Nota del blog: Segunda entrega de cuatro fragmentos de "La sangre del tequila", novela en proceso de creación, de Félix Luis Viera. La selección de textos corresponden al plano Verónica.
La madrugada siguiente a esa tarde en que conocí a Verónica pensé quizás par de horas acerca de los pálpitos; rememoré fragmentos de varios libros que hablaban de este tema. Y concluí lo mismo que otras veces: no creo en los pálpitos; estos no son más que autoafirmaciones que no se comprenden bien, pero que quizás tengan cierto asidero en el inconsciente o en alguna otra parte de uno.
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La madrugada siguiente a esa tarde en que conocí a Verónica pensé quizás par de horas acerca de los pálpitos; rememoré fragmentos de varios libros que hablaban de este tema. Y concluí lo mismo que otras veces: no creo en los pálpitos; estos no son más que autoafirmaciones que no se comprenden bien, pero que quizás tengan cierto asidero en el inconsciente o en alguna otra parte de uno.
Ella vivía en Iztapalapa, una delegación de hacha y machete, la más grande de la ciudad, la más “popular” —casi siempre ocurre que las barriadas muy pobladas son las más “populares” (como dicen los eufemísticos para referirse a las más peligrosas, como es el caso de Iztapalapa)—. Espigada en su talla mediana, morena quemada, el cabello rizo seguramente venido de varias alquimias blanquinegras de tal vez doscientos años atrás. Espigada, decía, y compacta –léase maciza, condensada: aquí he visto que caballalmente toman compacto por pequeño– como tantas de sus paisanas que así se perciben solo de mirarlas; de la misma manera que se percibe en ellas caderas muy marcadas pero que en tantos casos no van a dar nalgas semejantes. Verónica Illescas tenía las caderas como las dichas, y las nalgas, además de zumosas al tacto visual y proporcionadas con relación a las caderas y el talle; el torso un arco modelo: por delante, desde los pechos hasta la pelvis; por detrás, desde la espalda alta hasta el término de las nalgas. Sus senos muy poquito menos que medianos, las areolas y los pezones, esplendentes, brunos. Solo de ser tocados sus pezones, ella emitía un leve aullido. Y ya cuando uno —es decir, yo— se los lamía, no eran leves los aullidos. De la cara lo más erógeno eran su boca grande (la boca propiamente, además de los labios, carnosos, anchos, agrietados simétricamente) y sus ojos negros como tantas de sus compatriotas, solo que algo rasgados y con una mirada de puta que resultaba imposible ignorar; al menos lo resultaba para mí.
Su voz era hermosa (en esta ciudad, además de los rateros, los policías corruptos, el instinto de traición, la impuntualidad, la desidia, los limosneros y otros males menores como estos, abundan las voces hermosas de mujer –no sucede lo mismo con los hombres –; la escala es tan amplia que llevaría un largo tomo tratar de explicarla), hermosa era su voz, decía; dulce, alta, pastosa casi, y abrasada.
La mirada de puta a la que me refería es esa del reflejo condicionado; no es algo ex profeso; hay mujeres que nacen así; otras que así se van haciendo en el dame y doy que exige la vida. No es una coquetería destinada, es como aspirar y expirar. Solo que en el caso de Verónica Illescas esa mirada era, creo, arrasadora. Al menos para mí. Y sin duda lo hubiera sido para otros que no llegarían a conocerla.
Se nos hizo de noche sentados en aquella banca de la Alameda Central: el parque público más antiguo de la ciudad de México, con más de cuatro siglos de existencia, compuesto por tradicionales bancas verdes de fierro, que corren a lo largo de los pasillos cementados y relativamente anchos, rodeados de árboles; tramos de arboledas y de césped entre un pasillo y otro; alguna glorieta (quiosco) y, además de los paseantes, sitio de vendedores de cualquier género pesetero, tragafuegos, putas de oficio, predicadores a quienes se les ve a simple vista que mienten, acordeonistas, “cantantes”, organistas, que pasan el cepillo; en fin, ese maremágnum tercermundista. La Alameda Central resulta un rectángulo grande, y triste, aunque el alborozo lo desborde; triste porque también este parque es oscuro como toda la ciudad (los exteriores de las casas casi sin excepción, las calles de asfalto negruzco y tantas arboladas con especies de troncos grisáceos, el aire contaminado, la vestimenta de las personas… Eso que dijo Aquel de “la región más transparente del aire” hoy habría que buscarlo bien arriba, acaso más allá de las nubes).
