Monday, August 2, 2010

Orlando Rossardi ofreció una lectura de poesía en Zu Galeria


En la noche del sábado 31 de julio Orlando Rossardi ofreció una lectura de poesía en Zu Galeria.

Las palabras de presentación estuvieron a cargo de Joaquín Badajoz, quien amablemente las comparte con los lectores del blog Gaspar, El Lugareño.



Rossardi a vuela pluma: breve itinerario poético


por Joaquín Badajoz.
Fairlawn, Miami, Julio 31 i 2010


Pudiera decirse que Orlando Rossardi es el más español de nuestros poetas contemporáneos, sino fuera porque la angustia, la soledad y el asombro del que “se embarca en un violín y naufraga” —como dice un verso de Nicanor Parra—, lo delatan. Porque Cuba nunca ha faltado de su poesía: cósmica, la isla patria, se discute omnipresente sus versos, los sobrevuela. Puede ser una alusión, un trasteo de guitarras, “el océano de cañas que le avienta la mirada”, una música solaz y acompasada, un paisaje o una memoria que se devuelve. La patria holograma, la de las invenciones y la nostalgia, se las arregla siempre para entrar de contrabando entre sus versos. Ya en su primer libro El diámetro y lo estero (1964), publicado en Madrid, tres de sus poemas están dedicados a Cuba, mientras viaja aún “cargado de la patria rabiseca”. Veintisiete años después, en Los espacios llenos (1991), aliviado el dolor y reconciliado con su itinerario de pérdidas —las que años más tarde conformarán un detallado inventario en Libro de las pérdidas (2008)—, dirá: “Cuba es la palabra no aprendida./ De dos golpes (uno de salida, otro de entrada)/ tuve que decirla muchas veces/ para hacerla poderosa, blandamente/ de los pies a la cabeza.” Paradójicamente, esa recurrencia insular, no lo hace menos español. Es un poeta cubano, pero es también una voz que se posa y que florece en las ramas del árbol lírico peninsular.

Y no es sólo que todos sus libros hayan sido publicado en casas editoriales españolas, ni siquiera que sus largas e intermitentes estadías ibéricas le hayan dado ese sentido de pertenencia a una región del idioma que su exilio anglosajón después le ha negado —a fin de cuentas, todo desarraigado busca echar raíces, absorber alguna savia vital—, sino que bajo el aplomo de su poética, entre los timbres de esa lírica, a tiempos conversacional, regurgitan las sombras de Salinas, Celaya, Cernuda, Diego, Jorge Guillén, Antonio Machado o Juan Ramón Jiménez, aunque a veces su verbo esté atizado por cierta rispidez vallejiana.

Siendo un poeta tan generacional —gran parte de su obra está dedicada, dialoga constantemente o cita a algunos de los escritores cubanos más notables de la generación del 60: René Ariza, Rita Geada, Mauricio Fernández, Amando Fernández, Matías Montes Huidobro, Uva Clavijo, Reinaldo García Ramos, César López, Pío E. Serrano, Humberto López Morales, Amelia del Castillo, Ángel Cuadra—, también conversa estéticamente con la tradición y el canon poético español, lo que ya habían notado tempranamente Yara González y Matías Montes Huidobro en Bibliografía crítica de la poesía Cubana (Plaza Mayor, New York, 1972), más tarde Olga Connor y finalmente Santiago Montobbio en su detallado ensayo crítico La poesía de Orlando Rossardi (Casi la Voz, Aduana Vieja, Valencia, 2009). Solo basta aclarar que no se trata de simples influencias —un fenómeno común a toda la literatura hispanoamericana—, sino del pulseo con la sensibilidad, de la apropiaciónde los mismos temas, desvelos, ambientes y soluciones estéticas que cualquier joven poeta madrileño de su época, de su “conexión espiritual”, le llaman González y Montes, “con la poesía ibérica” (1) .

Curiosamente, la obra de Rossardi transita por un camino paralelo al de sus contemporáneos en la isla, como asolada por el mismo destino. Después de sus dos primeros cuadernos: El diámetro y lo estero (Agora, Madrid, 1964) y Que voy de vuelo (Plenitud, Madrid, 1970) se abre un silencio poético editorial, que no creativo, de veinte años, un período en el que publica varios libros de ensayos, dentro de los que se destaca su tesis doctoral León de Greiff: Una poética de vanguardia (Playor, Madrid, 1974) e Historia de la Literatura Hispanoamericana Contemporánea (UNED, Madrid, 1976), en seis tomos. Silencio que rompe con dos libros esenciales Los espacios llenos (Verbum, Madrid, 1991) y Memoria de mi (Betania, Madrid, 1996). Fue a través de este segundo libro que me llegó furtivo como una Samizdat, iluminada por la gracia de Gutemberg y la sonrisa cómplice de Ion de la Riva, a la sazón director del Centro Cultural de España en La Habana, que conocí la obra de Rossardi, borrado como muchos otros de la hagiografía poética insular. De este episodio a la fecha han pasado unos 14 años. Cuando leía al hombre “que no quiso estarse quieto ante el milagro”, no podía siquiera sospechar que compartiríamos andaduras una década después en la Academia Norteamericana de la Lengua Española, ni que podría gozar del privilegio de su amistad. Y es que Rossardi, como todo buen poeta es un hombre lleno de contradicciones, de esas proteicas y sustanciosas que engendran el mito y otorgan el don de la ubicuidad.

