Nota del blog: Agradezco al escritor y amigo José M. Fernández Pequeño (www.palabrasdelquenoesta.blogspot.com), que comparta el texto "El Arte de Roncar", de su reciente libro El Arma Secreta (Editora Nacional, Ministerio de Cultura, 2014), Premio Nacional de Cuentos “José Ramón López” en la República Dominicana, con los lectores del blog Gaspar, El Lugareño. Este relato fue seleccionado entre los finalistas de la última convocatoria del Premio Juan Rulfo de Cuentos en el año 2012, que convocaba Radio Francia Internacional.
La semana pasada tuvimos el privilegio de publicar "Pongamos por caso", texto incluido en El Arma Secreta.
Recomiendo la lectura de la reseña hecha por el escritor Félix Luis Viera en Cubaencuentro.com: “El arma secreta”, de José M. Fernández Pequeño y de Fernández Pequeño responde una entrevista impertinente en el website Cruzar las Alambradas del escritor Luis Felipe Rojas.
La presentación en Miami será el viernes 5 de diciembre de 2014, a las 7:00 pm, en el Centro Cultural Español de Miami (1490 Biscayne Boulevard, Miami, Florida, 33132).
El libro se puede adquirir en Amazon http://www.amazon.com/gp/product/9945492446
La semana pasada tuvimos el privilegio de publicar "Pongamos por caso", texto incluido en El Arma Secreta.
Recomiendo la lectura de la reseña hecha por el escritor Félix Luis Viera en Cubaencuentro.com: “El arma secreta”, de José M. Fernández Pequeño y de Fernández Pequeño responde una entrevista impertinente en el website Cruzar las Alambradas del escritor Luis Felipe Rojas.
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El arte de roncar
por José M. Fernández Pequeño
Nadie recuerda el momento en que Clara se mudó para el apartamento de su hermano Eutimio, en el cuarto piso del único edificio que no tiene parqueo cerrado en todo el barrio. No hubo quien se percatara de su llegada, ni los pushers que vagabundean por la calle saludando a los vecinos, confiados y amigables hasta que aparece alguna cara nueva. Yo mismo vine a verla por primera vez un domingo como a las cinco de la tarde. Me estaba preparando para salir de día libre y subí al cuartico de los tarecos, a buscar una de las revistas viejas de Cuba que me presta el dueño del colmado, cuando la vi parada en el pasillo de lavado del cuarto piso, en el edificio amarillo que usted puede ver ahí al lado. Miraba embelesada en dirección a Metaldom, y ni se dio por enterada de que yo la observaba desde el techo del colmado. Ahora corren muchos chismes, pero la verdad es que ni siquiera se sabe por qué vino desde Hato Mayor… Hace un par de días me atreví a preguntarle al propio Eutimio, aprovechando que entró al colmado a comprar minutos para su celular. Él puso los cien pesos sobre el mostrador y dijo: «Ay, no joda más con eso, hombre».
Tampoco hay que sorprenderse mucho de esa invisibilidad, digo yo. Clara es –se supone que todavía es– una mujercita de edad dudosa aunque ya no joven, decididamente flaca, alta y pálida. Eso, zombi más que gente. Luego de un tiempo viviendo ahí, el carajo que hacía el delivery del colmado y los tecatos que juegan dominó en la galería del establecimiento apenas si sabían su nombre y que al parecer había encontrado trabajo en una farmacia no muy lejos del barrio. Se le veía salir cerca de las siete de la mañana, mordiendo un saludo inaudible entre los motores de los carros que sus dueños calentaban en los parqueos, y regresar igual de callada en la tardecita. Que yo recuerde, nunca entró en el colmado. Y yo no tendré la memoria de la detective pelirroja que trabaja en la serie Unforgettable, pero tan mala tampoco es. Al poco tiempo de estar aquí, la regularidad de sus costumbres y el silencio habían hecho a Clara todavía más invisible, como esos corotos que uno ni mira de tanto saber donde están.
Le he preguntado a la gente del barrio. Nada en la actitud de Clara permitía sospechar que alguna vez se vería asociada con algo tan difícil de explicar como el ruido que una madrugada, poco después de las dos, sorprendió al señor Rosendo en el tercer piso de ese mismo edificio amarillo, todavía con los pies metidos en agua tibia buscando mitigar los rigores de sus andanzas como cobrador de cuentas pendientes. La doctora Carmen, que vivía en la segunda planta del residencial recién construido frente al colmado, sí identificó enseguida que aquello era un ronquido, solo que diferente al común de los ronquidos que había escuchado antes. Don Antonio se vio arrebatado de un sueño donde tocaba el chelo en plena calle El Conde, frente a la sonrisa extasiada de Mahatma Gandhi, para escuchar aquel sonido nada desagradable, que parecía desparramarse por todo su penthouse, en el último piso de la torre que hace esquina con la avenida del Malecón. «Y esa mierda, ¿qué es?», preguntó el Coronel sobresaltado, aunque no tanto como el carajo que hacía el delivery en el colmado, acostumbrado a entregarle el dinero y recibir la mercancía cada madrugada del martes sin que el Coronel le dirigiera la palabra. «¿Qué cosa?», preguntó el muchacho, creyendo que el hombre calvo había encontrado algo mal al contar el dinero. «¿Estás sordo o serás pariguayo? Ese ruido, ¿no oyes?» Y en serio que el muchacho, aterrorizado como estaba, no oía otra cosa que la respiración del Coronel, así que dijo lo primero que le pasó por la cabeza: «Seguro es el mar en el Malecón. A esta hora los ruidos se oyen lejísimo».
