Tuesday, August 3, 2010

El Trago de los Tigres (Novela inédita de Sindo Pacheco)

Capítulo 8: Ser verdadero
Foto Flickr (by Ken Berger)



por Sindo Pacheco
(para el blog Gaspar, El Lugareño)


Todos teníamos que ir a la Escuela al Campo, a sembrar tabaco o frijoles por una temporada, porque si no estabas frito, y no pasabas de grado, y te manchaban el Expediente. Había que trabajar durante el día, pero de noche andábamos como Cides Campeadores antes de entrar a Burgos, dándonos buenos chapuzones, sin importarnos si el agua estaba fría o el río crecido o si tenía remolinos y madres de agua y todas esas cosas que tienen los buenos ríos.

Desde el campamento se veían los campos roturados, listos para recibir las posturas de tabaco. Hacía fresco y brisa suave, y un vacío silencio de soledad de ser humano. Le llamaban el campamento como si estuviéramos en alguna guerra. Aquí todo está relacionado con la guerra. Un día vamos a ir a la guerra, a triunfar o morir, y así nos vamos preparando: Los macheteros, que cortan la caña para los ingenios, se agrupan en brigadas: Brigada Revolución de Octubre; los que operan las máquinas cortadoras, en pelotones: Pelotón de Combinadas XX Aniversario; Batallón Tal y Batallón Mascual; y los albergues son campamentos. Existen además Batallas por la Eficiencia, por la Productividad, Batallas por el Sexto Grado. Campañas Cafetaleras. Contiendas Azucareras.

Éramos la Brigada Siete, de turbineros, que cambiábamos los tubos cada una hora y luego descansábamos hasta que la tierra quedaba húmeda, bien empapada, con las posturas de tabaco buscando la luz del sol agradecidas, y volvíamos a cambiar los tubos, y entre un cambio y otro nos daba tiempo a caminar, a buscar guayabas, a darnos un chapuzón, o a ir al campamento de las muchachitas que era donde latía el corazón de aquellos campos porque allí estaba Ella, que siempre nos brindaba refrescos, y dulces y galletitas, y besos rosados repletos de calorías.

Fuimos a los potreros de la granja, a conseguir un buen caballo. Nos armamos de cintos y de cuerdas, y a la semana exacta ya teníamos en qué montar. Los atamos cerca del campamento, a la orilla de un arroyo para que pudieran beber agua, y le llevábamos hierba para verlos comer de nuestras manos. Algunas noches pasábamos bien cerca del campamento de las muchachitas de manera que ellas sintieran el tropel, y supieran que íbamos por ahí, como almas que se lleva el diablo. Porque nada hacíamos con Ella si no teníamos caballo, si no podíamos salir a la noche oscura, y desaparecer, y luego volver de madrugada, con el sereno del trayecto en los pulmones, y que las muchachitas supieran de una vez y se fijaran y se dieran cuenta por sí mismas, de lo que éramos capaces, aparte de amarlas toda la vida. Y cuando nos dolía la cabeza, nos tocábamos la frente para que Ella se alarmara, para verla así preocupada, con ese rostro a punto de llorar, y nos trajera aspirina, y jugo de naranja, y preguntara si hemos mejorado, cada minuto preguntando, Ella necesita saber, necesita que estemos mejor, que estemos aptos, y nos acaricia, nos pasa la mano por el pelo, y sentimos que nos quiere, que no puede vivir sin nosotros, y ya no resistimos verla así, tan preocupada, nos preocupa eso, que siga preocupada, y estamos mejor, mucho mejor, gracias, gracias a Ella, y nos despedimos, y nos ocultamos y volvemos a nuestro caballo, al campamento, buscando los recovecos, los senderos más ocultos, que nadie nos vea, que los profesores no nos vean así de héroe y sientan envidia, y quieran expulsarnos, seamos un bandolero, un bandido robador de caballos, un delincuente.

Dormíamos sobre literas de hierro o de madera, con sacos de yute como fondo, cuyo olor especial iba a ser para nosotros el mismo aunque pasaran los años: olor a yute: olor de Escuela al Campo:

Qué le dijo el chivo a la rana.

Y qué le dijo una nalga a la otra.

