Texto del reciente libro Luces
A Pititi
Un día la soledad se disfraza, se viste de moda y decide conquistarlo todo; asume su nombre y sale en busca de una víctima. Arturo camina sin dirección, las calles son estrechas y su cuerpo duro y joven; pero la soledad es más lenta y corpórea que la sarna.
El muchacho llegó al pueblito después de cumplir un año de servicio social como graduado reciente. Le asignaron la dirección de una galería de arte y comenzó a trabajar con deseos de hacer revolución. Reunió a todos los artistas plásticos y a los interesados en la cultura, y les pidió colaboración. Los rostros de los “ya establecidos” seguían sin entusiasmo sus propuestas, muchos de ellos habían llegado al pueblo con el mismo deseo, y ahora se limitaban a cumplir con las ordenanzas y los contenidos de trabajo, ahogándose en la desidia.
Al paso de los días comenzaron los problemas para Arturo. No consiguió los materiales necesarios, le cancelaron exposiciones por “órdenes de arriba”, y la falta de asignación de dinero provocó la cesantía de varios trabajadores.
En una reunión planteó sus inquietudes y recibió a cambio la indiferencia de sus homólogos que terminaron acusándolo de arribista. Arturo comprendió lo absurdo de una lucha en la que tenía todas las de perder.
Ahí está la verdadera muerte, alguien que ríe ante lo que florece y quiere crecer pero lo achican; es preferible romper de un puñetazo todos los espejos para no ver el rostro de la realidad. Así piensa mientras se encamina a un bar, para rellenar la botella de ron que ya ha vaciado. Bebe hasta muy entrada la noche sin reparar en lo que ocurre a su alrededor. Va al baño y vomita, un olor ácido le hace sacudir la cabeza con asco, limpia su rostro con agua y regresa más fresco a seguir bebiendo. Lo más importante es controlar el estómago para no expulsar de nuevo el mareo que a tan alto precio he conseguido. Ya cansado decide regresar a casa. Camina despacio por las mismas calles, anda lentamente tratando de coordinar los movimientos para no hacer el ridículo consigo mismo. El viento le revuelve el alcohol en la cabeza y se abandona; torpemente zigzaguea y cae. En medio de un sopor incontrolable acuden a su mente las frustraciones y se desvanece. ¡Esto no es un sueño, carajo! —piensa y tiene razón, la mayoría es borrachera.
La soledad se le encima, lo abraza, lo besa inoculándolo con su lengua oscura y silenciosa. La saliva es densa y se mezcla con el sabor del ron. La soledad deja de fingir, se desprende del disfraz y penetra poco a poco en el cuerpo de Arturo. El muchacho abre los ojos y vuelve a cerrarlos con apatía, sin voluntad ni resistencia, dejándola que se coloque dentro y se acomode para no salir.
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