Nota del blog: Ultimo de los cuatro nuevos fragmentos, publicados en este mes de noviembre, de "La sangre del tequila", novela
en proceso de creación de Félix Luis Viera. En el mes de agosto Viera presentó, en este
mismo espacio, cuatro fragmentos correspondientes al plano Verónica.
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por Félix Luis Viera
Claro, no todo lo que sabía mi amiga farmacéutica Mercedes Giménez era por obra de su dar y recibir sexual. Ya insinué antes que ella resultaba una especie de investigadora de vocación innata, no inducida por algo o alguien. Ella, igual que Miguel de Cervantes Saavedra nació para escribir novelas y adelantarse en más de 400 años a lo que hoy sentencian los científicos literarios, nació para indagar en el sexo, sobre todo, como hecho recibido por las mujeres; algo que, desde su emancipación, olvidaron investigar las feministas, quienes de haberlo hecho, hubieran podido ofrecer soluciones y propuestas mucho más reveladoras a sus congéneres.
Investigó Mercedes desde muy joven y aparte de sus ocho casamientos y no pocas aventuras —infiero por lo que me contaba, aunque nunca me dio detalles de estas relaciones—, investigó, digo, entre cientos de mujeres amigas y conocidas y entre hombres conocidos, y amigos, como yo. Como he apuntado antes, Mercedes siempre sintió que su misión en la tierra era beneficiar al prójimo —al prójimo varón—en cuanto a la felicidad amoroso-sexual y, en medida más baja pero no poca, a la prójima. Porque “el varón es la víctima, la mujer tiene el eje de todo en su Eje”, acostumbraba sentenciar.
Pero ahí tienen que mi amiga no acertó —a la distancia y por adelantado, aclaremos en su favor—en dos cuestiones primarias en cuanto a Verónica Illescas y el que suscribe.
La primera. Verónica no abusó o no explotó —al menos sobremanera—su condición de la culipronta que ha partido por el centro al blanco (es decir, yo). Hasta el final su comportamiento fue el mismo de los inicios: el ánimo de gozar, el de polvorizarse en el sexo, y el de guerrear porque un hombre no la abandonara; un hombre que en ese caso era yo, pero pudo ser otro; un hombre. Si algo me impuso Verónica o alguna tarea me ordenara, sería porque yo mismo, tomado por esa obediencia zonzo-lírica en que, contradictoriamente, se podría decir, caen los amantes y las amantes pasionales, me había prestado.
El otro aspecto en que no acertó Mercedes Giménez fue en lo del sexo oral. Todavía en Cuba, apliqué invariablemente el curso sobre el tema que ella me impartiera allí en una banca de aquel parque. Y me dio grandes ganancias. Pero más, mucho más, me dio utilidades en México, donde, al parecer —o quizás todo fue obra no más de eso que suele brindar estadísticas apócrifas, la casualidad— los varones no suministran, al menos con el rigor y tenacidad que la farmacéutica me aconsejara, ese componente del sexo, y del amor.
En fin... yo resulté más adicto a realizar la ofrenda a Verónica, que ella a recibirla... No reclamaba ella si yo no le administraba el sexo oral —lo que pocas veces, con voluntad suma, dejé de hacer— y en cambio yo, en la medida que me esmeraba para realizarlo con toda la maestría que Mercedes Giménez y la vida —el resto de la vida— me habían enseñado, fui haciéndome adicto a los labios interiores y exteriores, al clítoris, a los pliegues olorosos a sal ardida de la vulva de Verónica Illescas, y al efecto que causaba en ella el bregar de mis labios, mi lengua, mi nariz en su sexo. Al efecto..., recalco: me hice adicto a sus gemidos en levante, que interminables parecieran, a sus jugos escanciados en mi cara —mi cara toda— que interminables parecieran. Adicto a serpear mis manos por el arco de su espalda-nalgas a la vez que mis labios, mi lengua, mi cara toda —mi ser ido, mi alma vendida, mi humanidad derrotada, diría un novelista cursi—faenaban en su sexo mientras mis ojos quisieran tragarse la imagen, extendida por la cercanía, de su abdomen, sus senos penduleando a ritmo de segundero, sus manos pegadas contra la pared.
De este modo, lo que podríamos decir que era el arma que yo empleara convencido de que me daría el gane, la supremacía con Verónica Illescas, se convirtió en lo contrario.
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Félix Luis Viera (Santa Clara, Cuba, 1945). Poeta, cuentista y novelista. Ha publicado los poemarios: Una melodía sin ton ni son bajo la lluvia (Premio David de Poesía de la Uneac*, 1976, Ediciones Unión, Cuba), Prefiero los que cantan (1988, Ediciones Unión, Cuba), Cada día muero 24 horas (1990, Editorial Letras Cubanas), Y me han dolido los cuchillos (1991, Editorial Capiro, Cuba), Poemas de amor y de olvido (1994, Editorial Capiro, Cuba) y La patria es una naranja (Ediciones Iduna, Miami, EE UU, 2010, Ediciones Il Flogio, Italia, 2011); los libros de cuento: Las llamas en el cielo (1983, Ediciones Unión, Cuba), En el nombre del hijo (Premio de la Crítica 1983. Editorial Letras Cubanas. Reedición 1986) y Precio del amor (1990, Editorial Letras Cubanas); las novelas Con tu vestido blanco (Premio Nacional de Novela de la UNEAC 1987 y Premio de la Crítica 1988. Ediciones Unión, Cuba), Serás comunista, pero te quiero (1995, Ediciones Unión, Cuba), Un ciervo herido (Editorial Plaza Mayor, Puerto Rico, 2002, Editorial L´ Ancora del Mediterraneo, Italia, 2005), la noveleta Inglaterra Hernández (Ediciones Universidad Veracruzana, 1997. Reediciones 2003 y 2005) y El corazón del Rey (2010, Editorial Lagares, México). Su libro de cuentos Las llamas en el cielo
es considerado un clásico de la literatura de
su país. Sus creaciones han sido traducidas a
diversos idiomas y forman parte de antologías
publicadas en Cuba y en el extranjero. En su país natal
recibió varias distinciones por su labor en favor
de la cultura. Fue director de la revista Signos,
de proyección internacional y dedicada a las
tradiciones de la cultura. En México, donde reside
desde 1995, ha colaborado en distintos periódicos
con artículos de crítica literaria, de contenido
cultural en general y de opinión social y política.
Asimismo, ha impartido talleres literarios y
conferencias, y se ha desempeñado como asesor de
variadas publicaciones.
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