Parte 3. Capítulo 5. Lo más alto y lo más profundo
por Sindo Pacheco
(para el blog Gaspar, El Lugareño)
Cuando venían los Caballitos al parque La Palmita, cambiaba la vida de nosotros. Ya desde las cinco de la tarde se llenaba todo de gente, y luego de luces que giraban con el carrusel, o con la Estrella, o parecían péndulos siguiendo el recorrido de los barcos, que se mecían como un columpio impulsado con dos gruesas sogas cruzadas como una equis. A veces se elevaban altísimo, y se quedaban un instante allá arriba, nosotros de cabeza, viéndolo todo al revés, hasta que reiniciaba su recorrido, y las mujeres nos miraban y se llevaba una mano a la boca, alarmadas, y el encargado tenía que ponerle los frenos porque nos podíamos matar. También nos gustaba el Sacatripas, que corría a toda velocidad por una especie de vía férrea llena de elevaciones, y uno tenía que apretar bien los dientes para que no se nos saliera el corazón. Pero lo que más nos gustaba era la Estrella, que tenía montones de pies de altura. Era la primera vez que subíamos tan alto. Desde allá arriba se podía divisar casi todo el pueblo, la calle Valle, las dos iglesias con sus altas torres, los barrios, la loma de La Campana, la Refinería de petróleo, sus enormes tanques pintados de aluminio; y si era de noche se veían las luces de los postes, y de las casas, y las luces de los vehículos que iban por el Paseo o por la Carretera Central. Había además Tiros al Blanco, y Tiros de Argollas que se enganchaban en un tubito como haríamos tiempo después con el sombrero en La Virgen, y vendían caramelos y dulces y algodón de azúcar. La música sonaba por los altoparlantes y casi siempre cantaban la canción de Marcelino Pan y Vino, todo pan y todo vino. Y nosotros vivíamos embriagados de un vino especial como no lo habíamos probado nunca. Luego, un día, se iban. Los veíamos marcharse con los aparatos hechos piezas, como hierros abandonados encima de los camiones. Era la tristeza. Y aunque siempre volvían la siguiente temporada, una vez ya nunca regresaron, y no queríamos mirar el parque La Palmita, tan oscuro, y la palma allí, tan solitaria.
Entonces íbamos al Charco de Pedro, allá por la Refinería, a darnos algunos buenos chapuzones y zambullir, y jugar a los Agarrados. No tuvimos que aprender a nadar pues como buenos cachorros, sólo nos bastó caer al agua. El Charco lo abrían a los ocho de la mañana, que era la hora exacta de llegar. Nos quitábamos la ropa, la ocultábamos en algún lugar seguro, y luego de un breve calentamiento, empezábamos el juego que consistía en que uno de nosotros siempre perseguía a los demás. Si lograba atrapar a alguien, éste se convertía en su sustituto, y así se libraba del castigo ese de perseguir. No había opciones: Perseguidos o Perseguidores, como si fuéramos a ser eso en el futuro. Preferíamos ser perseguidos que perseguidores, a pesar de tener que huir, sin descanso ni tregua por el agua, fuera del agua, debajo del agua, y por todos los caminos; entonces no sabíamos que la vida, los caminos de la vida, podían llevarnos por el triste camino de los que se alejan y no vuelven más. Éramos Juan Ramón, Pirolo, Ale el Gordo, Omar, Renecito el Cojo, Santiago, Frank Caballero y Cheo Coyunte, que después un día se fue por el triste camino. Muchas veces estuvimos a punto de ser atrapados y convertidos en perseguidores, pero entonces cogíamos aire y zambullíamos. Con la Estrella habíamos subido a lo más alto, y en el Charco de Pedro bajamos hasta lo más profundo, y así, por debajo del agua, bien pegados al fondo, raspándonos el pecho contra las lajas, y ya sin aire en los pulmones, lográbamos escapar hasta una orilla y sacar la cabeza medio ahogados por entre los bejucos y las hojas de las malanguillas.
