Thursday, January 14, 2010

Mañana es Navidad (por Sindo Pacheco)

Le agradezco nuevamente a Sindo Pacheco que comparta sus textos con los lectores de este blog. El post de hoy corresponde a un fragmento de su más reciente novela titulada Mañana es Navidad, publicada por la Editorial Iduna de esta ciudad de Miami.

Además, dejo el link al prólogo del libro escrito por Félix Luis Viera y que aparece en el blog La Primera Palabra.

Gaspar, El Lugareño


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Fotos/Blog Gaspar, El Lugareño (by Heriberto Hernández)
Sindo Pacheco y Félix Luis Viera, el pasado domingo día 3 de enero,
durante la presentacion del libro en la sede de la editorial Iduna.
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Mañana es Navidad (fragmento)

por Sindo Pacheco


Alberto amarró el puerquito a la llave del baño, y se puso a escoger el arroz. Apenas quedaba arroz para unos días. Se aproximaba el verano. Y el verano en Cuba se había vuelto difícil como los inviernos de Rusia.

Cuando Miriam hizo su entrada se encontró la sorpresa. Cargó al animalito y lo acarició largamente con un renovado sentimiento de maternidad. Luego se acercó a su esposo y le rodeó el cuello con sus brazos.

—Eres maravilloso.

Alberto esquivó su rostro, y el beso de Miriam se quedó en el aire.

—¿Qué te pasa?

—Nada. ¿Sabes cuánto costó…? ¡Trescientos pesos!

—¿Y qué tú piensas? Roberto y Julia compraron uno la semana pasada en cuatrocientos. Dentro de unos meses tú verás a cuánto valen. Todo va para arriba. No sé dónde vamos a parar.

Miriam fue a preparar un calderito con restos de comida, mientras Alberto le adaptaba un cajón de madera a la parrilla de su bicicleta, con su tapa y candado. Así nadie podía intrusear lo que llevaba o traía en su interior.

Las clases terminaron a mediados de mes, y siguieron dos semanas de pruebas finales, y luego las esperadas vacaciones; pero ya no eran como antes, que se pasaban una temporada en la playa, casi felices, con la niña correteando por la arena, y había comida y ron y Dominó por las noches… No obstante, pudo ocuparse del animal. Le gustaba mirarlo, disfrutar de aquel apetito que trituraba cuanto caía en el caldero. Era un ejemplar prieto, de patas cortas y columna arqueada como si no soportara el peso de la barriga. Alberto estaba orgulloso de él porque parecía engordar y agradecer cada alimento; pero la incomodidad iba aumentando. Cada vez tenía más peste, y orinaba y cagaba más, y cada vez se hacía más difícil hallarle la comida. Cuando le apretaba el hambre, se ponía a gruñir y podía llamar la atención de los vecinos. Estaba prohibido criar puercos en los patios de las casas. Las autoridades se hacían de la vista gorda ante la crisis alimenticia que sacudía al país, pero en los apartamentos era un asunto mucho más grave, y Alberto no quería verse enredado en un asunto de leyes.

Una tarde subía las escaleras cuando vio al inspector de Salud Pública, que detectaba criaderos de mosquitos. Lo conoció por el uniforme y la gorra gris cuando se despedía de un vecino del primer piso.

Alberto voló escaleras arriba y cerró su apartamento. Se metería en su cuarto y no abriría la puerta. Seguramente el tipo se cansaría de tocar y se marchaba del edificio; aunque definitivamente eso no resolvía el problema, vendría al día siguiente, o al otro, de forma imprevista y la cuestión sería peor. También algún vecino podía haberlo visto subir y decirle al inspector que él estaba ahí dentro, y levantaría más sospechas. Alberto caminó hasta el baño y arrastró al animal hasta el cuarto de Elisabeth y lo ató a la pata de la cama. Los inspectores no solían mirar los cuartos. Revisaban el baño y la cocina y el pequeño balcón en busca de aguas almacenadas que pudieran ser criaderos de mosquitos; pero si al animal le daba por gruñir, todo podía complicarse. Le pondrían una multa, una amonestación. Lo informarían a su centro de trabajo. Sus vecinos empezarían a mirarlo como a un irresponsable. Alberto no pudo terminar sus pensamientos pues sintió un gruñido de protesta. Había olvidado el caldero con la comida en el baño. Rápidamente lo llevó hasta la habitación de la niña; pero tampoco logró relajarse. El animal empezó a golpear el recipiente de un sitio a otro, contra el piso y las paredes del cuarto. Alberto se dirigió entonces a la cocina en busca de algo menos ruidoso. Junto a la pared que daba al balcón vio la palangana de plástico, colgada a una puntilla. Regresó con ella, la colocó en el piso, y vertió el contenido del caldero. Esta vez el animal golpeó la palangana con tal fuerza que la comida se desparramó sobre los mosaicos. Iba a pensar en otra solución cuando llamaron a la puerta.

