, de ese travestismo. Intento no perderme nada, satisfacer todas mis curiosidades, así como los artistas de máscaras chinos me sumerjo en las más diversas poligrafías. En la mitología olímpica el escritor sería una suerte de Proteo, un transformista que muta escurridizo, pero en este caso para decir su verdad (o su mentira). Todos los géneros no son más que una variación de esa mentira nuestra que queremos repetir mil veces hasta que se parezca sospechosamente a la verdad. Las prioridades, las jerarquías existen, pero son dictadas por las circunstancias: esas malditas circunstancia de las que hablaba, sobre las que ningún hombre común tiene dominio. No porque no puedan preverse, sino porque algunos tenemos escrúpulos y eso nos hace bracear en los ríos más profundos aún cuando sabemos que existen otras rutas más breves.
Cristianismo y marxismo han sido mucho más que un par de doctrinas para ti. ¿Cuánto te definen hoy en día? ¿Cuánto coexisten aún en tu persona?
Provengo de una familia criptojudía, enterrada en la ruralidad de la provincia, en la que la fe no era una cuestión de denominaciones. Como Rufo, soy hijo de mí mismo. No heredé la fe ni me fue impuesta. Sé que existe un solo dios que habla mil lenguas, que tiene mil rostros, y que cada cual lo adora como mejor le parece. ¿Encuentran la paz espiritual de esta manera? Pues eso basta. En otra época quizá hubiese muerto en la hoguera porque creo que la fe no es aceptación ciega sino búsqueda. Creer en Dios es para mí, más que comulgar con una ilusión milenaria, un acto de comunicación con la esencia trascendente de la vida.
Lo descubrí muy temprano, cuando alguien me lanzó esta pregunta ladina: “Un hombre inteligente como tú, ¿cómo puede creer en Dios?” Mi respuesta fue simple: “Precisamente porque me considero un hombre inteligente creo en Dios, es decir busco. De lo contrario me limitaría a repetir lo que me dicte la ideología de turno, como tú”. En fin, me gusta poner el dedo en la llaga. Por eso mi cristianismo, más exactamente mi catolicismo, conlleva cierta disidencia. ¿Pero no ha sido así desde los orígenes del mundo? Siempre recuerdo una anécdota que contaba Lezama sobre una conversación con el Padre Gaztelu, en la que el gordo cósmico, como lo llamaba cariñosa y reverencialmente Cortázar, confiesa que él era católico a su manera y Gaztelu le replica que esa es la única forma de no ser católico. Las religiones, los credos y las militancias siempre exigen una disciplina para la que nunca he estado preparado. Soy católico a la manera Vareliana, contra todos los fanatismos y las impiedades, aunque me lea el libro de las revelaciones bajo la luz de la cábala, intente descifrar las Clavículas de Salomón y prefiera la Tanakh a la Vulgata o al Libro de la Nueva Alianza. Aunque a veces disfrute la díscola satisfacción de leer los evangelios apócrifos, la biblia gnóstica o las escrituras de Qumram, que recogen parte de la sabiduría esenia. Por supuesto que el humanismo católico, universal, ha moldeado el hombre de defectos que soy.
En cuanto al marxismo, no diré, como Borges lo hizo de Sturlson, que sea un hombre desgarrado hasta el escándalo por sucesivas y contrarias lealtades. He sido por el contario un hombre fiel hasta la parresia. Como no soporto traicionar, nunca me he liado con partidos ni corrientes ni grupos generacionales. Mi generación son mis amigos, como solía decir el poeta Gil de Biedma. Por esa razón mi “marxismo” no es un credo, sino que gira en torno a la curiosidad que siento por la obra profunda y sobrecogedora de Karl Marx, rotunda como un bloque, desde los Ökonomisch-philosophische Manuskripte aus dem Jahre 1844, un excelente tratado sobre la alienación, hasta su obra póstuma Das Kapital. Quizá porque durante varios años me dediqué precisamente a enseñar Economía Política en el área de Capitalismo Pre-monopolista, esa época que a Marx le tocó analizar; o porque descubrí precozmente que no existe una crítica más aguda y mordaz a los desmanes del comunismo que la obra de Marx. Pero como los comunistas, por generalidad, son pseudomarxistas no pueden advertir estas ironías históricas. Los gobiernos y las ideologías totalitarios tienen muy poco sentido del humor.
