Ya con cinco siglos de historia en las ancestrales costillas de la otrora y señorial villa principeña, el argumento de que somos parte indisoluble de la memoria literaria más ancestral, con la ya tan traída y llevada idea de que Espejo de Paciencia se escribió entre nosotros, allá por el lejano siglo XVII, resulta poco más que un lugar común, demasiado manido para ser cierto.
Para empezar, quienes piensan todavía con todo arrobamiento e ingenuidad palmarias en que la ya citada pieza poética, en estrictas octavas reales, sea la obra literaria que consagra al Puerto Príncipe del XVII, en su disputable condición de la primera obra literaria escrita en Cuba, idea a todas luces fabricada en el siglo XIX; podrían sin dudas seguir insistiendo en un argumento que ya viene resultando indefendible.
Una primera, y creo suficiente evidencia, serviría desde el comienzo para acallar esa pretensión. No existe la certidumbre física del texto que pudo haber escrito Don Silvestre de Balboa, y que se le ha atribuido, ni de cualquier otra que el eximio literato dejara para la posteridad en aquel temprano villorio principeño de 1608, que ya en 1616 había sido pasto de las llamas.
Por ende, ante la inexistencia del primitivo pergamino(1), que para beneficio de la duda pudo sucumbir en aquel siniestro, el texto por ende habría de ser su obra, igualmente como la de cualquier hijo de vecino, o en el mejor de los casos, perfectamente se le pudo atribuir a ese señor, como parece que sucedió con toda probabilidad, y del que sólo queda la sencilla certeza de que fungió como escribano aquí, avecinado por entonces en aquella primitiva villa entre el Tínima y el Hatibonico. Podría ser entonces lo mismo Juan que Pedro.
No contentos con seguir pregonando la idea antedicha, vuelven a la carga con ese argumento a todas luces prefabricado, de que Don Silvestre y un grupo de inspirados seguidores, eran todos poetas de impecable factura, émulos increíbles de un Lope o un Góngora, en un villorio por entonces de casas de embarrado y tejas, más dada, por inevitable circunstancias de la subsistencia diaria a las labores propias del labriego, que al cultivo de las bellas letras.
Y que aunque en verdad, tuvieran aquellas dotes tan excelsas, es bastante sospechoso que formaran ya en la primitiva y atrasada villa, un clan literario tan prominente con aquella capacidad deslumbrante para la impecable creación poética de tan consumada factura.
Ahora mismo, acometen la creo descabezada tarea de reconstruir el rostro del adelantado vate canario, de quien igualmente no quedan ya ni las cenizas…pero de que los hay los hay en la viña del Señor. Y usan toda una parafernalia tecnológica para encontrarle un rostro a Don Silvestre, que al final acabará luciendo como cualquiera de sus paisanos de aquella lejana época, sin que el empeño por hacerlo visible, acabe produciendo más frutos perdurables sobre la discutida paternidad de las afamadas octavas reales que se les atribuyen, y muy a tono con a la tradición épica de su relato antológico.
El Espejo, ya bastante desazogado no nos devolverá al final el reflejo del ya famoso escribano público y poeta, y ante la falta de otras evidencias más sustanciosas, seguiremos mirando con desconfianza aldeana a aquella pieza poética que bien pudo ser rimada con toda intención por aquellos patricios delmontinos empeñados en encontrarle a la flamante nación, un respaldo literario a tono con sus sueños de temprana nacionalidad.
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El texto del poema Espejo de Paciencia se incluyó en la Historia de la Isla y Catedral de Cuba de Pedro Agustín Morell de Santa Cruz a mediados del siglo XVIII. Se supone una copia del supuesto original que por alguna igualmente desconocida vía llegara a manos del obispo. El poema permanecería empero oculto hasta mediados del siglo XIX, cuando José Antonio Echeverría lo descubriría entre la papelería de la Sociedad Patriótica de La Habana.
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