(LAM) En un motel en Isla Mujeres, a ocho millas de la costa de Cancún, la huida de Yasiel Puig había llegado a su fin. Confinado a una habitación de la esquina al final de un deslucido patio con forma de herradura, no podía hacer más que esperar y aferrarse a sus esperanzas mientras evaluaban su valor y compraban su libertad. No había nada personal en la transacción, ningún ser amado que se comprometiera a pagar lo que fuera; solo existía el cálculo de un crudo negocio. ¿Qué valía realmente este hombre de proporciones de gladiador, de brazos como los de Popeye y pecho de tamaño XXL, para las personas que ahora pagaban su deserción de Cuba, para los contrabandistas que ahora lo mantenían cautivo en México, para los agentes y cazadores de talentos que determinarían el mercado que había en los Estados Unidos para sus talentos, para el equipo de béisbol que finalmente haría el cheque?
Puig se había pasado cerca de un año intentando forzar una respuesta, intentando arrancarse de la máquina estatal de deportes de Fidel Castro, que le pagaba $17 por mes, y escabullirse por los trópicos hacia un norte mítico, en donde hasta los jugadores suplentes vivían como reyes. Dos, tres, cuatro veces, quizás incluso más, lo había arriesgado todo y había huido, solo para verse detenido por las autoridades de Cuba o interceptado por la Guardia Costera de los Estados Unidos. Y cada intento fallido había hecho que el siguiente fuera más urgente que el anterior. Finalmente, en junio de 2012, el jardinero de 21 años abandonó su hogar en Cienfuegos, en la costa sur de Cuba, y partió en auto hacia la provincia norteña de Matanzas, a solo 90 millas de Florida. Viajaba con tres compañeros: un boxeador, una modelo pinup, y un cura de Santería, quien bendijo su expedición con un toque de ron y una pizca de sangre de pollo. (leer texto completo)
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