Sin embargo también respeto la obra de John Maynard Keynes, uno de los críticos más iluminados de la teoría marxista, aún cuando soy partidario del Laissez-faire, la autocorrección de la economía a través de la producción y el mercado, con una mínima intervención estatal más enfocada a problemas de autogestión y preservación del bienestar social. En fin, creo que los pensadores que se atrincheran detrás de una corriente, cuando la lógica científica sugiere una actitud combinatoria, terminan construyendo modelos unidimensionales carentes de utilidad.
No hay dudas de que los economistas, filósofos, científicos y teóricos siempre se equivocan cuando se observan bajo la lupa de la contemporaneidad, porque sus hallazgos temporales suelen volverse anacrónicos, quedarse inmutables, en un tiempo fuera del tiempo; pero sus críticos casi nunca se detienen a pensar que de esos errores partieron otros para encontrar la verdad. Por eso lo más justo es apreciar sus ideas dentro de un contexto histórico. Cada uno ha aportado un Quark a ese puzzle que es el pensamiento moderno. A lo largo de estos años he aprendido que no se puede ser un hombre de un solo libro cuando se está sediento de conocer la verdad. Disfruto de esta libertad de criterios, que parecerían antagónicos, porque no creo en el marxismo como doctrina sin como herramienta teórica. Leí a Marx como si fuese un ejercicio de literatura comparada: tratando de descubrir y seguirle el curso a su estilo de análisis, de desenrollar la urdimbre de su pensamiento. En ese proceso siempre se corre el riesgo de sufrir algún contagio involuntario que supongo puede descubrirse en mi dialéctica de análisis.
Podría decirte, como también lo declaró Marx en sus cartas a Engels: Tout ce que je sais, c'est que je ne suis pas marxiste. Pero como desde que tengo conciencia me he visto forzado a definirme (los seres humanos disfrutan este tipo de sadismos menos refinados que los del marqués de Sade), digamos que sí, que ya el hecho de considerar a Marx uno de los cientistas más avezados de la historia me convierte en marxista, es decir deudor de un pensamiento, pero igual podría ser hegeliano, kantiano, lacaniano, martiano, heidegeriano, wittgensteniano. En el caso de la literatura la lista sería igualmente infinita. Somos lo que podemos ser, no lo que queremos. Cada hombre esta armado de sus experiencias y sus malas lecturas; es decir, de sus influencias. El escritor sin influencias es un mito.
Sin embargo en el terreno político me considero un socialdemócrata de centroderecha, me aburre la retórica de izquierda, su infantilismo político e intelectual. He experimentado de primera mano que no hay nada más profundamente reaccionario que un revolucionario en el poder. Aunque eso no quiere decir que no reconozca que el debate democrático entre la izquierda y la derecha es imprescindible para alcanzar la justicia social. Creo en los estadistas grises, lacónicos, reacios a coquetear con las masas, que se dedican a administrar con justicia un país durante su plazo de servicio público y luego se retiran al campo a cultivar tulipanes o a castrar sus colmenas. Prefiero incluso, y siento una gran simpatía por las monarquías democráticas como la inglesa o la española, que son resultado de una dinámica histórica muy peculiar. Supongo que esta afección gratuita tenga que ver con informaciones genéticas que aún no he procesado. De lo que sí estoy convencido es que la prosperidad, la justicia y la igualdad de derechos no se conquistan desde las tribunas populistas.
Eres editor ejecutivo de la revista Cosmopolitan en español. ¿La “frivolidad” de esta industria, o su dinamismo, afectan tu participación en proyectos de mayor envergadura?
