Décadas atrás, cuando se acercaban las 80 primaveras de la eternamente primaveral Esther Borja, en la desaparecida Sección Crónicas de la revista Bohemia —creada por el reconocido periodista cultural, crítico de arte y director del Departamento de Cultura del mencionado órgano: el ya fallecido Juan Sánchez; el destacado periodista Luis Sexto y este redactor— publiqué «Damisela Encantadora».
Incluida años más tarde en la web Cubarte, ahora la entrego a mi colegamigo Joaquín Estrada-Montalván para su inserción en mi columna de los martes en su blog Gaspar El Lugareño, con motivo de la desaparición, el pasado sábado en La Habana, de la inolvidable cantante que marcó pautas en la música cubana desde su debut en 1935 de la mano de Ernesto Lecuona, si bien antes, su hermana Margarita ya la había invitado a presentar su primer recital.
Dicha crónica, en consecuencia, me proporcionó el mejor regalo que jamás pensé tener: la amistad de la artista. Ella, con la sencillez de los auténticos y la modestia de los genuinos, en cada uno de nuestros encuentros, en la capital y en eventos nacionales realizados en provincias, me mostraba su llaneza a toda prueba, corroborada en su apego a los más jóvenes, tal recuerdo, entre otros momentos, durante un encuentro de músicos en la hermosa ciudad de Cienfuegos, cuando Ella era el centro de todos los participantes, no solo por su celebridad, sino por su simpatía y sencillez, galas muy suyas por las que era la más solicitada entre los presentes, al punto que le dije: «Esther, cómo la asedian los pretendientes». Con ello, por supuesto, logré su sonora y contagiosa risa y las de todos. Así, se fue consolidando esa amistad con la que me honraba. En consecuencia, cada 5 de diciembre la llamaba para felicitarla, algo que hice hasta mi salida definitiva de Cuba.
Volviendo al tema de estas líneas, tras la primera publicación de «Damisela Encantadora», la sencillísima Esther buscó por todos los medios conocerme personalmente y agradecerme el sencillo pero justo reconocimiento por mi palabras sobre Ella, la admirada y auténtica Diva, término por cierto hoy manipulado por cantantes de segunda o tercera categoría, quienes se lo autoendilgan olímpicamente.
Waldo González López, Margot de Armas,
Esther Borja y Cuca Rivero
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Es de lamentar que solo poseo una foto (adjuntada a esta crónica) con Esther —quien ya entonces andaba con problemas de salud (de ahí, el bastón en que se apoya)—, junto a otras dos relevantes figuras de la cultura cubana, la directora de coros y pedagoga Cuca Rivero y la actriz Margot de Armas, ya fallecida. La imagen fue tomada en los jardines de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) —durante un receso de un evento de música celebrado en esa institución— por el fotógrafo Roberto Bello, quien luego me la envió.
Ahora que Esther Borja, esta auténtica gloria de la música y la cultura cubanas, se ha ido, aunque solo físicamente, me satisface publicar, por esta columna, mi crónica dedicada a la por siempre
«Damisela Encantadora»
Escribir sobre esta mujer es escribir sobre la cubanía, lo esencial, la almendra de nuestra identidad. Sí, y es que con la sola mención de su nombre, ya se evoca más allá de la palma, el cielo azul y la bandera —símbolos tan traídos y llevados—, el aire que ventea, de tarde en tarde, las noches de algún verano inolvidado, ciertos momentos de la infancia —aún más inolvidables—, cuando la escuchaba, los domingos más tristes del mundo, en la hoy anhelada casa de mis abuelos andaluces en mi Puerto Padre natal, la fijeza de una memoria irredenta y afincada a las raíces más puras de esa fijeza que alguna vez llamó Cintio Vitier «lo cubano».
Porque Esther Borja es el sueño de la hoy lejana Patria, y su leve estar frente al inmenso mar. Pero es también la evocación más indeleble de ese lezamiano azar concurrente que nos convoca y concita cuando estamos distantes de la Isla, en el más gélido invierno europeo…Y es justamente la nostalgia acechante de un querer asirse a lo que parece haber pasado, pero que es y está porque tiene que ser y estar en el espejo, a un tiempo, impenetrable y transparente, por el que traspasamos más nuevos y antiguos, siempre ávidos de quedarnos allí, en ese tiempo sin tiempo de ella, Esther, que es el tiempo de la Isla.
Y entonces sí puedo decir, con Heredia, librado de lo externo, que las palmas, ay, las palmas deliciosas avientan y hermosean la insólita calidez de cierta estancia en la que siempre estaremos rodeados de un hálito raro y acogedor, mas, siempre también, nuestro, tanto como las palmas, el cielo azul y la bandera.
Escribir sobre Esther es evocarla ocho décadas atrás, irrumpiendo en la apacible vida de Santiago de las Vegas, para más tarde descubrir a la etérea joven graduándose de maestra en la Escuela Normal de La Habana en el difícil 1934. Y saberla, al año siguiente, en el teatro Principal de la Comedia, debutando de la mano de un Ernesto Lecuona que la alentara hasta su muerte en otros ámbitos.
Pero escribir sobre Esther es además encontrarla en el Carnegie Hall de 1943, ofreciendo un recital de música cubana, y seguirla en un viaje imaginario por sus cinco giras a través de Estados Unidos. Y es, en fin, rememorar una existencia de triunfos merecidos, de éxitos más que ganados no solo por su hermosa voz de mezzo que, desde sus inicios, la acompaña, sino igualmente por su honestidad a toda prueba, su valentía en momentos difíciles y no tan lejanos, su limpísima dignidad que engalana aún más su imagen de clase, de gran señora, de indudable Dama de la Canción Cubana.
Pero hay más: Esther, sabedora del tiempo —si bien lo venció porque su voz es la misma y otra—, supo (sabe y sabrá) esquivar las tentaciones del Diablo: esos requerimientos públicos constantes, innecesarios en su caso, que darían otra impronta, equívoca, de su saber permanecer, una de sus primeras virtudes.
Por todo, alguien a quien quiero y admiro, Fina García-Marruz, definiría en un mínimo, casi perfecto retrato, a Esther, quien acaece «como lo familiar, aquello que acompañó, inadvertido, todo lo que no comprendimos una vez que de pronto vuelve».
Por todo, en fin, escribir sobre Esther es escribir sobre lo más nuestro, aquello que se enraíza en el pecho, el pálpito que nos llena y, ya plenos en algún instante, decirle, nombrándola, admirándola de una vez y para siempre: «Dadora, tu sombra quiero. / Cantora del aire entero. / Gloriosa de nuestro suelo. / Criolla: / luz, Patria, sueño».
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Waldo González López. Poeta, ensayista, critico teatral y literario,
periodista cultural. Publica en varias páginas: Sobre teatro, en teatroenmiami.com, Sobre literatura, en Palabra Abierta y sobre temas culturales, en FotArTeatro, que lleva con la destacada fotógrafa puertorriqueña Zoraida V. Fonseca y, en el blog Gaspar, El Lugareño.
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