Capítulo 5: La escuela iba a sufrir
por Sindo Pacheco
(para el blog Gaspar, El Lugareño)
Salíamos del área de la escuela a respirar el aire puro, y luego entrábamos como buzos que se sumergen en las profundidades. Pero nuestra capacidad pul-monar disminuía, por lo que necesitábamos respirar más a menudo, salir a la su-perficie, a los campos, los ríos, la ciudad…, y nos levantaron las primeras actas, y las segundas y las terceras; y cada vez nos faltaba más el aire, sargento, viera, ya no nos han robado más nada, lo de ahora es el aire que se nos acaba, nos están robando el aire, nos ahogamos, sargento Antía, teniente Capote, capitán Rosabal.
El aire de la escuela se había vuelto rancio y viscoso. Cuando salíamos de Pase, la gente en la calle nos mostraba simpatía, nos imaginaban felices en una escuela ideal. Pobres gentes. Tan gentiles y tan equivocados. Ya no sopor-tábamos ni el traje de gala con su gorra de plato, ni la comida, ni los albergues, ni los enormes edificios. Todos los meses había algunos que se iban de Baja a pesar del expediente manchado. Entonces se organizaban turbas de alumnos que los perseguíamos arrojándole piedras por toda la escuela, y gritándole rajado, blandengue, traidor, pendejo; y los blandengues no hallaban dónde meterse, porque las turbas salíamos de todas partes. Nosotros vimos ese terror en los ojos de Julio Mantequilla. Ese día recorrió toda la escuela, los dormitorios, los edificios de lavandería, las aulas, los laboratorios. Lo hicimos correr por detrás de los campos de gimnasia, y por el campo de tiro, y Mantequilla caía al suelo, y se incorporaba y seguía, y los oficiales sonreían al ver cómo el patriotismo nos había calado tan profundo. Pero Mantequilla se fue de Baja, se esfumó. En el albergue y en el aula, se notaba el aire de su ausencia. Una mañana volvió a buscar los papeles para matricular la Secundaria. En pocos días Mantequilla había cambiado hasta de aspecto. Y los mismos que lo habíamos perseguido, ahora hablábamos con él: ¿cómo le había ido, qué le había pasado por desertar de la escuela…? ¿Cómo estaba la calle, la Secundaria, era verdad que ya tenía hasta una novia…? Y sentíamos envidia de él, de sus ropas civiles, de su pelo que ya le iba creciendo, de su libertad.
Un fin de semana el sargento le suspendió el Pase a toda la compañía y Fran Caballero, Rony y Pirolo fuimos a parar a una represa: Subimos a un bote, y remamos hasta unos cayos que tenía el embalse, enorme como un lago. Allí per-manecimos dos días comiendo lo que podíamos hallar, que era bien poco, ci-ruelas verdes y unas cuantas guayabas cotorreras. Pero nos sentíamos tan felices sin disciplina ni tenientes, que habíamos decidido construir una cabaña y quedarnos allí para siempre, cuando los responsables del bote vinieron a buscarnos, nos devolvieron a la orilla y llamaron a la Policía. Tuvimos que escapar a través de los bosques de teca y eucaliptos. Entonces se nos ocurrió a Frank Caballero ir al Sandino a ver el juego entre Azucareros e industriales, y llegamos al estadio oscureciendo, con una caña en la mano, que simbolizaba a nuestro equipo. En las gradas ya no cabía ni un alma, allí estaban Radio Rebelde y las cámaras de la televisión, y en la escuela nos habían reportado desaparecidos, seguramente ahogados, muertos, asesinados, y habían ordenado una moviliza-ción buscando nuestros cadáveres por los alrededores, por los ríos y por los cerros, cuando esa noche, en el momento en que Muñoz la desapareció por la banda opuesta, y el público se volvió como loco, y nosotros también, en ese momento la cámara que estaba haciendo un pase por el graderío, nos enfocó a los tres, agitando la caña, y el sargento Antía y los demás que seguían cada jugada por la televisión nos vieron allí disfrutando del partido. El sargento pegó un grito, y nos apuntó con su pistola.
Por poco le mete un tiro a la pantalla.
Eso decía todo el mundo al día siguiente, burlándose del sargento.
De modo que aquello sí que no se podía soportar. Y para dar el ejemplo a los demás, nos expulsaron por Mala Conducta. Nadie nos tiró una piedra. Los ami-gos nos abrazamos y nos llevamos papelitos de recuerdo, con la dirección de cada uno como si fuéramos a escribirnos muchas cartas, porque habíamos sido como hermanos, como hijos de un mismo tipo de orfandad.
Cuando habíamos caminado un buen pedazo volvimos la vista hacia la es-cuela. Parecía igualita, con sus edificios relucientes y su polígono y sus instalacio-nes, y hasta el sol detrás, rojizo, como la yema de un huevo, pero sabíamos que la escuela iba a sufrir. Pobre escuela. Qué sería de ella sin nosotros.
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Capítulo I: Donde una vez hubo una Virgen
Capítulo 2: Panchita tiene problemas
Capítulo 3: Los Ratones y Los Tigres
Capítulo 4: Eramos un hombre
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