Parte 2. Capítulo 1: Parecíamos eternos
por Sindo Pacheco
(para el blog Gaspar, El Lugareño)
Un domingo Santiago hablamos de una muchacha, y vio que era bueno. Al día siguiente dijo que la iba a enamorar. El martes dijimos que eran novios. El miércoles que se la iba a llevar, y separó la ropa buena de la mala, y la echó en un maletín, y también vio que era bueno. El jueves nos la llevamos de Luna de Miel. El viernes regresaron de marido y mujer; y el séptimo día vio que todo era bueno y descansó y vino a la Virgen: ya era un tipo responsable, con familia, ya Santiago no era Santiago, era una familia, comprendiéramos, tenía que esforzarse, trabajar, buscar el sustento. Y nos sentimos como esos huérfanos que de pronto pierden a un hermano. Su casa tenía un cuarto pequeño en el patio, y allí se fue a vivir la familia. Santiago le había puesto un letrero con pintura roja: Villa Maribel, en honor a su muchacha, que tenía el pelo rizado, y rubio, y lo había arrancado del grupo, lo había raptado, lo tenía en el bolsillo, pero no podíamos hacer nada, porque aquel cuartico miserable era como el paraíso, y porque ella tenía luz en sus ojos, y se veía que lo quería, así cabeza hueca y todo; y empezó a ser una más entre nosotros. A veces dejábamos la Virgen para ir a su cuarto, con una botella de vino seco o con un pomo de alcohol de noventa o cualquier bebida que sirviera de pretexto para estar juntos unas horas. Terminábamos cantando canciones de Nino Bravo o de Camilo Sesto o José Feliciano, o diciendo poemas de una mujer que un día iba a pasar por nuestras vidas sin saber que pasaba.
Santiago se fue a trabajar para una brigada de construcción. Y después Manet, Marcelito, todos. A las seis de la mañana subíamos al camión que nos llevaba a la obra, a echarle cemento y arena y hormigón a la concretera, o subir el concreto en carretillas para ir fundiendo los techos.
La primera quincena sacamos la cuenta de las cosas que podíamos comprar. Alguien medio comemierda dijimos que el primer sueldo era bonito dárselo a la madre, así completico, sin comprar ni un refresco, ni una botella de ron, ni una jarrita de cerveza.
Cuando vimos que no existía más nada, repetición tras repetición, día tras día, nos fuimos aburriendo de la construcción.
Ya no soportábamos los jefes.
Ni el cemento.
Ni el camión.
Lo que nos pagaban era una miseria.
No nos duraba dos días.
No alcanzaba para nada.
Todo.
Empezamos a faltar: una vez al mes, dos veces al mes, una vez por semana, primera reunión con nosotros, no podíamos faltar más, a las tres ausencias nos daban Baja Automática, qué nos creíamos, dos veces por semana, segunda reunión, si faltábamos de nuevo nos mandarían al Ministerio de Trabajo, a la policía, Virgencita, tres veces por semana, nos aplicarían la Ley de la Vagancia, la Ley de Fuga, la Ley de Newton, la Ley de los Cambios Cuantitativos a Cualitativos, y de ahí seis meses para el sur del Jíbaro, Virgencita, a podrirnos en las arroceras, y pedimos la baja, y nos fuimos antes que hicieran la tercera reunión.
Únicamente nos quedamos Santiago, que tenía mujer, y que pronto iba a ser padre.
Y otra vez nos embullamos a ir a las fiestas, a bailar, a enamorar a las muchachas; aunque seguíamos con los mismos planes de vivir sin hacer planes y con el mismo futuro de no pensar en el futuro.
De modo que volvimos a ir al Club y a las fiestas de la Colonia Española, donde el grupo Alma Joven tocaba canciones del ayer reciente, de grupos bíblicos como Los Diablos, Los Ángeles o Barrabás.