Tengo que confesar que al principio tuve cierta reticencia pero las revistas me apasionan y me seducen. No olvides que me formé en aquel laboratorio de ideas que fue Vitral, la revista católica cubana. En el mundo de las publicaciones comerciales comencé haciendo trabajos freelance para Glamour en español, de Conde Nast, mientras trabajaba para el Archivo de Historia de la Corte de Miami-Dade. Después fui editor y jefe de redacción de Men’s Health, de Televisa y Rodale y ahora trabajo para Cosmopolitan, de Televisa y Hearts, luego de un breve período en el que ayudé a lanzar o relanzar dos títulos: Prevention en español y Tu Dinero. En estos años he descubierto que la industria de la frivolidad es un espejo. Si queremos ser honestos debemos de aceptar que el ser humano es frívolo, vive cautivado por las recompensas instantáneas, disfruta el morbo, el escándalo y husmear en las vidas ajenas. Desde estas revistas he aprendido a conocer más al hombre de mi época que si tuviese el don de leer la mente humana. Me roba tiempo, es cierto, pero paga mi techo. Firmas más ilustres que la mía han vivido dentro de esa industria, como Truman Capote, que fue un colaborador regular de Mademoiselle, Vogue y Esquire. Por otro lado, en las revistas comerciales descubrí que sentía una gran fascinación por la moda y el cine: dos de las expresiones estéticas más dinámicas que reflejan las ambiciones y realidades sociales de una época. Sufro, como la mayoría de los mortales, de la dictadura del tiempo; pero he aprendido a escribir a retazos, en duermevela, insomne. No culpo al destino de lo que no he hecho. Como ya te decía, prefiero pensar que todo forma parte de un plan que nos trasciende. El tiempo que he perdido, los proyectos mayúsculos que no he terminado o ni siquiera comenzado, ya tendrán su momento. Quizá aún no estaba preparado para ellos. Y si nunca suceden, es porque no valían la pena.
Tu poesía está llena de evasiones hacia épocas, culturas, filosofías remotas. ¿Qué busca en esas fugas, alguien que ha escrito: no descubro nada, nada muestro?
No se trata de fugas, al menos en el sentido más prosaico del término, aunque quizás lo sean en el sentido musical. Es decir, como variaciones, contrapuntos de un mismo tema que me obsesiona. Para mí la poesía es la unidad más remota, el alambique en el que se decanta la palabra. El poeta sirve esa ligera refracción para que con suerte alimente al resto de la literatura. Mi poesía tampoco escapa de ese ciclo fatal. El que escribe sólo intenta descubrirse a sí mismo, mostrarse vulnerable, si esa experiencia humana recibe algún tipo de empatía, provoca alguna resonancia, entonces estamos hablando de literatura. Entiendo la poesía como una revelación estética que sucede a la pérdida o al hallazgo. Debe de tomarse distancia, dictarse un retardo, porque la poesía, como yo la infiero es un acto reflexivo, de introspección. Respeto al que escribe sobre la montura de un caballo, pero a mí me obsesiona más ir descamando la razón de mi existencia como un círculo remoto, que abandonarme al automatismo síquico, a la repetición vacía de una estética.
Más que fugarme, escarbo en la sabiduría acumulada a través de los siglos. Quiero que los lectores descubran una historia, que es de cierta forma un pie forzado para descubrirse a sí mismos. Sé que esos discursos antiguos tienen una soberbia vigencia. Intento vislumbrar por qué nos siguen desvelando los mismos temas que a un poeta griego o a un rabino antediluviano. ¿Será que somos presa de los cánones? ¿Qué el hombre sigue siendo un Prometeo encadenado por la salmodia de un aedo anónimo? Nuestros mundos son tan diferentes pero nuestras almas tan iguales que a veces sobrecoge. Rompiendo la corteza de esa esencia inmutable es como único se puede develar la razón de la existencia. Pero es difícil, sabemos que será una tarea inconclusa antes de haberla comenzado. Sin embargo el poeta espera, al menos yo espero, toparme con ese día séptimo de la creación a que aludía san Agustín (Dies septimus, nos ipsi erimus) en que seremos finalmente nosotros mismos. Mientras tanto no descubro nada, nada muestro porque la poesía aún cuando porte un discurso revelatorio suele manifestarse como un acto de encubrimiento, una parábola. Su misión es preparar al hombre para que vea más allá de lo evidente, para que llegue a la esencia de las cosas. Hay que tener los ojos y las uñas afilados. No soy un alienado ni un hermético, intento comunicarme con los hombres con los que coexisto y los que me sobrevivirán. Les muestro la punta de una cuerda y espero que tiren de ella. Pero el poeta tampoco hace milagros.
