Monday, August 6, 2012

Verónica (por Félix Luis Viera)

Nota del blog: Comienza una nueva serie de textos de Félix Luis Viera. Cada lunes de este mes de agosto Viera compartirá con los lectores del blog Gaspar, El Lugareño un fragmento de su novela, en proceso de creación, "La sangre del tequila". El texto que inicia la serie corresponde al plano Verónica.

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Verónica


por Félix Luis Viera


En la Plaza de Iztapalapa se estaba realizando un Campeonato de Poetas. Sí, un Campeonato. La globalización, la idiotez humana, la quiebra definitiva de la poesía, o estos tres factores asociados, han llevado a los aspirantes a poetas —y en ocasiones a poetas reales—a encender el fanal al revés: en lugar de hacer que las “masas” se arrimen a la Poesía, arriman esta a las masas; la pisotean (a la Poesía), la llenan de orine de borrachos, de cagarrutas de ratas, de cerriles vaginas trashumantes, de cagadas de niños, de reclamos subhumanos. En bares, discotecas, jardines, parques públicos, unos poetas autotitulados llegan y dicen, o peor, declaman, actúan, textos rebosados de germanía, de caló, de palabras malsonantes —se supone que para buscar empatía con un público vasto, y basto— en los que no faltan aquellos “versos” que vayan, descarnados, por el camino del quehacer sexual (no es noticia que así sea en una ciudad donde el factor sexual está presente en la conversación entre varios, de uno a uno, de dos a dos, en la televisión, la radio, los periódicos —lo cual, naturalmente, indica una frustración sexual generalizada).

Luego de que han discurseado —el mismo ritornelo— unos políticos de la Delegación, suben los poetas al escenario —espacioso, alto, enclavado allá, en el fondo de la Plaza—para llevar a cabo el Campeonato. Serán las doce del día. Sábado. Verónica se quedó conmigo anoche y aun cuando estaba remachada en la cópula me exhortó a que la acompañara hoy al Campeonato, o más bien me exhortó a que viniera yo y ella me acompañaría. Hicimos dos horas de camino desde donde vivo (no digo mi casa, aquí no siento que tenga yo nada mi). Verónica no tiene idea de que la Poesía y el Poema existen. Pero aquí estoy, con ella, sentado en una banca de metal, grisácea, debajo de un leve árbol de ornamento. Cuando estaban sermoneando los políticos, miré el perfil de Verónica, donde resalta la boca que, cuando ella habla, tal parece que, con mesura, se desvanece y entonces, sobre todo, llega ese olor y ese sabor de las yerbas del anís maduradas. Miré a la explanada de cemento, enfrente —que reverbera casi con el sol de este mediodía de julio—y allí vi a Verónica con dieciocho, veinte, veinticinco años, culiparada, volátil, su piel acanelada aun más fulgurante que ahora mismo, como dejando, Verónica, que el aire la mueva, chicoteando los ojos a todo macho que se cruza en su camino y hasta sonriéndole, mostrando sus dientes marca Maya a cualquier varón que la mire con ardor explícito desde una banca; va atravesando con su paso de vertiginio la Plaza, lanzando el culo a diestro y siniestro como quien mueve la bandera del gane en un territorio previamente arrasado; entonces ella apenas estaba ascendiendo en su ranking de culipronta, aún no le había pasado por encima, completa, la División del Norte; en ese trozo de boscaje que se ve allá, a la derecha, ¿cuántos iztapalapenses y fuereños sintieron el trabonazo descomunal de la vagina de Verónica?

—Siempre has sido una puta, Verónica.

—¿Mandé?

—Nada, nada...

—¿De nueva cuenta hablando solo? ¿Qué dijiste?

—Nada... tonterías...

Cuando terminan los políticos —que son de Izquierda, de modo que se han expresado mal de todo el mundo, excepto de ellos mismos, y andan vestidos con la indumentaria del “pueblo”— nos vamos acercando al escenario, donde ya se preparan los poetas para el Campeonato. En el trayecto, varias personas saludan a Verónica; dos de ellas hombres, los que más bien le han dedicado una reverencia; pero una reverencia sesgada (¿o son ideas mías?)