De la misma manera que logra tocar la raíz hispana sin renunciar a su cubanismo, puede proyectarse transgeneracional sin dejar de comulgar con sus coetáneos. Por eso puede mostrarse generoso y filial con un escritor al que aventaja en universos conquistados y también disfrutar de ciertacomplicidad afectuosa e intelectual con otros grandes hispanocubanos, que ya eran capitales cuando Rossardi era un adolescente, y que son, quiero creer, dos de los poetas que más admira: Eugenio Florit y Gastón Baquero, con los que mantuvo una estrecha amistad.

Curioso al fin, aquel librico, de apenas 30 o 40 poemas, que incluía además una sección de excelentes prosas poéticas, fue el dintel para asomarme ansioso a una obra mayúscula que yo desconocía, cuatro décadas de ejercicio poético que se traducen en siete libros de poesía. La mayoría de ellos recogidos en la antología personal Casi la voz (Aduana Vieja, Valencia, España 2009), que incluye textos desde 1960 hasta 2008. Es cierto que hay escritores que han publicado mucho más, pero también hay muchos que se encumbrarían con uno solo de sus libros. La poesía es tenaz, difícil de pescar. Sobre todo para un poeta de fundamento trascendental, que sabe que el mundo sólo es cognoscible a través de la sombra proyectada por uno mismo o por otros, y que escribe: “Las tardes y los golpes de este hombre/ se dieron como se dan, a veces, los golpes y las tardes; ¡deslumbrantes, serios, torrenciales!/ Quiso no hacerles caso pero eran suyos/ y no tuvo más remedio que meterles todo el alma.” (Memoria de mí, 1996). Lírica de deslumbramientos, exclamatoria, desgarrada, que evade lo oscuro y se refugia en los prístino, buscando esa imagen transparente que explique su lugar en la tierra, que muestre el ensarte de visiones que el poeta ha conquistado para sus semejantes. Por eso dice Rossardi, en una bellísima estanza, que es de cierto modo, una profesión de fe, el resumen de su concepción estética: “La poesía no pica/ como pez en aguas turbias./ El poema la caza/—en vuelo abierto—/ por el aire claro.” (Los espacios llenos, Madrid, 1991)

Rossardi está presentando también esta noche su último libro Canto en la Florida, editado y publicado por Fabio Murrieta en Aduana Vieja (abril, 2010) —otra de esa magias fortuitas que me hacen regresar en el tiempo, a aquella época en la que compartí proyectos y ansiedades con el excelente editor y ensayista vueltabajero Murrieta, desde hace más de una década residente en España—.A la manera de los viejos legajos, o archivos de Indias, este cuaderno-plaquette, tiene un espíritu casi artesanal, la intensión de un libro objeto, como una antigua carpeta en la que se almacenan los pliegos de 24 crónicas del nuevo mundo, 24 poemas en los que el poeta, con calculada ambigüedad, anuncia que canta en esta tierra descubierta un día de pascua de resurrección, mientras, al unísono, canta a esa península, a la que alegóricamente llama “isla florida”, lengua continental al septentrión de la antilla mayor, en la que se ha trazado gran parte del viaje vital de la Cuba reverso. Por este libro pasa San Agustín, la primera ciudad española (y europea) en EE.UU.; los Everglades, Cayo Hueso; Tampa, con su cubanísima Ybor City, donde el maestro se sienta a diseñar la nación de humo, mientras recita: “La patria —templo, gacela—/ es novia nueva/ que enamoradamente espera”; Mariel, el otro extremo de ese puente marítimo que unió por varios meses las dos “islas floridas”; por supuesto, Miami, su Calle Ocho, su Torre de la Libertad; Coral Gables, con su “milla del milagro”; y episodios, vegetaciones trasplantadas. Canto en la Florida cierra con un epitafio en el que la suerte del poeta converge con la de la topografía (en)cantada. El viajero inmóvil se aferra a una nueva geografía, termina fundiéndose en una nueva identidad, raigal, premonitoria, cuando advierte: “(…) Bajo esta tierra/ está el futuro de las cosas, y está el pasado/ que parece no haber sido otra memoria/ que los versos que ahora escribo,/ por dejar —sin mucha o demasiada prisa—/ solo huesos que se escapen de su suerte”.

Antes de concluir, sólo convoco al ángel del silencio, ese que detiene el tiempo y aplaca todos los ruidos, las visitaciones. Lo común es que los poetas destrocen sus versos cuando cantan; los que han escuchado a Rossardi sabrán que en este caso sucede todo lo contrario, su poesía adquiere el ritmo de un ensalmo, crece, retumba, penetra sigilosa, como si con cada palabra regresara a ese instante de asombros en que el poeta descubre el poder taumatúrgico de una palabra.

(1) Montes Huidobro, Matías y Yara González. Bibliografía crítica de la poesía cubana (Exilio: 1959-1971). Plaza Mayor Ediciones, New York, 1972.
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Fotos/ Blog Gaspar, El Lugareño

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