Economista de profesión; escritor por antonomasia. ¿Cuándo comienzan tus inquietudes creativas? ¿Cómo describirías tu proceso de formación literaria? ¿Cómo ocurre la transición economía-literatura?
La literatura es placentaria, antediluviana. La encuentro hasta en mis más profundas regresiones. He sido un lector obseso de todo cuanto cae en mis manos desde los cuatro o cinco años. Creo que en la lectura se curten y se forjan todos los imaginarios, incluso los más crueles. Desde que leí el primer libro quedé seducido por esas misteriosas cadenas de palabras, su facultad taumatúrgica. Hay algo en la literatura de magia y de alquimia: de prodigio. En una época llegué a ser un lector tan voraz que me devoraba un libro diario. Para complacer la lascivia de aquel menudo sátiro las bibliotecarias me prestaban tres volumenes los fines de semana con una sonrisa de complicidad, a veces hasta libros escamoteados de la sala de adultos. Era insaciable, qué puedo decirte. A esa hambre de leer le sucedió, apenas sin saberlo una obstinada adicción a la escritura… y luego un terror pánico a publicar. Atrapado en ese ensalmo de Sísifo destruía a los pocos meses lo escrito. La pendiente me daba vigor y la cima agotamiento.
Había escrito bastante cuando comencé a estudiar en la facultad de Ciencias Económicas. En ese período abandoné las lecturas de ficción para leer casi exclusivamente ensayos, libros de pensamiento y filosofía, por supuesto también tratados económicos. Por un simple proceso de transportación de esquemas; es decir, una necesidad angustiosa de escribir y todo ese ejercicio escriturario baldío de la adolescencia, sumados a mi deslumbramiento ahora por el pensamiento organizado, lo más natural fue que me volcara hacia el ensayo económico, con un abordaje interdisciplinario. Había mucho de literatura, de arte y de filosofía en aquellos textos y una irreverencia creativa que no entendía de doctrinas escritas en piedra. Para mí, educado en la literatura creativa, repetir lo que otros decían era poco menos que un plagio. No estaba allí para pensar por cabeza ajena. Fue una época rara y encontré bastante complicidad hasta en los sujetos más extravagantes.
Creo que la temeridad afiebrada de un condenado a muerte, y otra cosa no es el escritor, intimida. No puedo olvidar la cara de los profesores presentes en una conferencia mía, en la que comenzaba con un sofisma: “Lo que quema no es el fuego, sino el tiempo”. Para argumentarlo encendí un cerillo, ya desde entonces era un fumador empedernido, lo que aquí llaman chain-smoker, y comencé a pasar los dedos por la llama. La hipótesis que quería que los estudiantes debatieran partía de que la quemadura era una ecuación de múltiples variables: el fuego por sí solo no podía quemarme. Lo mismo aplica en los fenómenos sociales y económicos: son una combinación de varias causas, en los que cada elemento tiene una importancia específica, aún cuando a simple vista sólo apreciemos su efecto. En este universo de causalidades basta alterar una variable para que el resultado ya no sea el mismo. Por eso, más que estimular el análisis pasivo de la teoría económica prefería inducir el razonamiento creativo. Ver a aquellos cerebros anquilosados por el manualismo ruso abrir los ojos como platos fue un instante tan alucinante que todavía me provoca carcajearme, pero supongo que estaba demasiado cuerdo para ser considerado loco.