Y qué le dijo la barriga al espinazo.

Y Fidel a Raúl…

Y cuál es el animal que esto y el animal que aquello.

Y el colmo de tal y tal.

Y se sube el telón y se baja el telón.

—Cállense de una vez que no dejan dormir.

—A callar a tus gallinas.

—Fulano: Bemba de cloche.

—Y tú…, Tibor de cedro.

—Son las dos de la mañana.

—Mañana es domingo.

—Te meto el pingo.

—Méteselo a tu madre.

—Rony, ponme una piedra con tu hermana.

—Con tu madre.

—La tuya que es mi comadre.

—Voy a llamar al director.

—Cállate, imbañable.

—Perico imbañable, peste a pata.

—Silencio, caballeros.

—Hay que dormir.

—Váyanse para afuera a joder.

—Hay mucho frío.

—Pues cállense.

—A callar a tus gallinas.

—Me cago en la mierda.

Salimos afuera, contentos, felices, a cantar bajo las estrellas alguna canción que dijera algo como sin ti no puedo vivir, bésame mucho, necesito tu amor, en fin, que hablara de Ella, de muchachas bonitas, de tristezas, de amores verdaderos. Éramos eso: verdaderos. Fue una época muy corta en que fuimos verdaderos. Ser verdadero es un sentimiento, una noción, algo que está en el aire o dentro de uno, pero que al mismo tiempo no se puede captar. Solo al cabo del tiempo, cuando empezamos a ser falsos ocurrió el descubrimiento.

Una noche fuimos a comer naranjas. Cerca del campamento había un naranjal, cuyos frutos, radiantes como lunas doradas, nos enviaban sus brillos, sus señales, mensajes cifrados que decían tómame, desvísteme, chúpame, disfruta mi acidez, embarra tu cuerpo de mi jugo para irme en ti, y luego arroja mis restos al camino. Pero nos levantaron un acta, escrita con tinta china en un papel de primera: a las tantas horas del día tal fuimos sorprendidos robando frutos menores (grupo de los cítricos), aprovechando las sombras de la noche para cometer tal fechoría contra la propiedad del pueblo, perjudicando a niños y ancianos para los cuales estaba destinado ese producto…

Así que estábamos fritos, y nos dieron deseos de ver a Ella. Cuando pasamos mucho tiempo sin mirarla, la sangre se nos comienza a helar, a poner densa, a dejarnos como sin fuerzas, a punto de un infarto. Sólo el calor de sus ojos, de sus manos, de su cuerpo nos devuelve el flujo sanguíneo y nos revive. Hacía como diez horas que no la veíamos, que no nos miraba, que no nos brindaba un refresco. Y nos fuimos sin permiso, medio moribundos, arrastrando los pies hasta el campamento de las muchachitas. Eso es tan fatal como ir a la Iglesia, o traicionar la patria. Faltó poco para que mandaran a buscar a nuestros padres. Lo peor de todo fue el horario: llegamos a las tres de la madrugada, y silbamos bajito, y ellas salieron en silencio, y nos fuimos las parejas para una Casa de Tabaco a quitarnos aquel frío helado que hacían las noches interminables. Nos citaron a una reunión secreta porque aquello de acostarnos con las muchachitas en la Casa de Tabaco sí era grave, gravísimo, y si ellos querían podíamos ser llevados a la policía, a un juicio, a una granja, la cárcel y hasta el pelotón de fusilamiento, pero íbamos a dejar las cosas así, en secreto, en el más absoluto secreto, nos fijáramos bien, debido al gran aprecio que ya le tenían a nuestros padres, que vivían avergonzados de nuestro irracional comportamiento, y nos fuimos tranquilos, y prometimos y firmamos, estábamos de acuerdo, todo quedaba en secreto, puras tumbas, no iba a volver a suceder.

Pero después nos sorprendieron con los caballos en pleno terraplén y nos expulsaron del campamento. Esa vez no se acordaron del aprecio a nuestros padres.

Atrás quedó el tabaco y la turbina y los tubos y el campamento de las muchachitas, que era como irse y dejar el corazón.

