Tuesday, October 4, 2011

Crónicas de viaje: Céspedes, Estrella y Piedrecitas (por Marcos A. Tamames Henderson)

CÉSPEDES, ESTRELLA Y PIEDRECITAS


Texto y fotos por Marcos A. Tamames Henderson
(para el blog Gaspar, El Lugareño)


Seguir el sendero de la cubanía tras una búsqueda de lo nacional puede ser un tema al que nos dediquemos de por vida; ya sea por esa sed insaciable de comprender la totalidad de una identidad geográfica; o por el hecho de que, dada su complejidad, los estudiosos encuentren en ello suficiente quehacer. Pero la realidad desborda con creces toda teoría acerca de procesos o fenómenos tan inefables, razón por la cual, lejos de haber dedicado algunos años a la comprensión de la identidad de los camagüeyanos desde la ciudad, concibiéndola como un texto cultural para interpretar la idiosincrasia de quienes la han construido y habitado, decidí enfrentar algunos espacios de su región a los que nunca antes había visitado. Me embarqué así en una excursión al municipio de Céspedes y a dos comunidades muy cercanas a él: Estrella y Piedrecitas. ¿Ocuparán los habitantes de este entorno un lugar en el imaginario de lo cubano?

He aquí mis crónicas de viaje, despojadas de toda cientificidad que le avale en los predios académicos; impresionista porque no hay distancia entre lo observado y lo escrito; por el contrario, se trata de una experiencia vital; una especie de dibujo que me resulta ético compartir.

A no ser que poseas un carro particular, y ese no es mi caso, a Céspedes se arriba por dos vías fundamentales: por tren o por ómnibus. El primero de ellos siempre resultará mucho más agradable. El Moronero, por ejemplo, es el que utilizan regularmente los habitantes de este territorio para arribar a la capital agramontina entre 7:30 y 8:00 de la mañana, para regresar luego a las 3 y 30 de la tarde, tiempo que posibilita no solo al personal administrativo o funcionario la entrega de sus informes a instancia provincial, sino también para los que deciden ofrecer a sus pequeños un fragmento de opción vacacional por la legendaria ciudad. Concurrir a Céspedes desde Camagüey en horas de la mañana con el programa de estar de regreso antes de que culmine la jornada laboral es imposible por tren.

Por eso mi excursión fue hecha por ómnibus. El carro que me aproximaba a Céspedes en horas tempranas era el de Esmeralda, con salida programada para las 6:00 de la mañana. Para tomarlo llegué a la terminal intermunicipal, frente al Parque Finlay, en torno a las 5:00 en aras de garantizar, además de la posibilidad de subir, alcanzar asiento. Pero madrugar no es garantía de esos propósitos, recordemos que agosto es un mes de vacaciones, y que los cubanos tenemos un sentido práctico de la vida, desde el cual resulta casi simpático que un adulto te proponga poner a un pequeño delante de ti para que alcance asiento, confiando en que resulta embarazoso una negativa a tan “pueril” e “inocente” idea.

Pero a esa hora de la mañana la temperatura es agradable. Las personas se sientan y los que quedan de pie se unen cada vez más para que el chofer, sumamente amable, pueda llevarse a la mayor cantidad de personas. Nadie queda en el andén, la guagua parece totalmente llena y por eso me sorprende que frente al Hospital Oncológico abra ambas puertas para que suba un grupo de personas que jamás imaginaría. El chofer sabe que “Sí se puede”, y por eso deja que sean los pasajeros los que establezcan sus reglas para compartir un espacio que a instantes se reduce. Ante tan confesado humanismo ¿a qué viene protestar si alguno de los que van de pie deciden apoyar su rabadilla en el espaldar de tu asiento tras olvidar que su trasero puede encontrar en tu hombro una posadera? La velocidad del carro se me vuelve lenta, y en la medida en que asoma el sol las personas se animaban con conversaciones de temas inimaginables; desde las más íntimas y familiares, hasta las más serias en connotación social.

En la terminal de Florida se produce una especie de carrera de relevo entre los que se bajan y los que vienen de pie o suben. Es el momento en que aprovecho para orientarme acerca del lugar en que debo bajarme. Para mi compañero de viaje, debo quedarme a la entrada de Céspedes y dada mi insistencia de iniciar mi recorrido en el sentido: Piedrecitas-Estrella-Céspedes; deberé “hacer botella” en los amarillos hasta el entronque de Piedrecitas y desde allí otro carro que me deje en dicho poblado. Para una señora que escuchaba atentamente, lo ideal sería optar por el sentido inverso —Céspedes-Estrella-Piedrecitas— teniendo en cuenta lo organizado que está el transporte de coches entre estos puntos, aun cuando el tiempo de trasportación podría ser mayor.