Como un dato curioso puedo decirte que la literatura corre por las venas en mi familia materna. Mi madre ha escrito exquisitos poemas y hasta algún intento de novelas que, hasta donde sé, nunca ha terminado; mi abuelo fue un conocido poeta popular local; mi tatarabuelo era hermano del autor del primer libro publicado en Pinar del Río, en 1860, un informe sobre el mejoramiento de las calles; y su padre era hermano de José Ortega Zapata, funcionario de la colonia que fue padre de José Ortega Munilla, escritor y padre del eminente filósofo español José Ortega y Gasset (es por eso que mi bisabuelo Sixto se menciona en su partida de testamento). Pero esto es apenas una digresión, casi una crónica veterotestamentaria, porque tengo la certeza de que la literatura no es una enfermedad hereditaria.
Además del literato, en ti conviven el investigador, el académico, el filósofo, el editor, el periodista, el traductor… ¿y cuántos más? ¿Cómo logras conciliar tantas facetas? ¿Estableces jerarquías, prioridades?
Para Nicolás de Cusa toda línea recta era el arco de un círculo infinito. Creo que todo forma parte de un plan que nos trasciende. Seguimos esa ruta, a la que llamamos vida, atraídos por una fuerza magnética que a veces se trastorna, como las agujas imantadas de una brújula. Para al final darnos cuenta de que esas lecciones o eventos aparentemente inconexos formaban parte de nuestro aprendizaje. Todas las estaciones, aún las más ajenas, conforman ese itinerario vital. Soy bastante rebelde frente al destino, pero a veces uno descubre, como Saulo de Tarso, que es “cosa dura dar coses contra el aguijón”, y que por mucho que te esfuerces serás batido por los vientos circunstanciales. Entonces, te dejas conducir con cierta fingida docilidad. No he sido más que un náufrago en sus circunstancias y esos fragmentos, que componen mi totalidad, supongo que alguna utilidad tendrán en lo que escribo.
Contario a lo que se piensa la literatura no es heroica, es un acto de introspección egoísta, una especie de maldición, aunque a veces haya en su resultado cierto heroísmo, y se convierta en legado de usufructo al prójimo, es decir a los lectores. Pero escribir es humano, miserablemente humano. La literatura está habitada de esas calamidades, de ese travestismo. Intento no perderme nada, satisfacer todas mis curiosidades, así como los artistas de máscaras chinos me sumerjo en las más diversas poligrafías. En la mitología olímpica el escritor sería una suerte de Proteo, un transformista que muta escurridizo, pero en este caso para decir su verdad (o su mentira). Todos los géneros no son más que una variación de esa mentira nuestra que queremos repetir mil veces hasta que se parezca sospechosamente a la verdad. Las prioridades, las jerarquías existen, pero son dictadas por las circunstancias: esas malditas circunstancia de las que hablaba, sobre las que ningún hombre común tiene dominio. No porque no puedan preverse, sino porque algunos tenemos escrúpulos y eso nos hace bracear en los ríos más profundos aún cuando sabemos que existen otras rutas más breves.
Cristianismo y marxismo han sido mucho más que un par de doctrinas para ti. ¿Cuánto te definen hoy en día? ¿Cuánto coexisten aún en tu persona?
Provengo de una familia criptojudía, enterrada en la ruralidad de la provincia, en la que la fe no era una cuestión de denominaciones. Como Rufo, soy hijo de mí mismo. No heredé la fe ni me fue impuesta. Sé que existe un solo dios que habla mil lenguas, que tiene mil rostros, y que cada cual lo adora como mejor le parece. ¿Encuentran la paz espiritual de esta manera? Pues eso basta. En otra época quizá hubiese muerto en la hoguera porque creo que la fe no es aceptación ciega sino búsqueda. Creer en Dios es para mí, más que comulgar con una ilusión milenaria, un acto de comunicación con la esencia trascendente de la vida.