Todos los poetas se mostraron como predicadores; ninguno leyó sus poemas con la calma de los sapientes. Una poeta gorda, rubia, de cabellera desproporcionadamente abultada —tal un avispero engordado con hormonas—, tal vez de unos 95 kilogramos de peso, al declamar enfatizó tanto, con alma y cuerpo, que resultó quien más carcajadas sacó de un público que no paraba de reír, chiflar, abuchear, aplaudir a lo largo y tras uno y otro poema (no reían, chiflaban, abucheaban o aplaudían la palabra escuchada, sino la actuación de los bardos y bardas; y acaso sí, cuando la palabra escuchada se apoltronaba en otra procaz o en un doble sentido referente al falo, la vulva, el adulterio). Ya era la hora en que el sol sacaba más lumbre: aun se sudaba levemente. A cada rato pasaba algún muchacho vendedor de algo escurriéndose entre el público, pregonando quedo.

Cuando comenzaba a entonar el poeta, que según había anunciado la presentadora (una mujer que agarraba al micrófono como a una macana , morena, alta, cuya delgadez —estuchada en negro y gris, la caballera artificialmente tiesa, verde, peinada hacia arriba y rematada en varios picos— brillaba allá en lo alto) sería el último del Campeonato, un joven alto, de piel muy blanca, cuya delgadez —estuchada en negro y gris, la cabellera artificialmente tiesa, verde, peinada hacia arriba y rematada en varios picos— brillaba allá en lo alto, Verónica me pidió que nos fuéramos ya. “¿Por qué?... Quiero ver el final...”. Ella, de pie delante de mí, mientras fue trascurriendo el Campeonato se me había incrustado tanto que el calor de sus nalgas me horadaba en el nacimiento de los muslos. “Ya vámonos, güey..., ya me cansé de ver esos monitos”. Movió la cabeza a uno y otro lado, su cabellera anillada me cosquilleó en lo alto del pecho, el cuello. “Espera, Verónica, espera... falta poco”. Entones me pidió que le diera mi mano derecha. La tomó con la derecha suya y llevó la mía, con la palma abierta, hasta su empeine. Ladeó la cara aún más, me echó las palabras por debajo de las tetillas mientras apretaba más su mano sobre la mía sobre su empeine: “¿Ves...? ¿No sientes que tengo aquellito dando flamas?, ¿no lo sientes?”.

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Félix Luis Viera (Santa Clara, Cuba, 1945). Poeta, cuentista y novelista. Ha publicado los poemarios: Una melodía sin ton ni son bajo la lluvia (Premio David de Poesía de la Uneac*, 1976, Ediciones Unión, Cuba), Prefiero los que cantan (1988, Ediciones Unión, Cuba), Cada día muero 24 horas (1990, Editorial Letras Cubanas), Y me han dolido los cuchillos (1991, Editorial Capiro, Cuba), Poemas de amor y de olvido (1994, Editorial Capiro, Cuba) y La patria es una naranja (Ediciones Iduna, Miami, EE UU, 2010, Ediciones Il Flogio, Italia, 2011); los libros de cuento: Las llamas en el cielo (1983, Ediciones Unión, Cuba), En el nombre del hijo (Premio de la Crítica 1983. Editorial Letras Cubanas. Reedición 1986) y Precio del amor (1990, Editorial Letras Cubanas); las novelas Con tu vestido blanco (Premio Nacional de Novela de la UNEAC 1987 y Premio de la Crítica 1988. Ediciones Unión, Cuba), Serás comunista, pero te quiero (1995, Ediciones Unión, Cuba), Un ciervo herido (Editorial Plaza Mayor, Puerto Rico, 2002, Editorial L´ Ancora del Mediterraneo, Italia, 2005), la noveleta Inglaterra Hernández (Ediciones Universidad Veracruzana, 1997. Reediciones 2003 y 2005) y El corazón del Rey (2010, Editorial Lagares, México). Su libro de cuentos Las llamas en el cielo es considerado un clásico de la literatura de su país. Sus creaciones han sido traducidas a diversos idiomas y forman parte de antologías publicadas en Cuba y en el extranjero. En su país natal recibió varias distinciones por su labor en favor de la cultura. Fue director de la revista Signos, de proyección internacional y dedicada a las tradiciones de la cultura. En México, donde reside desde 1995, ha colaborado en distintos periódicos con artículos de crítica literaria, de contenido cultural en general y de opinión social y política. Asimismo, ha impartido talleres literarios y conferencias, y se ha desempeñado como asesor de variadas publicaciones.

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