Los sábados a las siete de la noche estábamos bien peinados, los zapatos brillosos, unos con tres pesos, o con cuatro, o con cinco o seis pesos en el bolsillo. A veces comprábamos una o dos botellas de vino seco, y le echábamos azúcar y limón, y un poco de alcohol de noventa, rojo de rojo aseptil o amarillo de timerosal, y nos íbamos para la casa de Marcelito, que vivía con su abuela Pita Repita, frente a la Secundaria, a pocas cuadras de la Colonia Española.
Pita era de la orden rosacruz, y tenía unos libros interesantes del destino y de las reencarnaciones y según el día y el mes en que habíamos nacido nos adivinaba lo que éramos cada uno de nosotros, los órganos que nos dolían, o que estaban a punto de fallarnos, y lo que íbamos a ser en el futuro y en la próxima vida, las actas que nos iban a levantar, y todos los sinsabores y alegrías que nos deparaba el destino.
Nos tomábamos el vino seco según explicaba el libro, escuchando canciones de muchachas, y llegábamos a la fiesta, medios en nota, con las orejas calientes y los rostros brillosos. El grupo Alma Joven era una cosa divina. Juan hacía vibrar la guitarra prima con un pomito en su mano izquierda que corría por las cuerdas: Oh, my Woman, oh, my girl. Y bailábamos una pieza y dos y una tanda completa y conseguíamos alguna amiga que apenas nos duraba unos días porque no nos interesaba (después que uno ha tenido al Sol, de qué nos sirve el resto de los astros), y las dejábamos embarcadas para ir a la cervecera o ver a Maribel que tenía una pelota en la barriga y pronto íbamos a tener el primer hijo.
De modo que había que hacer algo para darle sentido a nuestras vidas, para romper aquel inmovilismo, y se nos ocurrió voltear el tronco gigantesco de un algarrobo, que como un mausoleo a la pasividad, estaba tirado allí, frente al aserrío desde que La Habana era de tabla, y donde los viejos se sentaban a tomar el sol en las frías mañanas de diciembre. Fuimos dos o tres, pero apenas pudimos ni moverlo. Tuvimos que volver a la Colonia y juntar a diez o doce valientes para darle la vuelta a aquel portento, que estaba podrido por debajo, debido a la humedad; y miles de insectos se aprovecharon y, libres al fin, salieron en todas direcciones, luego de permanecer allí desde la eternidad, soportando aquel peso brutal, sin que nadie hiciera algo por ellos.
Pero en nada cambió la situación. El Sol secó la podredumbre y los viejos volvieron a sentarse. El madero se puso liso y brillante por arriba, y empezó a podrirse por debajo, y volvieron los insectos.
Por aquella época empezaron las vacaciones de verano y la playa y los carnavales.
Durante el día conseguíamos algún trabajo como cavar los cimientos de una casa, o cualquier tipo de ajuste con los campesinos, y luego nos íbamos para Fomento o para Placetas o Sancti Spiritus. Reuníamos el dinero, separábamos lo necesario para el pasaje de regreso: el pasaje sí que no, el pasaje es intocable, y cuando no nos quedaba ni un centavo, ni un kilo prieto, nos bebíamos el pasaje; cada buche de cerveza equivalía a unos cuantos kilómetros de regreso. Así que al final ya nos habíamos tomado casi toda la Carretera Central o la Vía Férrea. Llegábamos al pueblo al día siguiente, en botellas, con ojeras negras debajo de los ojos, pero con buen ánimo para volver a la fiesta por la noche.
Con cinco pesos le dábamos la vuelta al paraíso, y bebíamos y bailábamos y parecíamos eternos. Pero ese año nos llegó la citación para el Servicio Militar,
tres años para el verde,
pelados al rape,
siete pesos al mes,
sin Pase,
sin novias,
sin carnavales,
todo.
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1 comment:
Hermoso cómo describes la entrada en la adultez (qué adultez más triste, después de una juventud no precisamente divertida.) Y eso de la viejita rosacruz...¿es que todos tuvimos en la vida una viejita rosacruz? Ahora espero impaciente el capítulo del verde y en qué termina esa Maribel embarazada...mientras no le ponga los cuernos al otro pobre...
cariños taoseños...
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