Lo descubrí muy temprano, cuando alguien me lanzó esta pregunta ladina: “Un hombre inteligente como tú, ¿cómo puede creer en Dios?” Mi respuesta fue simple: “Precisamente porque me considero un hombre inteligente creo en Dios, es decir busco. De lo contrario me limitaría a repetir lo que me dicte la ideología de turno, como tú”. En fin, me gusta poner el dedo en la llaga. Por eso mi cristianismo, más exactamente mi catolicismo, conlleva cierta disidencia. ¿Pero no ha sido así desde los orígenes del mundo? Siempre recuerdo una anécdota que contaba Lezama sobre una conversación con el Padre Gaztelu, en la que el gordo cósmico, como lo llamaba cariñosa y reverencialmente Cortázar, confiesa que él era católico a su manera y Gaztelu le replica que esa es la única forma de no ser católico. Las religiones, los credos y las militancias siempre exigen una disciplina para la que nunca he estado preparado. Soy católico a la manera Vareliana, contra todos los fanatismos y las impiedades, aunque me lea el libro de las revelaciones bajo la luz de la cábala, intente descifrar las Clavículas de Salomón y prefiera la Tanakh a la Vulgata o al Libro de la Nueva Alianza. Aunque a veces disfrute la díscola satisfacción de leer los evangelios apócrifos, la biblia gnóstica o las escrituras de Qumram, que recogen parte de la sabiduría esenia. Por supuesto que el humanismo católico, universal, ha moldeado el hombre de defectos que soy.
En cuanto al marxismo, no diré, como Borges lo hizo de Sturlson, que sea un hombre desgarrado hasta el escándalo por sucesivas y contrarias lealtades. He sido por el contario un hombre fiel hasta la parresia. Como no soporto traicionar, nunca me he liado con partidos ni corrientes ni grupos generacionales. Mi generación son mis amigos, como solía decir el poeta Gil de Biedma. Por esa razón mi “marxismo” no es un credo, sino que gira en torno a la curiosidad que siento por la obra profunda y sobrecogedora de Karl Marx, rotunda como un bloque, desde los Ökonomisch-philosophische Manuskripte aus dem Jahre 1844, un excelente tratado sobre la alienación, hasta su obra póstuma Das Kapital. Quizá porque durante varios años me dediqué precisamente a enseñar Economía Política en el área de Capitalismo Pre-monopolista, esa época que a Marx le tocó analizar; o porque descubrí precozmente que no existe una crítica más aguda y mordaz a los desmanes del comunismo que la obra de Marx. Pero como los comunistas, por generalidad, son pseudomarxistas no pueden advertir estas ironías históricas. Los gobiernos y las ideologías totalitarios tienen muy poco sentido del humor.
Sin embargo también respeto la obra de John Maynard Keynes, uno de los críticos más iluminados de la teoría marxista, aún cuando soy partidario del Laissez-faire, la autocorrección de la economía a través de la producción y el mercado, con una mínima intervención estatal más enfocada a problemas de autogestión y preservación del bienestar social. En fin, creo que los pensadores que se atrincheran detrás de una corriente, cuando la lógica científica sugiere una actitud combinatoria, terminan construyendo modelos unidimensionales carentes de utilidad.
No hay dudas de que los economistas, filósofos, científicos y teóricos siempre se equivocan cuando se observan bajo la lupa de la contemporaneidad, porque sus hallazgos temporales suelen volverse anacrónicos, quedarse inmutables, en un tiempo fuera del tiempo; pero sus críticos casi nunca se detienen a pensar que de esos errores partieron otros para encontrar la verdad. Por eso lo más justo es apreciar sus ideas dentro de un contexto histórico. Cada uno ha aportado un Quark a ese puzzle que es el pensamiento moderno. A lo largo de estos años he aprendido que no se puede ser un hombre de un solo libro cuando se está sediento de conocer la verdad. Disfruto de esta libertad de criterios, que parecerían antagónicos, porque no creo en el marxismo como doctrina sin como herramienta teórica. Leí a Marx como si fuese un ejercicio de literatura comparada: tratando de descubrir y seguirle el curso a su estilo de análisis, de desenrollar la urdimbre de su pensamiento. En ese proceso siempre se corre el riesgo de sufrir algún contagio involuntario que supongo puede descubrirse en mi dialéctica de análisis.
