Thursday, August 5, 2010

"Donde empieza y acaba el mundo". Capítulo XX. (Novela inédita de Carmen Duarte)

DONDE EMPIEZA Y ACABA EL MUNDO
CAPITULO XX


por Carmen Duarte
(para el Blog Gaspar, El Lugareño)


Un mes después de que Carlos pisara tierra cubana, fue nombrado Teniente Coronel del Ejército Libertador por el éxito de su misión en Estados Unidos: Las medicinas y los alimentos que trasladó desde Estados Unidos llegaron a la Isla en buen estado, a pesar de la enorme cantidad de agua que mojaron las cajas durante el viaje, y sus conversaciones con Estrada Palma habían dado muy buenos resultados, al extremo de que en la carta de respuesta al General Maceo, Estrada Palma le aseguraba que pronto vería decisivas señales de apoyo internacional a la causa rebelde.

Durante el viaje, Carlos había logrado salvar su diario de campaña y luego de llegar al campamento, le escribió una larga reflexión a Juana para contarle el pánico que sintió, mientras navegaba sobre aquel débil velero, durante las horas de tormenta. Punto por punto le describió la forma en que fue batido por la fiereza de las olas, como si fuera la hoja temblorosa de un almendro que al caer desde las ramas, es arrastrada por el viento. Y después de terminar con toda la agonía que vivió durante el viaje, se atrevió a preguntarle el por qué ella no había aparecido en medio de la tormenta, si tanto se lo había pedido. No obstante, a pesar del reproche, le agradeció por estar vivo, como si Juana hubiese sido de nuevo la responsable de su salvación.

No pasó mucho tiempo de su llegada a la Isla en que el General Lacret lo mandó a llamar a su tienda para encomendarle una nueva misión.

Esta vez debería llegar a la Ciudad de Matanzas para entrevistarse con un informante que los rebeldes tenían infiltrado en la Casa de Gobierno, al que debía de entregarle una nota firmada por el General. Si bien la misión no era tan peligrosa como el traslado del arsenal de armas o su viaje a Estados Unidos, tenía también sus riesgos porque no contaban con una muda de ropa con la que Carlos pudiese pasearse en Matanzas, sin levantar sospechas. Las prendas de vestir que Carlos había usado en Estados Unidos las tuvo que dejar atrás porque el velero era muy pequeño y no les quedó más remedio que darle prioridad a la carga de comida. Ante el inconveniente, El General Lacret decidió que Carlos caminara hasta la ciudad por la manigua y entrara en la noche, para ser visto lo menos posible, aunque de esta manera tardaría mucho más en ir y regresar.

Carlos aceptó la misión con la misma entereza que había aceptado las demás, sin embargo, desde que salió de la tienda del General, le comenzó a rondar el presentimiento de que no regresaría con vida al campamento, a tal punto que todo a su alrededor cobró un valor incalculable porque en su imaginación, lo estaba mirando por última vez. Los árboles, el chillido de los pájaros, sus compañeros, le parecieron en ese instante una obra perfecta y armónica de la naturaleza.

No obstante se propuso tomar sus precauciones y empezó por tratar de mejorar su aspecto con el afán de pasar inadvertido en Matanzas. Como había bajado unas veinte libras desde su regreso a la Isla, en el campamento le recomendaron que cogiera unas yaguas de palma y le cortara las hojas para trenzarlas y hacer una cuerda con que amarrarse los pantalones a la cintura. Uno de sus compañeros le recortó el cabello y una campesina le remendó el pantalón y la camisa sin mucho éxito porque la tela estaba tan podrida por la cantidad de agua de mar que le había caído que si intentaba zurcir algún hueco, se le abría otro, justo al lado de las puntadas.

Luego de haberse vestido con sus harapos, Carlos tejió otra cuerda más larga y se amarró su diario de campaña y la nota del General al pecho para no correr el riesgo de perderlos y fue a despedirse de Lacret. Después de la palabras de aliento del General y de los abrazos con que suelen despedirse los que van a una misión riesgosa, Carlos le hizo entrega al General de la trenza que Juana le dejó antes de morir, junto con una carta para su hermano que según su voluntad, debían ser entregadas a Federico si él moría en la misión.

El General tomó con mucha seriedad su pedido y no le hizo pregunta alguna, pero cuando le dio un último abrazo y le palpó el diario que llevaba atado al pecho, se separó de inmediato, mirando a Carlos con reproche. Carlos, que ya sabía el por qué del regaño, le juró una vez más al General que si sus notas corrían el peligro de caer en manos enemigas, se comería el cuaderno, página por página, antes de que se filtrara cualquier información.