Eso fue lo que ellos me contaron. Sobre lo que hizo después el Coronel nada puedo decir porque no hubo tiempo ni coraje para preguntarle. Pero el señor Rosendo, la doctora Carmen y don Antonio vinieron a dormirse pasadas las cuatro, cuando cesó el sonido, o al menos eso les pareció, que ya se sabe lo difíciles que son esos pleitos entre sueño y desvelo. Al día siguiente, ninguno de los tres creyó necesario hacer el mínimo intento por explicarse de dónde les venía aquella disposición especial para el trabajo. Cada quien cumplió una jornada excepcional y se encamó temprano, acunado por un sopor próximo a la felicidad, esa vaina de la que todo el mundo habla y nadie puede decir si existe. Incluso el señor Rosendo admite que esa noche, por primera vez en mucho tiempo, logró dormir en paz con la circulación de sus piernas y los puyazos en las plantas de los pies.
Hasta las dos de la madrugada. Esta vez el señor Rosendo despertó seguro de que era un ronquido, sí señor, lo que se dice un ronquido bien curioso. La doctora Carmen reconoció con extrañeza que por primera vez en su vida oír roncar no le alteraba los nervios sino todo lo contrario. Y don Antonio estuvo suficientemente despierto como para determinar que el encanto del sonido provenía de la naturalidad inaudita con que mezclaba las más encontradas combinaciones armónicas. Cuando se asomaron a la calle, vieron que otros apartamentos estaban encendidos y los borrachos de la hora habían abandonado la galería del colmado en sombras para cruzar hacia la acera de enfrente y juntarse con los vigilantes que cuidan los edificios, todos poseídos por una misma atenta inmovilidad. Yo los vi. Estaba en el cuartico del fondo, como siempre después de cerrar, y sentí un silencio raro afuera. Dejé la historia del detective que quiso cometer un crimen perfecto esperándome en la revista vieja de Cuba que me presta el dueño del colmado para subirme al techo. Los que estaban en la calle y en los balcones de los edificios miraban hacia la hasta ese momento anodina ventana de Clara, en el cuarto piso del único edificio que no tiene parqueo cerrado de todo el barrio.
¿Cómo podían estar seguros de que el ronquido venía de esa ventana? Nadie sabe explicarlo. Ni el señor Rosendo, tan exacto con sus pedidos y sus propinas; ni la doctora Carmen, siempre tan ella misma como son todos los abogados. Ni don Antonio, que es músico y por eso debe tener un oído perfecto. Pero tampoco ninguno dudó en ese momento. Y mire que lo he preguntado, casi me parecía a los agentes de la serie La ley y el orden averiguando por aquí y por allá. Tan concentrados estaban todos esa noche que prácticamente nadie prestó atención a la palabrota que ladró el Coronel ni al portazo que dio al entrar en el biplanta que la Fuerza Aérea le construyó un poco más allá del edificio amarillo, siguiendo esta misma acera. En medio de la madrugada y protagonizando un equilibrio increíble, los desvelados se dejaban ganar por aquel ronquido que, de verdad-verdad, todavía hoy no cabe en ningún comentario. Yo me fui a dormir como a la media hora porque tenía que abrir el colmado temprano al otro día, pero me dijeron que aquello duró hasta pasadas las cuatro, hora en que el ronquido comenzó a decrecer y finalmente cesó. Cesó el ronquido, no el equilibrio.
Hasta ahí, todo más o menos normal. ¿Para qué iba alguien a inquietarse por un ronquido? En los días siguientes, cada quien salió a gastar su vida como si lo que estaba ocurriendo en el barrio por las madrugadas fuera uno de esos secretos muy íntimos que nadie se atreve a tratar en público. No hubo preguntas ni confidencias, a nadie se le ocurrió hablar sobre el asunto. Y menos con Clara, que siguió bajando y subiendo las escaleras del edificio amarillo con su silencio, sus pocas carnes y las faldas anchas cayéndole más arriba de los tobillos. La vida del barrio se dividió en dos mitades difíciles de congeniar. Una cosa era el quehacer ruidoso y suelto antes de que la madrugada cantara las dos, y otra muy distinta el recogimiento cada vez más concurrido cuando el sonido venía a embobecer hasta el hipo de los borrachos y el ladrido de los perros. Si lo sabré yo que dedico como mínimo un par de horas después de cerrar a leer historias de policías y delincuentes.