Podría decirte, como también lo declaró Marx en sus cartas a Engels: Tout ce que je sais, c'est que je ne suis pas marxiste. Pero como desde que tengo conciencia me he visto forzado a definirme (los seres humanos disfrutan este tipo de sadismos menos refinados que los del marqués de Sade), digamos que sí, que ya el hecho de considerar a Marx uno de los cientistas más avezados de la historia me convierte en marxista, es decir deudor de un pensamiento, pero igual podría ser hegeliano, kantiano, lacaniano, martiano, heidegeriano, wittgensteniano. En el caso de la literatura la lista sería igualmente infinita. Somos lo que podemos ser, no lo que queremos. Cada hombre esta armado de sus experiencias y sus malas lecturas; es decir, de sus influencias. El escritor sin influencias es un mito.
Sin embargo en el terreno político me considero un socialdemócrata de centroderecha, me aburre la retórica de izquierda, su infantilismo político e intelectual. He experimentado de primera mano que no hay nada más profundamente reaccionario que un revolucionario en el poder. Aunque eso no quiere decir que no reconozca que el debate democrático entre la izquierda y la derecha es imprescindible para alcanzar la justicia social. Creo en los estadistas grises, lacónicos, reacios a coquetear con las masas, que se dedican a administrar con justicia un país durante su plazo de servicio público y luego se retiran al campo a cultivar tulipanes o a castrar sus colmenas. Prefiero incluso, y siento una gran simpatía por las monarquías democráticas como la inglesa o la española, que son resultado de una dinámica histórica muy peculiar. Supongo que esta afección gratuita tenga que ver con informaciones genéticas que aún no he procesado. De lo que sí estoy convencido es que la prosperidad, la justicia y la igualdad de derechos no se conquistan desde las tribunas populistas.
Eres editor ejecutivo de la revista Cosmopolitan en español. ¿La “frivolidad” de esta industria, o su dinamismo, afectan tu participación en proyectos de mayor envergadura?
Tengo que confesar que al principio tuve cierta reticencia pero las revistas me apasionan y me seducen. No olvides que me formé en aquel laboratorio de ideas que fue Vitral, la revista católica cubana. En el mundo de las publicaciones comerciales comencé haciendo trabajos freelance para Glamour en español, de Conde Nast, mientras trabajaba para el Archivo de Historia de la Corte de Miami-Dade. Después fui editor y jefe de redacción de Men’s Health, de Televisa y Rodale y ahora trabajo para Cosmopolitan, de Televisa y Hearts, luego de un breve período en el que ayudé a lanzar o relanzar dos títulos: Prevention en español y Tu Dinero. En estos años he descubierto que la industria de la frivolidad es un espejo. Si queremos ser honestos debemos de aceptar que el ser humano es frívolo, vive cautivado por las recompensas instantáneas, disfruta el morbo, el escándalo y husmear en las vidas ajenas. Desde estas revistas he aprendido a conocer más al hombre de mi época que si tuviese el don de leer la mente humana. Me roba tiempo, es cierto, pero paga mi techo. Firmas más ilustres que la mía han vivido dentro de esa industria, como Truman Capote, que fue un colaborador regular de Mademoiselle, Vogue y Esquire. Por otro lado, en las revistas comerciales descubrí que sentía una gran fascinación por la moda y el cine: dos de las expresiones estéticas más dinámicas que reflejan las ambiciones y realidades sociales de una época. Sufro, como la mayoría de los mortales, de la dictadura del tiempo; pero he aprendido a escribir a retazos, en duermevela, insomne. No culpo al destino de lo que no he hecho. Como ya te decía, prefiero pensar que todo forma parte de un plan que nos trasciende. El tiempo que he perdido, los proyectos mayúsculos que no he terminado o ni siquiera comenzado, ya tendrán su momento. Quizá aún no estaba preparado para ellos. Y si nunca suceden, es porque no valían la pena.