Lacret no podía negarle nada a aquel muchacho que en tan poco tiempo se había destacado entre las fuerzas rebeldes por su inteligencia y valor, así que terminó aceptando la desobediencia y le deseó buena suerte en su misión.

Daban las cinco de la mañana en el reloj de bolsillo del General, cuando Carlos emprendió el viaje rumbo a la ciudad de Matanzas. Justo en ese momento un gallo comenzó a cantar y Carlos sonrió, al recordar el gallo que tenían Los Borrero en el patio de la Casa de Puentes Grandes, que enloquecía a todos porque cantaba a cualquier hora del día. Con la imagen de Juana en su memoria y su diario de campaña repleto de reflexiones y poemas, atado al pecho, se llenó del valor y la confianza que necesitaba para salir bien de esta nueva encomienda.

A medio día Carlos ya había avanzado unas diez millas, y muerto de cansancio se sentó bajo la sombra de un árbol a comerse unas naranjas que le había regalado el General para que se alimentara durante el viaje. A esa hora, el calor era tan insoportable que decidió tenderse a dormir sobre las raíces del gigantesco y frondoso roble que le guarecía, para luego aprovechar la tarde y retomar la caminata. Antes de acostarse miró a su alrededor y disfrutó del paisaje impresionante de aquella manigua donde la mano del hombre jamás había llegado. Bostezando, llegó a la conclusión de que no tendría pérdida porque a pesar de lo tupido de la vegetación, se divisaban bien los movimientos del sol y podía orientarse sin problemas.

Cuando dieron las tres de la tarde, El General Lacret tomó un minuto de descanso y miró hacia el cielo, unas nubes se arremolinaban anunciando agua y El General, se removió inquieto en el taburete. Luego, volvió a sus tareas con un suspiro de preocupación en la boca, hasta que ahuyentó los malos pensamientos de su cabeza, recordándose a sí mismo que Carlos era un joven muy inteligente que sabría orientarse bajo cualquier circunstancia en el monte.

Al despertar, Carlos se dio cuenta que los mosquitos se habían dando banquete picándolo por todos lados, al punto que las orejas le dolían de tantos pinchazos, pero su cansancio había sido tal que no sintió ni los zumbidos de los insectos durante la siesta. Se la había pasado soñando con una reunión de poetas en la casa de los Borrero, donde estuvo tan atareado en tratar de agradar a Esteban que se despertó con el cuerpo molido y el alma arrugada.

Después que se estiró y tomó un poco de agua que llevaba consigo, se dio cuenta que el cielo se había nublado. Trató de orientarse por el viento, pero la calma de la brisa era tan grande que abrió el mapa que le trazó el general sobre una hoja de plátano seca. Todo estaba muy claro y a la vez confuso, porque el camino a través del monte no tenía senderos ni caminos y mucho menos señas precisas para orientarse. Entonces decidió caminar en sentido opuesto de donde venía, seguro de que estaría en la dirección correcta.

El mal tiempo no se hizo esperar y pronto comenzó a caer un aguacero tan fuerte que le hizo detenerse por unos segundos para recuperarse del primer impacto. Decidido, Carlos continuó su camino, a sabiendas de que las huellas que dejó atrás se estaban borrando con las lluvias y que le sería más difícil regresar.

Antes de comenzar la noche, aún caía una llovizna fina, pero Carlos continuaba caminando sin parar, a pesar del fango que le llegaba a las rodillas y del intenso dolor de cabeza que desde hacía horas no le dejaba pensar claro. De pronto, se encontró con un riachuelo que aparecía en el mapa y el rostro se le llenó de alegría, seguro de que estaba andando hacia la ciudad de Matanzas sin pérdida alguna. Sin detenerse a calcular la profundidad, ni intensidad de la corriente del río y animado por lo cercana que le pareció la otra orilla, decidió cruzar antes de que terminara de ponerse el sol.

Primero se aseguró de que la nota del General y el diario que llevaba atados estaban bien sujetos y envueltos dentro del cuero con que los protegió al salir, y luego se metió en las aguas, ansioso por limpiarse el fango del camino y continuar, pero cuando solo había dado dos brazadas, una corriente que se ocultaba debajo de las aguas lo arrastró, dándole vueltas en la crecida provocada por las lluvias. Sin saber de dónde sacó las fuerzas para subir a flote, Carlos logró recuperar el aliento y nadar contra las fuerzas de las aguas para alcanzar el lado opuesto.