Salíamos del charco con los dedos de las manos y de los pies arrugados de tanto tiempo en el agua. Entonces nos regábamos tierra por los brazos y por todo el cuerpo para que los padres no nos pasaran la uña por la piel haciéndonos la raya blanca, chismosa ella, y descubrieran que habíamos ido al arroyo: bandoleros, sinvergüenzas, hoy tampoco fueron a la escuela.
Pero a esa hora, ya medio vestidos, Renecito el Cojo no encontraba su ropa, y parecía un loco en cueros dando vueltas y más vueltas, porque ya nos íbamos y no podía quedarse allí solo. Frank Caballero empezó a burlarse y a imitar la voz de Suárez, el narrador del boxeo: A Renecito Paredes, se le acaba de perder el pan-talón. A Renecito Paredes…
—Caballero, el que escondió la ropa, que se la dé, que ya está oscureciendo.
Pero nadie la habíamos escondido. Nosotros éramos perseguidos y perseguidores, pero nunca habíamos sido esconderropas: busca bien, Renecito, dónde la pusiste, haz memoria… Nada. No aparecía. Podíamos prestarte una camisa, pero así no te podías ir, René, con el camisón arriba, y abajo nada, como si fueras una mujer en bata de casa con las piernas afuera y el rabito guindando, y pasar toda la calle Céspedes y la calle Masó. Y algunos Cachorros querían marcharse, porque ya era casi de noche, y en cualquier momento llegaba Pedro el Loco, que vivía por esos alrededores y era el dueño del charco de su nombre, y podía matarnos y echarnos en un saco, y botarnos por ahí por cualquier sitio.
—Espera, René, no llores, no vamos a dejarte solo.
Renecito era de los Ratones, pero un Tigre nunca puede abandonar a nadie a su suerte, ni siquiera a un ratón. Además, Renecito era casi un Tigre, porque con una pierna más corta que la otra, bateaba como cualquiera, y corría muchísimo de home a Primera Base, y nunca estaba lamentándose de la vida por ser cojo ni nada de eso. También se fajaba a los piñazos en una cuarta de tierra, y excepto a Pedro el Loco, y a dos o tres ahí, no le tenía miedo a más nadie.
Y mandamos a Juan Ramón a su casa, a conseguir una ropa suya, y allí nos quedamos los cachorros: nadie se iba para su casa aunque viniera Pedro el Loco o el que fuera, ¿entendido? Y se hizo de noche, y nos ocultamos cuando lo vimos acercarse, la gorra hasta las orejas, barbudo, el machete al cinto, con su enorme saco a las espaldas:
—Eh, tú, Pedro el loco. Los Tigres no te tenemos ningún miedo…
Y salimos del escondite:
—Eh, tú, Pedro el Loco, quienquiera que seas, aquí estamos Los Tigres…
Y Pedro el Loco soltó el saco lleno con la ropa de Renecito hecha trozos, y con pedazos de cartón, y dos libretas y un gato muerto, y salió corriendo a toda velocidad:
—Espera, tú, Pedro el Loco…
Pero él se perdió en la noche, entre las palmas del arroyo, y lo dejamos ir porque no éramos perseguidores.
Y ya estábamos celebrando, cuando por fin apareció Juan Ramón con una ropa que le quedaba bien larga y bien ancha a René, y que él se remangó y se amarró con un arique de Palma Real, de lo más feliz por no seguir allí en cueros, pero de pronto empezó a llorar:
—Y ahora…, ¿qué voy a decir allá en mi casa…?
Y nos quedamos sin fuerzas, sin palabras:
A veces los cachorros solíamos ser muy poca cosa.
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1 comment:
Pues ustedes tenían más diversiones que los cachorros (y las cachorras) de mi época, que no creo que tuviésemos Caballitos visitantes ni de broma. Al menos los habaneros, que tampoco cnocíamos más charco que el puerquisimo Almendares. Oye, pero me dio miedo con ese Pedro el Loco, pobre Renecito...¿Y lo regañaron al fin en su casa o qué?
Me gustan mucho los patrá y palante de la novela...
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