El Mercado de Abasto de Santa Rosa según una foto de los años cuarenta
por Carlos A. Peón Casas.
En recuerdo de mi padre Nicolás
y mis abuelos Armando y Nicolás Sr. In Memoriam
No me refiero hoy al remozado espacio que ocupa el mercado actual. Nadie con menos de cinco décadas y media en las costillas, podrá hacerse una idea de la apariencia del sitio de marras, la plaza de Santa Rosa, como popularmente era conocido, si no mira esta vieja fotografía de época, del Camagüey que fue, tomada con toda probabilidad en la década de los finales de los cuarenta del pasado siglo XX.
El edificio podrá ser hoy más o menos el mismo, salvando las primeras acciones constructivas post revolucionarias, que en algún momento lo convirtieron en una entonces rumbosa lavandería industrial, con un tanque elevado para agua con capacidad para miles de galones, y que todavía podemos vislumbrar desde la calle García Roco; luego, por Santa Rosa apareció el lavatín, una variante del laundromat americano, y que todavía persiste, ahora segregado del espacio que vuelve a debutar como lo que siempre fue: un mercado.
Pero la reconstrucción del siglo XXI, no le devuelve, de ninguna manera, el aura de lo que fue y ya no es. El otrora espacio dedicado a la oferta de una mercadería sui generis en establecimientos interiores y con acceso también desde la misma acera, de variopinta factura incluyendo desde fondas de chinos y cubanos, hasta pollerías; expendios de víveres y carnes frescas, todo mezclado en el afanoso ir y venir de la clientela también variopinta: obreros de las cercanas fábricas de Hielo y de Guarina que concurrían allí para su almuerzo o comida en las fondas al uso por sólo unos pocos centavos cubanos (el menú más usual era la conocida completa con arroz, frijoles negros, biftec y papas fritas);prostitutas de los cercanos bares y prostíbulos de la calle Ignacio Sánchez, en horas de asueto, sobre todo en la madrugada, para hacer también alguna consumición según hubiera ido el día, y regresar a sus puestos; hombres pero pocas mujeres casadas y de buenas costumbres, pues el sitio estaba en una zona de tolerancia y aquellas últimas evitaban incluso recorrer las calles aledañas so pena de algún inevitable equívoco.
Un sitio sin dudas de gran movimiento de personas y mercaderías, abierto 24 horas, manteniendo el ritmo trepidante entonces de la ciudad camagueyanensis que acaso como imitación bastante sesgada podía repetir a su aire el slogan de la gran manzana neoyorquina: la ciudad que nunca duerme…
Sin dudas el mercado era otra cosa. La afirmación pecaría de manida, si sólo la aseverara este cronista que únicamente puede referir lo que ve en la foto. Su certeza se amplifica empero en otras voces, la de aquellos verdaderos testigos epocales que sostienen la afirmación y le dan valor; los que conocieron el sitio en la temprana niñez, y los que igualmente peinan canas en cualquier sitio plural y habitaron esta ciudad allá lejos y hace tiempo.
La foto no dejará mentir a ninguno. Y esta crónica se hace viable solamente con su acompañamiento imprescindible. Que ya lo han dicho los chinos con acierto: una buena imagen vale por mil palabras.
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