La entrada de Céspedes es un crucero en el que también se intercepta con la carretera central la entrada a Esmeralda. ¿Me pregunto si para mi próxima excursión tendría que seguir sentado hasta el final del viaje? A las 7:55 de la mañana el crucero es un hormiguero de personas que se desplaza en sus cuatro direcciones fundamentales. Los amarillos no solo resultan útiles en el proceso de embarque de pasajeros, sino que también pueden ser excelentes centros de información, sobre todo para alguien de mi tamaño desconocimiento. Fue uno de ellos que me hizo determinar que mi recorrido debía ser de Céspedes a Piedrecitas, lo cual estaría garantizado por una flota de coches que no cesan en su ir y venir. Descubrí incluso, que si se tratara de estudiar el comportamiento de ese medio de transporte el tramo entronque-Céspedes podría también hacerlo en ellos.


No pasó mucho tiempo para que se detuviera un carro de tipología particular. A mi juicio, apuntaba a una pequeña camioneta verde, pero exactamente no llegaba a serlo. Lo cierto fue que por dos pesos me introdujo en la cabecera municipal, un área urbana que aunque comienza mucho antes, solo se declara como tal una vez cruzada la línea del Ferrocarril Central.

Para anunciar su modernidad, Céspedes no posee resabios de aquellas pintorescas estaciones que distinguieron las que se proyectaron en los tiempos en que Sir William Van Horne, finalizando la primera década del siglo XX; en su lugar aparece una mole de concreto que al tener enrejadas sus entradas y salidas despierta un rechazo a su acercamiento. Rondan las 9:00 de la mañana y desde su imagen tal pareciera que una oleada de bandidos viniese a robar su rimbombante castidad en pleno siglo XXI.


Mayor interés me despertó el acriollado portón de arcos carpaneles y medio punto que preside la entrada a la Alameda. En los extremos, dos arcos de medio punto invitan a los transeúntes a seguir por las aceras; los de estirpe carpanel, anchos y chatos, indican que por sus sendas transitarán los vehículos. Es curioso, pero sus habitantes con íntegra certeza le llaman a este paseo La Alameda. ¿De qué fecha datará? Por la arquitectura que define sus laterales ha de ser de la etapa republicana, pues por doquier reina el eclecticismo, la mayoría sede de importantes centros culturales, administrativos y de gobierno, entre los que resaltan la Galería de Arte; aunque no son pocos los que han recibido intervenciones posteriores y han sido despojados del predominio de estilo alguno; la sede del Poder Popular y la del Restaurante Alameda, podrían figurar entre ellos.


Como si se tratara de un hambre feroz devoré toda La Alameda, no sin antes preguntar por la ubicación del Museo, esa institución encargada de resguardar el tesauro de la localidad y en el que podría encontrar algunas coordenadas para aproximarme con mayor coherencia de ideas, a la imagen urbana de Céspedes. La decepción no podría ser mayor. El Museo de Céspedes está cerrado desde que en ruinas lo dejó un ciclón en el 2009. Allí, con pulcra limpieza y organización del material que atesora, lo mantienen sus técnicos, pero sin la mínima esperanza de que sus exponentes cuenten desde sí la historia de la localidad. A Céspedes no se le puede conocer desde las evidencias históricas que atesoran los museos; por ello me siento precisado a ser más agudo, a buscar en sus edificios y espacios urbanos una hipótesis que me acerque a su expresión identitaria.


Mi experiencia en estudio de ciudades me indica que el parque es por excelencia el lugar ideal para medir el pasado y presente, incluso en el de las más jóvenes. La plaza de Céspedes posee la desventaja de que las manzanas que la rodean no se encuentran totalmente definidas, a lo que se añade el hecho de que solo cuenta con tres laterales a lo que se suma que uno de ellos es paralelo a la línea y no está edificado; sin lugar a dudas estas características acentúan su carácter rural. Como en la mayoría de nuestros parques, el punto de atención lo ocupa el adalid o prócer al que se dedica el espacio, en este caso a Carlos Manuel de Céspedes, aunque también posee un espacio en el que se emplaza un busto del Apóstol. Para legitimar a su adalid, los cespedeños se hermanaron con la Ciudad de Bayamo y en dicha unión erigieron un busto a Carlos Manuel con y una tarja en la que reza: “El pueblo de Céspedes junto al de Bayamo rinden tributo de recordación al padre de la patria en el 109 aniversario de su caída en combate // 27 de febrero de 1983 // Año del 30 Aniversario del Moncada”. Pero no solo confesaron los habitantes de Céspedes la colaboración de los bayameses, sino que además iconográficamente trajeron al centro cívico de la ciudad los símbolos que acompañan al héroe en La Demajagua, recolocados miméticamente.