En breves minutos, los brazos no le dieron más y la distancia hasta la tierra se le fue haciendo cada vez más larga. La noche había caído totalmente y, enormemente agotado, se dejó arrastrar por las aguas convencido que se iría al fondo en cualquier momento, pero de repente, su cuerpo choco con varias piedras que sobresalían sobre la superficie y en un acto de supervivencia, se aguantó de ellas. Por unos segundos cogió aire y ánimo, luego se dio cuenta de que había más piedras en medio del riachuelo y poco a poco, fue avanzando aguantándose de ellas, hasta que el camino se le acabó. Aún le quedaba otro tramo para llegar a la otra orilla del río y se sentía con el cuerpo molido, pero no podía quedarse a mitad de las aguas y pidiéndole a Juana que lo protegiera, se lanzó a dar brazadas a diestra y siniestra. Para su sorpresa, en esa otra mitad del riachuelo la corriente no era tan fuerte y pudo alcanzar con más facilidad el margen del río y ponerse a salvo.

Ya en tierra, Carlos no pudo dar un paso más y al tratar de sentarse, se cayó al suelo de costado, hundiéndose en la superficie blanda de los mangles. Temiendo morirse ahogado en el fango, se incorporó y buscó con la mirada algún sitio donde guarecerse, hasta que vio un árbol de raíces gruesas que estaba bien cerca. Casi sin aliento, gateó hasta allí, y cuando comprobó que había alcanzado suelo firme, se tiró de bruces a pasar la noche.

A la mañana siguiente, Carlos se despertó con una intensa fiebre que le hacía temblar. El sol había salido y se disponía a elevarse en el cielo, pero él apenas podía tenerse en pie. Dando tumbos, regresó a la orilla y se lavó con las aguas frías, tratando de que se le bajara la temperatura. Cuando se sintió más fresco, se tendió bajo la sombra, hasta que al poco rato intentó ponerse en pie. Al verse erguido, palpó el diario que llevaba al pecho junto con la nota del General y se dispuso a continuar su camino, pero solo entonces se dio cuenta de que no sabía qué dirección coger. Angustiado tomó el mapa para orientarse y se dio cuenta de que aquellos vagos trazos no le servían para nada, luego levantó su mirada al sol, pero su cabeza estaba aún tan tupida por la fiebre que no atinó a determinar dónde estaba el este o el oeste.

Una hora después, luego de meter la cabeza en el río una y otra vez, sintió que le había bajado la fiebre y de repente, como si se le hubiera descorrido un velo de los ojos, empezó a reconocer dónde estaban los puntos cardinales. Lleno de alegría dirigió su mirada al cielo y dio gracias Juana por no lo haberlo abandonado. Acto seguido se puso de pie para continuar su marcha, pero una punzada en el estómago le hizo doblarse de hambre y recordar con rabia las naranjas que había perdido en el río.

Respirando fuerte para calmar el dolor que le producían los reclamos de su vientre, lanzó una mirada a su alrededor para ver si había algo que echarse a la boca, pero no tardó en darse cuenta que la única solución a mano era ponerse a pescar. La idea de permanecer más tiempo detenido en ese lugar, probando su suerte de pescador, lo exasperó al punto de que, sin pensarlo dos veces, se lanzó a caminar, calculando que si apretaba el paso, estaría en Matanzas antes de caer la noche y allí podría comer todo lo que deseara.

Sin embargo, no había hecho más que avanzar un tramo, cuando empezó a ver todo borroso y se detuvo una vez más para frotarse los ojos. Por suerte, a los pocos minutos logró ver más claro, pero temiendo que le estuviera regresando la fiebre, decidió tomar una piedra filosa de la margen del río y con ella comenzó a marcar cruces en los árboles que aparecían en su recorrido, para que le sirvieran de guía en caso de que volviera a perder el sentido de orientación.

Al dar las doce en punto del día, El General Lacret observó el sol radiante en el cielo y dio por sentado que Carlos debería entrar a Matanzas en la tarde. Para las tropas rebeldes era muy importante el éxito de la misión porque según la respuesta que trajera Carlos del informante infiltrado en la Casa de Gobierno, decidirían el plan de ataque en las zonas aledañas a la ciudad. Mientras que él no regresara, estaban condenados a esperar.

Pero, a las seis de la tarde Carlos aún estaba muy lejos de la ciudad, parado frente a la cruz que horas antes había grabado en uno de los árboles del camino. Con sus ojos delirantes por la fiebre, miraba con asombro la rudimentaria señal sin lograr explicarse cómo había vuelto a un punto por donde ya había pasado, cuando suponía que caminaba en dirección recta hacia Matanzas.

Hambriento, temblando por la fiebre y terriblemente contrariado, Carlos se tiró bajo el árbol para tratar de volverse a orientar. Pero al sentarse, su realidad cambió por completo: el monte ya no era el monte, todo a su alrededor empezó a brillar como si fuera oro y de una gruta amarillenta que no había visto nunca antes, salió una luz azul que se le acercó poco a poco produciéndole un gran bienestar, hasta que se dio cuenta que dentro de aquella luminosidad caminaba Juana, sonriendo con una felicidad enorme en su rostro, como jamás él la había visto.

