Arreglos en la calle Estrada-Palma o Ignacio Agramonte
o la Calle de los Cines.
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Cuando desando el entramado citadino del Camagüey de hoy, envuelto en el marasmo de las acciones re-constructivas, que intentan dotar la ciudad que vivimos,- otrora símbolo más que pertinente de lo que fue una ciudad colonial con los aires mas castizos posibles-, con una modernidad sobreañadida y no deseada; me sobrecoge de pronto la sensación ineludible que a ese Camagüey de ayer no lo recuperaremos nunca más.
El único y último consuelo, es el que nos delatan las viejas fotos de la otrora ciudad, tomadas a finales del siglo XIX, durante la etapa de la primera ocupación norteamericana, o con la que algún peregrino visitante dejó constancia de la señorial majestad de aquel Puerto Príncipe que iba camino ya de no serlo, cuando oficialmente se le cambiara hasta el mismísimo nombre, por el que definía hasta entonces el de la provincia.
Creo que lo del nombre nos hubiera seguido dotando al menos de aquella egregia dignidad de los primeros pobladores, luego devenidos en muy solemnes patricios gracias a las nada formales artes del contrabando en todas las bandas y con todos los posibles tratantes; y a las mejores disposiciones del terruño para el fomento de la ganadería, que hizo florecer muy pronto a la paupérrima villa del siglo XVI.
Sólo un siglo y un poco más, luego de instalada en la actual comarca de “entre ríos”, ( si es que a las dos corrientuchas fluviales, escasas del preciado líquido en las épocas de sequía, y hoy contaminadas hasta las mismísimas costuras, se les puede categorizar con la dignidad de un Támesis, un Sena o un Neva, que para todos los gustos hay….), la villa lucía sus mejores galas, y el dinero se guardaba por paletadas en los añejos cofres-armarios; el osado Morgan y su claque la arrasaron en un acto más que temerario y del que siempre he sospechado, aunque la historia se lo calle, que no fue más que un ajuste de cuentas por alguna “facturilla” que los principeños olvidarían hacerle efectiva al corsario de su majestad,- el entonces “monarca alegre" Carlos II-, y que aquel tuvo a bien venir a reclamarles en su nombre.
Y de paso, cargar hasta con los libros parroquiales, que según cuenta también la historia oficial, se extinguieron en el fuego a que la sometió el saqueador, pero que según me hacía sospechar un amigo de la pérfida Albión, se podrían localizar hoy día en algún antiquísimo archivo del actual Londres; la prueba testifical con la que el afamado corsario galés, le corroboraba a su majestad la incursión por tierras de su enemigo jurado, el entonces opulento y todavía no venido a menos reino de ultramar de otro Carlos, el último de los Austria.
El agua corrió por los cauces menguados del Tínima y el Hatibonico, y el tiempo pasó, y la otrora villa tuvo sus verdes y sus maduras. Pero algo siempre definió a la otrora parcela: su mediterraneidad, un signo que englobaba a otros más particulares de su identidad, a la que hoy podríamos calificar como de la “Cuba profunda”, y entre los que mentamos sólo de pasada, el giro lingüístico de los camagüeyanos de ayer y de hoy, o el sentimiento de bien entendido orgullo principeño que todavía nos delata y nos señala.
“El Príncipe” aquel de nuestro ancestros, con sus iglesias y sus plazas, con las torres enhiestas de la primeras, que se avizoraban desde la lontananza, como signo inequívoco para el viajero que la atisbaba desde la encendida sabana circundante, en camino desde los embarcaderos de Guanaja o Santa María; aquella sensación ineludible de llegar a un sitio donde todo era apacible, de transitar por una villa, devenida luego ciudad, donde el tiempo parecía remontarse a los albores del XVII en el paisaje de la España todavía medieval…..
Catedral de Camagüey
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De todo aquel entramado, de aquella memoria, hoy casi todo lo que alude a ese pasado es ya intangible por necesidad. Y aunque a la ciudad se le prodigan renovadas atenciones constructivas, ninguna de aquellas podrán devolverle esa pátina de memorable ancestralidad, que a duras penas reconocemos en algunas locaciones de la otrora comarca que el poeta recordaba bucólicamente como “de pastores y sombreros”; nada pervive del recuerdo de aquellos émulos de Salicio y Nemoroso por las verdes sabanas, de aquella mítica Arcadia donde nuestros ancestros levantaron sus primeros sueños.
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Quizás, en algún aciago atardecer, después de un recio aguacero del verano de cualquier año, si mirásemos desde el pináculo de alguna techumbre, desde el belvedere de alguna torre parroquial, nos parezca ver elevarse, en el tibio efluvio de las remembranzas, el espíritu irreductible de la otrora villa, que parece flotar imperturbable por sobre las añosas calles, por sobre los reductos de toda la nostalgia principeña que todavía nos engalana y nos enamora.
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ver en el blog
Camagüey ahora mismo (por Juan Antonio García Borrero)
Remodelaciones en el centro histórico de Camagüey
Estampas camagüeyanas
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