Los inmuebles vinculados a la plaza me revelan los aires de estos tiempos. A su frente, el cine, de fácil reconocimiento por ese diseño que podría encontrase en Florida, Guáimaro y hasta en el mismísimo Camagüey; el mismo que aparece en mi ciudad natal, Jamaica, en Guantánamo. A su lado, la reina de las edificaciones eclécticas de Céspedes, una edificación de encumbrado papel sociocultural devenido sede del PCC Municipal; he aquí uno de esos ejemplares arquitectónicos que por su fuerza trascienden el colorete con el que son vestidos para acentuar un pretil de balaustrada coronado con copones y una cornisa de origen clásico. No conocí su cubierta interior, pero el portal tiene mucho que decir de otros tiempos.

En uno de los laterales del parque distinguí la gerencia comercial de ETECSA; un grito de contemporaneidad desde ese sistema de signos que avala su estudiada entidad corporativa. Es azul y blanco con cristalería en la carpintería, con un reluciente texto en su fachada que anuncia: “Centro Multiservicios de las Comunicaciones”, como si los museos, las bibliotecas y otras instituciones no fueran los cimientos para una buena comunicación. Junto a ETECSA, de lado al parque, observo el Banco Popular de Ahorros con sus amplios paños de cristales y la combinación del beige y verde en su fachada.

Junto al Banco Popular de Ahorro existe en Céspedes una casa de madera machimbrada que vale un potosí. Su amplio portal, elegantemente acompañado con un encaje en madera legado por el arte caribeño, junto a sus amplias puertas y ventanas, todas bien pintadas y arregladas, murmura un esplendor cultural que desde lo patrimonial alivia el alma. Me resulta linda esa casa, y lo es, a pesar de exhibir una tendedera de ropas de niños que sus propietarios, o un inquilino tal vez, comercializa. Hábil propuesta esa de poner a consideración de la población una oferta comercial desde una casa de elevados valores arquitectónicos.

Dos edificaciones que merecieron mi atención: las que hacen frente a las dos anteriores. La primera, un descuidado inmueble que manifiesta inseguridad en el carácter vernáculo en su enrejado; la segunda, otra joya arquitectónica y cultural de Céspedes, su iglesita, como la llamaría con lirismo Dulce María Loynaz; pura reminiscencia de las iglesias católicas de los pueblos cubanos y, por tanto, hermana de la de Guáimaro, de la de Morón…; el mismo edificio con su simpatiquísimo conjunto de portal, espadaña y pretencioso rosetón; esa mezcla de elementos de tiempos artísticos tan distantes entre sí como el románico y el renacentista. Mirándola siento abrigo y cobija en su portal. No se la distingue por su altura, por ello la descubrí cuando no me lo esperaba, pero con la fuerza de los núcleos de las primeras villas cubanas.

No tengo lazarillo en este andar por la ciudad, pero el sentido común me lleva a los misterios de estas gentes a partir de otras construcciones y su connotación. Así, descubro una sala de video, ese importante modulo que llegó a nuestros barrios y que dado su loable diseño no requiere comentario alguno y, muy cerca de él, otra iglesia, la Episcopal, un verdadero emporio de construcción que la posmodernidad no podría encasillar en estilo ni tendencia alguna. La Iglesia Episcopal es un edificio bien estructurado, demasiado ostentoso para mi gusto pero quizás en plena correspondencia con el hecho de entenderle como signo de seguridad y prosperidad para sus creyentes. Sus tapias, muros, torrecillas, balaustradas… todo parece exquisitamente cuidado por los constructores. En su conjunto se trata de un inmueble que engalana a la ciudad. El juego de luces de la cruz secundaria pudiera no ser el gran descubrimiento para la historia del arte pero para los cespedeños debe despertar placer y orgullo dentro del conjunto citadino.

Comprar viandas, carnes y verduras es en Céspedes una buena misión, al menos para quienes enfrentamos los precios de la capital provincial. Los limones estaban a cinco por un peso, los plátanos machos a dos por cinco y los bistecs, de cerdo por supuesto, a veinticinco la libra.

Así llegué a la piquera de coches con destino a Estrella y Piedrecitas; justo en el momento en que se completaba un viaje. A Estrella el precio es de dos pesos y es un recorrido largo y particularmente en muy malas condiciones. Entre mis compañeros se comentaba que ha de estar loco el que en la noche, sin conocer bien el camino, se arriesgue a recorrerlo en bicicleta. Todos hablan con todos aunque no parece que se conocieran con antelación y ante la vista del carro fúnebre informa una señora que se trata del ahorcado de Piedrecitas. A los laterales observo un paisaje muy heterogéneo.

En la parte originaria de Estrella la arquitectura está muy definida. Grandes árboles protegen a las típicas e interesantes casas de madera introducidas por las compañías americanas; pero muy pocas conservan su encanto original; por el contrario, en ellas se respira una resistencia incalculable que despierta el deseo de que un día puedan salvarse. De este entorno debe haber emigrado la casona de madera que hace frente a la iglesia católica de Céspedes, aquí debe estar su raíz y, por tanto, creo que estas han de ser sus desafortunadas hermanas.