Sintió que tenía algo caliente entre sus manos y quitó su vista de Juana, para mirarse los dedos y descubrió que tenía sobre sus palmas dos codornices asadas, con salsa de ajo por encima que olían de maravillas; desesperado comenzó a darle mordidas a las aves con un apetito tan voraz que tardó en darse cuenta que le aguardaba una telera de pan caliente y fresco, tirada a su lado que luego le sirvió para terminar de acompañar el banquete. Mientras tanto, Juana, parada frente a él, lo miraba comer con un amor infinito y él, de vez en cuando, le devolvía la mirada sonriéndole con la boca llena.

Cuando el General Lacret recibió la noticia sintió que el cielo le daba vueltas, a pesar de todo lo que había visto y oído desde que comenzó la guerra. No le cabía en la cabeza que hubieran encontrado el cadáver de Carlos con las manos peladas hasta los huesos y restos de su propia piel entre los dientes. No podía entender cómo un hombre había sido capaz de comerse sus manos. También le dijeron que algunas páginas del diario habían aparecido junto al cuerpo, masticadas y escupidas de tal manera que se les había borrado la tinta. Cuando pidió pruebas, le depositaron el cadáver de Carlos frente a los pies y le descubrieron las extremidades superiores para que se convenciera. También le mostraron algunas de las páginas del diario medio destruidas, incluso hasta le enseñaron los restos de la carta que el General le había enviado a su informante.

Con respeto a Carlos, El General mandó a darle sepultura inmediata al cadáver y le pidió a los soldados que no comentaran con nadie lo que habían visto. Luego se sentó a escribir sus condolencias a Federico Uhrbach y le envió la misiva ese mismo día, junto con la trenza de Juana y la carta que el difunto le había dejado al hermano, aprovechando que el relevo de Carlos salía para Matanzas a cumplir la misión que a él le costó la vida.

Dos meses después, Federico recibió la correspondencia y al leer las primeras letras de Carlos, rompió a llorar sin consuelo: “Hermano, si recibes esta, es porque he muerto. No te vayas nunca de Cayo Hueso porque allí está la tumba de Juana, recuerda que en ese punto empieza y se acaba el mundo”.


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DONDE EMPIEZA Y ACABA EL MUNDO (NOVELA HISTÓRICA). SINOPSIS.


Malva, una escritora cubana recién llegada a Miami, recibe de manos de un antiguo sepulturero de Cayo Hueso las actas de exhumación del cadáver de la poetisa Juana Borrero, víctima de una epidemia de tifus en 1896. El sepulturero le cuenta a Malva que en 1970 un grupo de cubanos residentes en Estados Unidos decidieron rescatar los restos de de la tumba donde estaba, para construirle un mausoleo a la olvidada poetisa, pero el intento resultó fallido porque el grupo jamás se puso de acuerdo y el sepulturero que era de descendencia cubana, decidió depositar los restos en la tumba de su familia.
Al analizar los documentos, Malva duda que el cadáver en cuestión pertenezca a la poetisa Juana Borrero y comienza a investigar con el fin de escribir una novela histórica con el tema.
Mientras Malva investiga, encuentra el amor en uno de sus viajes a Cayo Hueso y comienza una relación con David, epidemiólogo estadounidense que trabaja para Naciones Unidas quien le aclara a Malva que en la época en la que muere Juana, la mayoría de las víctimas de una epidemia se enterraban en fosas comunes. Esta corroboración alienta aún más a Malva en sus investigaciones. La pareja decide instalarse en Miami y vivir su idilio amoroso.

Esta novela estructurada en dos tiempos, Siglo XIX y Siglo XXI, mantiene un paralelo entre las relaciones amorosas de Juana Borrero con Carlos Pío Urbach y la escritora protagonista de la novela con David, estableciendo las diferencias y similitudes de las relaciones de pareja en ambos momentos históricos, pero destacando la pasión con que ambas mujeres enfrentan sus relaciones amorosas.

Durante un tercer viaje a Cayo Hueso, Malva y David sufren un accidente de tránsito que deja a Malva en coma. Durante este período de inconsciencia la escritora se traslada al siglo XIX donde vive en carne propia la muerte de Juana Borrero y descubre que en efecto, el cadáver fue enterrado en una fosa común.
Justo en el momento en que Malva recobra la conciencia, vuelve al tiempo actual y David que se encontraba a los pies de su cama velando por ella, muere de in infarto.
Pasa el tiempo, Malva ya es una escritora reconocida y regresa a Cayo Hueso, donde tiene una extraña experiencia en la que se le aparecen David y Juana, cuyas almas se encuentran juntas en el más allá.

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