Con ese lenguaje de cara y brazos –que incluye los ojos de vez en vez dando un vuelco hacia arriba, leves golpes de cabeza hacia un lado y otro, las manos volanderas– tan explícito, tan apoyador del oral, y esa inflexión al pronunciar que lleva la curva melódica hacia arriba en la mayoría de las palabras, Verónica Illescas —cuyo aliento resultaba fuerte, envolvente, capaz de alcanzar la larga distancia (el rostro de su interlocutor)— me hizo saber algo terrible: era “luchadora social”. Esta frase, por un momento, me transportó, como mediante un apagón del tiempo, de La Alameda Central a un mitin de barricada de mi patria comunista. Su trabajo consistía en ayudar a las personas —pobres, casi tanto como ella— que sostenían algún pugilato legal; reclamar la reposición de un farol callejero o la reconstrucción de una acera derruida tanto en Iztapalapa como en cualquier otra colonia donde sonara el cohete. Recorría los Ministerios Públicos (cuevas habitadas mayoritariamente por ladrones legalizados), las delegaciones políticas, de Policía, siempre en pos de desenredar minicatástrofes, no pocas de ellas sin solución o que podrían tardar par de siglos en tener un final. Una especie de abogada empírica. Una luchadora social. Hasta ahí me zarandeé sin caerme. La caída, el estrépito de muerte me reventó cuando me dijo que estaba afiliada al Partido de la Revolución Democrática (nombre que deja bien claro que hay revoluciones no democráticas); de Izquierda este partido, y ella toda. En las bases, un partido que contaba con buena parte de la gente pobre, sobre todo en la ciudad de México, y, de esa buena parte, una porción considerable de la gente más orillera, desinformada, gritona, agresiva, huérfana de pupitres, guiada por un mesiitas dramático llamado Vladimir Pequeño, quien al fin había sido declarado jefe de Gobierno de la ciudad de México mediante elecciones libres, si bien tantos de los adeptos de este partido con quienes yo había tenido contacto, fueran defensores biliosos de la dictadura cubana. Ya debía levantarme de la banca y decirle adiós para siempre a Verónica Illescas
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Félix Luis Viera (Santa Clara, Cuba, 1945). Poeta, cuentista y novelista. Ha publicado los poemarios: Una melodía sin ton ni son bajo la lluvia (Premio David de Poesía de la Uneac*, 1976, Ediciones Unión, Cuba), Prefiero los que cantan (1988, Ediciones Unión, Cuba), Cada día muero 24 horas (1990, Editorial Letras Cubanas), Y me han dolido los cuchillos (1991, Editorial Capiro, Cuba), Poemas de amor y de olvido (1994, Editorial Capiro, Cuba) y La patria es una naranja (Ediciones Iduna, Miami, EE UU, 2010, Ediciones Il Flogio, Italia, 2011); los libros de cuento: Las llamas en el cielo (1983, Ediciones Unión, Cuba), En el nombre del hijo (Premio de la Crítica 1983. Editorial Letras Cubanas. Reedición 1986) y Precio del amor (1990, Editorial Letras Cubanas); las novelas Con tu vestido blanco (Premio Nacional de Novela de la UNEAC 1987 y Premio de la Crítica 1988. Ediciones Unión, Cuba), Serás comunista, pero te quiero (1995, Ediciones Unión, Cuba), Un ciervo herido (Editorial Plaza Mayor, Puerto Rico, 2002, Editorial L´ Ancora del Mediterraneo, Italia, 2005), la noveleta Inglaterra Hernández (Ediciones Universidad Veracruzana, 1997. Reediciones 2003 y 2005) y El corazón del Rey (2010, Editorial Lagares, México). Su libro de cuentos Las llamas en el cielo es considerado un clásico de la literatura de su país. Sus creaciones han sido traducidas a diversos idiomas y forman parte de antologías publicadas en Cuba y en el extranjero. En su país natal recibió varias distinciones por su labor en favor de la cultura. Fue director de la revista Signos, de proyección internacional y dedicada a las tradiciones de la cultura. En México, donde reside desde 1995, ha colaborado en distintos periódicos con artículos de crítica literaria, de contenido cultural en general y de opinión social y política. Asimismo, ha impartido talleres literarios y conferencias, y se ha desempeñado como asesor de variadas publicaciones.
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