Para tomar el carruaje que me llevará a Piedrecitas me detengo ante un frondoso árbol que los habitantes del lugar reconocen con el nombre de guillo. De no apurar el paso hubiera perdido el ómnibus, un Girón procedente de Florida con destino a Piedrecitas. Las personas son muy cordiales, todos tienden a ceder preferencia a los demás al subir y se acomodan con discreción dentro de ella. El aire y la atmósfera, la ruralidad, debe ser una condicionante para ello. El estado de la carretera tiene sus altas y bajas; pero por la distancia pienso que ha de ser agotador vivir en Piedrecitas y trabajar en Céspedes. En verdad debo reconocer que es un viaje muy pintoresco y que de seguro influye sobre mí estado de ánimo la condición de forastero.

Desde el ómnibus observo el cementerio de Piedrecitas; modesto, sencillo, con una sutil expresión del tejido social de los que definitivamente moran en él; su aparente uniformidad es tal, que bien podría considerársele como oda a Todos los nombres, esa sabrosa novela de Saramago. Poco después se arriba al final del viaje.

A un lado, la línea del ferrocarril central con una estación cargada de una autenticidad que exige se le repare algunas de las tejas que se han corrido en uno de sus lados. Estoy sin dudas ante una joya de la arquitectura cubana, uno de los signos del patrimonio industrial que reclamaba proteger la Unión de los Historiadores de Cuba en el congreso celebrado en Santiago de Cuba hace ya algunos años. Si por la estación se tratara, Piedrecitas debía ser la capital del municipio.

Los íconos de centralidad urbana aquí aparecen dispersos. Al no existir una plaza central la iglesia está al norte de la línea; mientras que al sur crece la ciudad y aparecen importantes servicios socioculturales. A la iglesia le distinguen los volúmenes del Decó, mientras que a los edificios de cierta jerarquía les caracterizan los elementos eclécticos, como el caso de la clínica dental y la farmacia.

Aunque ajena a los patrones hispanoamericanos, los habitantes de Piedrecitas hacen valer desde lo cotidiano la funcionalidad de su organización espacial. En el límite norte y sur, un carretón expende un maíz que por su calidad y precio haría feliz a cualquiera de los camagüeyanos. Las mazorcas estaban al módico precio de 60 centavos; cuando su joven propietario anunciaba con irónica solemnidad: “Se acabó el abuso, comenzó el atropello; a cincuenta centavos la mazorca”. El espectáculo es genuino, todos se ríen y cooperan en una relación en que se desdibujan las figuras del vendedor, el comprador, y el observador; lo que resulta nítido es la comercialización de uno de los productos agrícolas más querido por los cubanos, muy a pesar del laborioso trabajo que trae consigo la mayoría de los platos que de él se degustan.


Piedrecitas tiene una planta regular. Sus calles son anchas, se cortan en ángulos rectos y utilizan para su identificación los números. Sin embargo, apenas está pavimentada una pequeñísima parte del poblado. Uno de los paisajes más típicos se vislumbra en la calle que desemboca a la estación, la no. 27. Desde ella apenas puede distinguir el observador donde inicia o culmina la próxima manzana, pues solo se observa un sembradío de plátanos y entre ellas, algunas que otras casas de cubierta a dos aguas, con portal apoyado en columnas y un cuidado jardín. Hay un silencio ligero, discreto, armónico; silencio humano que con el verdor del platanal resulta esperanzador y reconfortante. Este puede ser el signo de cubanía que late en Piedrecitas; el último de los asentamientos al que arribé en mi excursión.

Las condiciones del regreso a Camagüey estuvieron bajo la égida que me acompaña desde pequeño. Ante mí, el sonido de un tren que aminoraba la marcha considerablemente; el tren Habana-Bayamo-Manzanillo paraba para dejar en aquel lugar, en Piedrecitas, a un viajero. La decisión de tomarlo no demoró un instante, a fin de cuentas, carecía de un lazarillo con el cual consultar el asunto. Así de oportuno es en ocasiones la dicha. A las 11:30 de la mañana entraba a casa, cargado de una experiencia que merecía ser narrada una vez asentadas sus impresiones. Pero cuando el misterio es muy fuerte, la espera nubla los sentidos y trastoca la connotación de los hechos. Viajar a Céspedes y contar lo vivido es ya un hecho; quizás unas cuartillas de escasísimas monta literaria; pero sí de profundo respeto por aquellos que desde su silencio forman parte indiscutible de la cubanía y su nacionalidad; y quizás, o precisamente por ello, jamás se lo cuestionan.

Camagüey, viernes 19 de agosto de 20011.

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