Foto/Blog Gaspar, El Lugareño
“Son pocos; pero son...”
“Abren zanjas oscuras en el rostro más fiero/ y en el lomo más fuerte”... dice a seguidas de la frase con que titulé estas líneas aquel poema de César Vallejo, poeta humano entre los poetas. “Hay golpes tan duros en la vida...”, anuncia este poema; Lo heraldos negros, se titula.
Hace hoy un año que Elizabeth Quintana, Erick Hernández, a la par que los demás familiares del poeta cubano Heriberto Hernández Medina, recibieron uno de esos golpes. Inesperado, como son los peores “golpes duros”.
Yo estaba entonces en Miami y unas 30 horas después me llegó la noticia, el golpe. Entonces publiqué unas líneas donde daba fe de una especie de hoja de (la breve) vida de Heriberto —una hoja de vida desde mi mirada, mi experiencia con el amigo—; hoy la sostengo. Miro los 365 días que han pasado desde entonces y sostengo lo que entonces escribí sobre el hombre y sobre el poeta.
Pero todavía estoy asombrado. Estamos.
Es más fácil resignarnos a nuestra propia muerte por venir que a la muerte de otros; sobre todo cuando esos otros son queridos o admirados, o queridos y admirados. Escribió otro poeta: “Qué solos y qué tristes/ se quedan los muertos”. No es así: los solos y tristes somos nosotros cuando vemos marchar a quienes hemos querido.
(En una de mis más recientes visitas a Miami, mi hija, refiriéndose a Heriberto, cuando de él hablábamos en la casa de ella, me dijo: “me parece estar viéndolo entrar por esa puerta”.)
El consuelo. No hay consuelo. Acaso una rebaja del desconsuelo, ganada por un día sobre otro.
Hay hombres que en la medida en que transcurren sus vidas, empeoran: acrecen sus miserias —que todos padecemos miserias—: las de su ética blanda, las de su temperamento. Otros que se pulen, que se suman a aquella “fe en el mejoramiento humano” en la que confiaba José Martí. Heriberto Hernández Medina era de los segundos; yo puedo dar fe de ello, que lo conocí a sus veinte años y a sus cuarenta.
Del mismo modo ascendió en su quehacer poético, hoy preterido en la Isla castrista, adonde, sin duda, un día, cuando la marea roja baje, desembarcarán sus poemas.
“Hay un sitio, un tiempo real e inabarcable/ en que comienza a olvidarse todo tiempo pasado,/ toda verdad lamiendo los muros del recuerdo”. Nos avisaría el propio Heriberto en su poema A quién culpar, que termina: “¿A quién culpar cuando la noche canta?”.
Que así sea.
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