Fuimos a ver a Tormenta, ya por última vez. Jamás comería en nuestras manos la hierba que dobla y que mastica sin dejar de mover la cabeza, diciendo que sí con la cabeza, que le gusta la hierba, que está rica, sí, exquisita, sí, y mira, Tormenta, es duro, pero tenemos que separarnos, sí, fuiste un gran socio, sí, pero ya no tendrás que esperarnos, no, que llevarnos, no, que transportarnos, no, fuimos amigos, buenos amigos, sí, y puede ser que no volvamos a vernos, no, a pesar de que te hicimos, sí, casi que te inventamos, sí, un día te escogimos, sí, tenías la crin larga y brillante, sí, sabíamos que te acostumbrarías a nosotros, sí, a reconocernos, sí, a dejarte acariciar, sí, a esperarnos, sí, pero ahora te quedarás en tu potrero, en tu soledad, sí, en tu vida sin dueño, sí, y ya no volverás a llamarte Tormenta, no, nunca más…

Después la gente volvió al pueblo y volvimos al aula, y allí estaba Ella, y volvimos a sentir el Sol que seguía calentándonos; pero no duramos una semana sin que nos expulsaran definitivamente. Frank Caballero tuvo suerte que a su papá le habían tomado mucho aprecio, y lo volvieron a matricular, pero a nosotros, de padres obreros pobres diablos cabezas huecas que somos, no nos pudieron resolver.

Pero íbamos a ser más libres sin Melibeas, ni Electroaguajes, ni directores, ni actas, sin tener que levantarnos temprano, ni forrar las libretas ni sacarle punta al lápiz. Y el mundo entero era nuestro como una ilusión de libertad.

Eso fue al principio. Al cabo de los días no sabíamos qué hacer con tanto frío. Íbamos a la Secundaria a ver si veíamos a Ella, si podía calentarnos aunque fuera por un rincón del receso. No sabíamos que nos hiciera tanta falta.

Pero Ella también se fue apagando. Su luz necesitaba de nosotros para poder calentar, y ya no estábamos allí para alumbrarla. Sus ojos muertos y opacos ya no podían mirarnos con aquel calor que ponía a hervir la sangre.

Nos salimos de sus ojos como el que se cura de una larga enfermedad o se enferma para siempre de otra enfermedad incurable.

Tampoco entraríamos jamás a un aula, ni a una escuela.

Algo nos estaba transformando en otra cosa diferente.

Ya no éramos verdaderos.

Y nos fuimos allí, donde una vez hubo una Virgen.

Era un lugar privilegiado, en la unión de la Avenida Libertad y la Carretera Central, junto a un parque infantil donde alguna vez giramos en el tío vivo, nos deslizamos por los toboganes y montamos cachumbambé. A un lado estaba la vieja gasolinera, con sus bombas de gasolina y de diesel, su tienda de piezas de repuestos y su local para lavar los carros, y al frente, la pizzería Milanesa donde podíamos disfrutar pizzas de queso y espaguetis a la napolitana, y alguna vez también conseguir unas cervezas, y un poco más acá el Taller de Refrigeración. Del otro lado la Carretera Central se abría en el Paseo, con sus dos hileras de álamos firmes como centinelas de guardia. También por allí estaba el Hotel Sevilla y el Perla, y más allá la calle Valle, con su iglesia y su Colonia Española, y su cine y su parque José Martí, también con álamos frondosos y con siete palmas reales, correspondiente a las siete Islas Canarias. Esta zona quedaba más o menos así:


Luego, al sur, el Ferrocarril Central, que fue lo primero que llegó al pueblo, antes que los isleños de Canarias, y por donde se construyeron las primeras viviendas con tabloncillo de pino tea y con horcones torneados de jiquí, que venían por mar del Canadá. Alrededor de todo eso estaban el Barrio Obrero, y el Jobo, y el Rastro y el Pelayo Cuervo, y el Reparto Canarias, cuyas calles tenían el nombre de las siete Islas y más allá los campos, el país, defectuoso y excesivo, bastante largo por un lado pero demasiado estrecho por el otro, rodeado de agua como un enorme castillo medieval sin puentes levadizos, y finalmente los mares adyacentes y las tierras más próximas a Cuba.

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