La anécdota que ahora nos ocupa, nos descubre las esencias primigenias de aquel Puerto Príncipe, ya añoso y perdido en las marismas del olvido. Las alusiones de esta historia nos conectan con un personaje, ya célebre en aquella villa del año de gracia de 1809: Diego Antonio del Castillo Betancourt, quien era un criollo prominente y con ideas propias para la época, tan así que sus pensamientos comulgaban con los que andando el tiempo, serían los de los primeros independentistas. Junto a su padre, mantenían unas tertulias muy sonadas, donde lo menos que se decía eran las cosas positivas de la metrópoli, antes bien, se aireaban sin el menor recato, los sucesos más desventajosos para el gobierno español.
El suceso de aquel año se imbricaba con un famoso anónimo, en términos de proclama, con muy subido tono, una crítica acérrima contra el sistema, y una primera vez, hasta donde se sepa, en que algún criollo del territorio principeño, clamara vehementemente por la independencia de la metrópoli.
El texto redactado a mano con la tinta al uso, sobre un trozo de papel, fue dejado, a la entrada de la casa del por entonces comandante del apostadero marítimo Don Manuel Gómez de Avellaneda, sita en la entonces calle de la Candelaria, según nos apunta el bien enterado amigo y gustoso de la historia y de las anécdotas Enrique Palacios, y encontrada por un esclavo de aquel en la mañana de aquel día 27 de octubre de 1809. El encendido texto rezaba lo siguiente:
Orror al nombre español; sí camagüeyanos, orror a esos asesinos ladrones; yegó por fin el deseado día de buestra emancipación. (1)
Los motivos para aquel anónimo, se imbricaban con un sonado caso civil, que implicaba a los reclamantes: José de Jesús Guerra y Tomás Recio, herederos de la Sra. Ana Hidalgo, que, por entonces, casi estrenada Audiencia de Puerto Príncipe, no había sabido dirimir con toda justicia. Era fama por entonces que uno de los oidores llamado a ventilar el asunto, no había actuado con la suficiente limpieza de intenciones, y sí había sacado provecho personal con sus diligencias, en detrimento de los interesados.(2)
Las autoridades buscaron inmediato el concurso de los peritos calígrafos de la Villa para llegar a conocer al autor del incendiario texto, remitiéndose a los documentos manuscritos que guardaba la ya citada Audiencia, y de tal inquisición resultó inculpado por el hecho el propio Diego Antonio. Llamado por las autoridades locales a dar cuentas de tal transgresión, su caso fue tan sonado que hasta llegó a oídos del Capitán General Someruelos, quien, luego de ordenar un proceso en su contra, tuvo a bien finalmente sólo imputarle al ofensor las costas de dicho proceso. (3)
La historia personal de Diego Antonio del Castillo Betancourt siguió un curso muy interesante, y ya en 1812, lo encontramos fungiendo con el respetable cargo de Alcalde de la “siempre fiel y muy leal Santa María del Puerto del Príncipe”. Se verían cosas… Y si el relato se apega a la verdad histórica, su mandato fue ejemplar, y los principeños lo recuerdan por su probidad y apego al bien común de la otrora comarca.
Tan es así, que su primer y más sonado gesto de gobierno, fuera nada más y nada menos que la erección del Cementerio local en 1814, proyectado por él mismo y esbozado desde 1805, y nunca conseguido por sus predecesores. La nota más curiosa del hecho, la puso el mismo alcalde, quien fallecía justamente para el momento en que se inaugurar el camposanto, y fuera su sepelio el primero en verificarse.
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Notas:
1.-Véase Colectivo de Autores. Historia de la Nación Cubana, La Habana, Editorial Historia de la Nación Cubana, S.A., 1952. T-3, p.130
2.- El litigio en cuestión implicaba la adjudicación de una carnicería, que el ya citado Oidor había entorpecido gracias a un subido emolumento de cuatro mil pesos con que fuera apropiadamente sobornado. Ibíd. p.130.
3.- Aunque Castillo Betancourt fue considerado reo de lesa majestad, y decretado en su contra el embargo de su bienes , su cercanía a lo mejor y más granado de la sociedad puertoprincipeña, que le dio su apoyo incondicional y que llegó hasta a insinuar que “podían juntar y convocar más de mil esclavos propios bien armados”, fue quizás el acto disuasorio más claro para que el propio Capitán General, a petición del oidor local José Francisco de Heredia, lo exonerara de toda responsabilidad en mayo de 1810. Ibíd. p.132
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