Tu poesía está llena de evasiones hacia épocas, culturas, filosofías remotas. ¿Qué busca en esas fugas, alguien que ha escrito: no descubro nada, nada muestro?
No se trata de fugas, al menos en el sentido más prosaico del término, aunque quizás lo sean en el sentido musical. Es decir, como variaciones, contrapuntos de un mismo tema que me obsesiona. Para mí la poesía es la unidad más remota, el alambique en el que se decanta la palabra. El poeta sirve esa ligera refracción para que con suerte alimente al resto de la literatura. Mi poesía tampoco escapa de ese ciclo fatal. El que escribe sólo intenta descubrirse a sí mismo, mostrarse vulnerable, si esa experiencia humana recibe algún tipo de empatía, provoca alguna resonancia, entonces estamos hablando de literatura. Entiendo la poesía como una revelación estética que sucede a la pérdida o al hallazgo. Debe de tomarse distancia, dictarse un retardo, porque la poesía, como yo la infiero es un acto reflexivo, de introspección. Respeto al que escribe sobre la montura de un caballo, pero a mí me obsesiona más ir descamando la razón de mi existencia como un círculo remoto, que abandonarme al automatismo síquico, a la repetición vacía de una estética.
Más que fugarme, escarbo en la sabiduría acumulada a través de los siglos. Quiero que los lectores descubran una historia, que es de cierta forma un pie forzado para descubrirse a sí mismos. Sé que esos discursos antiguos tienen una soberbia vigencia. Intento vislumbrar por qué nos siguen desvelando los mismos temas que a un poeta griego o a un rabino antediluviano. ¿Será que somos presa de los cánones? ¿Qué el hombre sigue siendo un Prometeo encadenado por la salmodia de un aedo anónimo? Nuestros mundos son tan diferentes pero nuestras almas tan iguales que a veces sobrecoge. Rompiendo la corteza de esa esencia inmutable es como único se puede develar la razón de la existencia. Pero es difícil, sabemos que será una tarea inconclusa antes de haberla comenzado. Sin embargo el poeta espera, al menos yo espero, toparme con ese día séptimo de la creación a que aludía san Agustín (Dies septimus, nos ipsi erimus) en que seremos finalmente nosotros mismos. Mientras tanto no descubro nada, nada muestro porque la poesía aún cuando porte un discurso revelatorio suele manifestarse como un acto de encubrimiento, una parábola. Su misión es preparar al hombre para que vea más allá de lo evidente, para que llegue a la esencia de las cosas. Hay que tener los ojos y las uñas afilados. No soy un alienado ni un hermético, intento comunicarme con los hombres con los que coexisto y los que me sobrevivirán. Les muestro la punta de una cuerda y espero que tiren de ella. Pero el poeta tampoco hace milagros.
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Aymara Aymerich en el blog Gaspar, El Lugareño:
Por el Carlos Pintado Blvd
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4 comments:
que se corte el pelo please
Las palabras tienen muchas veces el terrible destino de no decirnos nada,hacen que desconozcamos aún más aquello que intentan revelarnos.Por eso,cuando alguien dice de sí,contradicciones y retrata demonios,es de agradecer.Joaquin badajoz,además de un buen amigo es un contemporaneo en quien consigo encontrar al ferreo crítico o al afiebrado lector y aunque confiezo que me habría gustado que contara otras cercanías y experiencias en su crecimiento dentro del corpus literario cubano en el que lo vi crecer o disentir,le doy gracias a Aimara por conseguir de él una buena razon para perder el sueño. (j.c.Valls)
Joaquin es un gran conversador, y un amigo que a veces por la premura en que andamos, y quizas los festivos encuentros me han impedido detenerme ante ese incisivo dialago hoy manifiesto,con esta entrevista te he re-descubierto.
Espero que los libros lleguen y el dialago continue siempre .
Mayra Marrero.
este tipo enamora..ni siquiera mire su foto...me di cuenta ahora que leo el otro post...
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