Sunday, January 9, 2011

En Memoria de Rufo Caballero



por Juan Antonio García Borrero
Camagüey, el 7 de enero de 2011
(para el blog Gaspar, El Lugareño)


No creo que pueda, ahora mismo, escribir algo que exprese con coherencia lo que ha provocado en mí la noticia del fallecimiento de Rufo Caballero. Pareciera que con los años me sintiese cada vez más resignado con la certeza heideggeriana del “ser para la muerte”, y que ello me ayuda a no escandalizarme tanto con nuestra común e impecable finitud. Pero es mentira: surge un momento así, y todo lo que tenías asumido en la mente se desordena. Y me devuelve de modo descarnado al absurdo mismo del cual nunca hemos dejado de ser vecinos.

A Rufo le debo una de las notas introductorias del primer libro que entregué a una imprenta: ¿Quién le pone el cascabel al Oscar? Entonces él ya era un crítico reconocido, y yo un anónimo investigador de provincia, todavía inédito, todavía invisible, todavía demasiado ingenuo en todo. Su gesto fue de una generosidad extraordinaria, y sirvió para que iniciáramos una relación donde creo predominaba, por encima de todo, la complicidad intelectual. De hecho, he revisado el ejemplar de Rumores del cómplice que me obsequió en noviembre del 2000, y reparo que justo a eso es a lo que alude en la dedicatoria: “Para Juan Antonio, más que colega, cómplice resuelto hace siglos”.

Desde luego, dada esa misma complicidad intelectual, no fue la nuestra una relación siempre cómoda. Llegamos a estar distanciados un tiempo bastante largo, cosa que no logré entender hasta encontrar aquello de Lezama hablando de la amistad intelectual, la cual, según el autor de Paradiso, “cuando de veras es creadora, no es tan sólo un disfrute, sino punzadora, a veces implacable, con misteriosas pausas, como sumergida por debajo del mar”.

Por fortuna, tuvimos tiempo de recuperar en algún momento la comunicación, sobre todo porque fuimos capaces de conversar con respeto y franqueza sobre nuestras diferencias más puntuales, y entender que éstas en verdad no nos mutilaban, sino que nos enriquecían en el plano humano. Por eso ahora lamento no haber podido colaborar con él, como me lo pidió un par de veces, en la sección que estaba atendiendo en la revista Cine Cubano. O lamento no haber podido participar, debido a otros compromisos, en el evento teórico que organizó en noviembre a propósito de la relación de Solás y Alea.

Justo porque quise explicarle las causas que imposibilitaban mi participación, fue que lo llamé a su casa. Y hablamos por última vez de sus proyectos, que eran varios. Porque si en algo no podrán contradecirse incondicionales y detractores, es que Rufo Caballero siempre estaba proyectando algo desde sí mismo. Siempre estaba creando. Nunca esperó a que le impusieran metas. Supo encontrar por cabeza propia su “yo” más auténtico y prodigarlo. Y eso, obviamente, genera enemigos, antipatías, reservas, porque es un don espiritual de minorías.

Lo que más me interesaba de Rufo Caballero como crítico, y que seguramente es lo que más extrañaré en lo adelante (al menos por un tiempo, porque hay que confiar en el poder de su magisterio), es esa tremenda capacidad para generar en uno ganas de repensar lo que él estaba diciendo. Ganas de mostrarle nuestro desacuerdo, con la misma vehemencia con que discutimos en un estadio, o a la salida de un cine. Temo que, de pronto, nuestra crítica cinematográfica vuelva a mostrarse apagada, aburrida, demasiado “correcta” en lo que plantea, y rutinaria en cómo lo plantea.

Rufo alcanzó a escribir algunos de nuestros textos más transgresores; sin embargo, ninguna de esas escrituras llegó a ser tan polémica como ésta acción que acaba de protagonizar con el mismo desenfado con que vivió: irse así de pronto, dejándonos a todos (tirios y troyanos) con la palabra de azoro en la boca. Una prueba más de que supo ser genio y figura hasta la sepultura.

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