Foto/Reuters
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La Habana.- El Malecón de La Habana levanta de repente un efluvio de aromas marinos que se pierde entre sus rocas moldeadas. Sobre esas mismas piedras un hombre de barbas níveas trata de pescar cerca de la media noche.
¿Qué le pide él al papa Benedicto XVI? "Que traiga papas", suelta sin vacilar. ¿Pero cree usted en eso de la multiplicación de los panes y los peces? "¿Cuáles panes y cuáles peces, dónde están, yo quiero", dice.
Aquella sarta de ironías era en realidad la explicación de lo que para muchos cubanos significó la llegada del Santo Padre a La Habana. Si las visitas papales tienen un halo sacramental, esta se asemejó más a una película policial con un guión bien organizado donde miedo, fe, fuerza, y lo absurdo deambulaban irrisoriamente tomados de la mano.
Las jineteras por un lado se quejaban, mientras algunas no hacían más que migrar de sus templos habituales de trabajo transitando entre uno que otro extranjero altruista vestido del blanco de pureza.
Del transitado Vedado a las puertas del Barrio Chino. De la Calle G a las avenidas oscuras bañadas de policías. Y así, el gobierno quería dar una imagen de sanación milagrosa durante los tres días de visita papal, donde creer en Dios fue para unos cuantos la obligación de la semana.(sigue)
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