Alberto cerró el cuarto de Elisabeth, y se dirigió a la sala en puntas de pie.

El timbre volvió a sonar, con más persistencia.

Alberto abrió, y ante él apareció el inspector, con una sonrisa en los labios.

—Buenas, ¿puedo pasar?

—Sí, cómo no, adelante.

—¿Tienen vasijas con agua en el apartamento?

—Un tanque plástico, pero lo mantenemos bien tapado. Está aquí en el balcón de la cocina.

Alberto casi lo arrastró hasta el recipiente.

El inspector alzó por una esquina el saco de yute que lo cubría, observó unos instantes, y volvió a taparlo.

—¿Y en el baño, compañero?

—En el baño no tenemos nada. Venga para que…

—No, no hace falta. Yo sé cuando me están diciendo la verdad —el hombre comenzó a llenar un modelo con la fecha de la visita.

—¿Sabe?, me dijeron que en este edificio están criando puercos.

—¿Sí…?

—Eso me dijeron, ¿usted cree que sea verdad?

—No, la gente habla mucha basura.

—Al que sorprendan en eso, le quitan el puerco y le ponen quinientos pesos de multa. No se puede jugar con la salud del pueblo, ¿verdad?

—Así es.

—La gente es tremenda. Con tanto campo que hay por ahí…

El inspector firmó el documento y se lo alargó a Alberto.

—Yo creo que quinientos es poco. Infractores como esos debían parar en la cárcel, ¿no cree?

—Así es.

—Ponga el comprobante detrás de la puerta, como constancia.

Alberto acompañó al inspector hasta la escalera. Antes de despedirse, éste le entregó una tarjeta.

—Ése es el teléfono de mi casa. Si se entera de algo, me avisa. Hay que evitar cualquier foco infeccioso.

—Descuide, yo lo llamo enseguida.

—Cuando se acueste, ponga atención a ver si escucha algún gruñido.

Alberto cerró la puerta, le dio la espalda, y se dejó caer en la butaca.

En ese momento entraba Miriam con Elisabeth del brazo.

—Ah, ya estás aquí —ella le dio un beso, y se quedó mirándolo—. ¿Qué ocurre?

—El susto que he pasado.

—¿Por qué…?

—Estuvo aquí el inspector.

—¿Qué inspector?

—Cuál va a ser…, el de los mosquitos.

—¡Bah!, que no fastidien, si no quieren que uno críe puercos, que nos den manteca. ¿Qué te dijo?

—Nada, lo escondí en el…

Pero no pudo terminar la frase ante los gritos de Elisabeth que salía disparada de su habitación y se acurrucaba junto a su madre.

—¿Qué pasó, mi amor? —Miriam le apartó la cara.

Elisabeth apuntaba hacia su cuarto, pero se había quedado sin voz.

Alberto se puso de pie.

—Es el puerquito, niña, voy a llevarlo para el baño.

Elisabeth continuaba sollozando, mientras su mamá la acariciaba.

—No hace nada, Eli. No le tengas miedo. ¿Por qué no miras Los Muñequitos?

La niña prendió el televisor, y Miriam se apresuró a limpiar el piso de su cuarto. Luego fue hasta el balcón y se sentó, exhausta, a contemplar el cielo: las estrellas invariables sobre el mismo firmamento, con la idea de Dios por encima de todo.

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otros textos de Sindo Pacheco (en este blog):
Las raíces del tamarindo
Eramos un hombre
Los Hijos de la Mar Océano

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