El señor Rosendo no se asomó al balcón en esas madrugadas; aprendió que si aflojaba las clavijas de su carácter, podía flotar dentro del sonido, en una conversación sin interlocutor ni palabras precisas que de paso favorecía la pésima circulación de sus piernas. La doctora Carmen optó por ponerse a trabajar en su estudio de dos a cuatro y media; simplemente se concentraba en los expedientes que desde la tardecita había ordenado sobre la mesa y dejaba que las ideas fluyeran puntiagudas y enérgicas, vitalizadas por el sonido. Don Antonio salía al balcón del penthouse con una silla plástica en la mano, adoptaba la posición adecuada para el chelo, cerraba los ojos, y se afanaba en seguir con su instrumento imaginario los caprichos del ronquido que le llegaba poderoso, moldeando en compases impredecibles una realidad fabricada con sensaciones, de modo que el arco inexistente podía pasar sin aviso del olor del deseo al sabor misterioso de la aceituna. A mí no me crean, él habla así y esas fueron sus palabras.
Aunque es el que vive más lejos, en la esquina con la avenida del Malecón, don Antonio fue el primero de los tres en asombrarse por la manera en que cada madrugada iba llegando más gente a la calle. Empezaron a venir del barrio que está al otro lado de la avenida Independencia, generalmente en grupos de tres o cuatro, algunos todavía con botellas de ron en las manos, y se ubicaban por los alrededores del colmado, ya oscuro a esa hora. Venían del centro de la ciudad, parqueaban sus autos en las calles paralelas y se recostaban de los muros, en los edificios de enfrente, como si buscaran dejar en claro su condición de visitantes, cuando en realidad lo que querían era una posición ventajosa frente al edificio amarillo, el único que no tiene parqueo cerrado en todo el barrio. Venía gente de muchos lugares, puede que no siempre la misma pero cada vez en mayor cantidad, y de las dos a las cuatro pasadas, permanecían fundidos en una atención más inverosímil mientras mayores eran las diferencias entre quienes acudían a escuchar el ronquido.
El espacio razonablemente próximo al edificio amarillo terminó por hacerse escaso un sábado. Enterado de cómo había venido creciendo la concurrencia cada noche, el dueño del colmado ordenó mantenerlo abierto mientras hubiera clientes rondando, una idea que no me pareció buena para nada, pero ya se sabe que el burro se amarra donde diga el dueño. Y en efecto, alrededor de las once comenzó a llegar gente extraña, gente que nunca habíamos visto de día por el barrio, y a situarse en los puntos desde donde mejor contacto visual podían hacer con la ventana de Clara, como si tuvieran la necesidad de captar algo también con los ojos. Hasta la una, más o menos, cualquiera que no estuviese al tanto de las cosas hubiera pensado que eran grupos de amigos bebiendo en un sábado social cualquiera. A partir de esa hora, el panorama dio un cambio completo, y no solo porque la llegada de personas amenazó con convertirse en invasión, sino sobre todo porque el humor de los reunidos se apagó. Los que jugaban en la galería detuvieron el dominó. Los chistes y las risotadas cesaron. Quienes entraban al colmado pedían su cerveza susurrando, como si levantar la voz hubiera podido considerarse un sacrilegio. Hasta los pushers, que habían hecho lo suyo moviendo la mercancía entre los grupos, fueron olvidados. Finalmente, cuando el reloj iba alcanzando las dos menos diez, un moreno asomó sus trenzas por la puerta y nos pidió que bajáramos el audio del televisor donde yo estaba viendo un maratón de la serie Cuerpo de evidencia. No fue una orden. Su voz sonó más bien a ruego, y ya se sabe que el cliente tiene siempre la razón.
A partir de las dos no se vendió ni una menta, nadie pidió ir al baño, no sonó el teléfono del colmado, no se escuchó una sola voz… Hasta los vehículos que pasan desmandados por la avenida del Malecón parecieron ponerse de acuerdo para apaciguar el ruido de sus motores. Confieso que me entró un miedo raro y me pregunté si no sería mejor cerrar, pero no me atreví. La puerta metálica al bajar habría sonado como un insulto en medio del silencio.
Salí a la galería del colmado. A la vista de la muchedumbre que ocupaba la calle y los balcones de los edificios, escuchando en colectivo como si hubieran hecho un pacto para no razonar, algo me dijo que aquella situación de ningún modo iba a durar mucho. No quiero dármelas de psíquico, como el tipo de la serie El mentalista, pero en ese momento supe que algo malo iba a pasar, lo juro. Cuando la gente empezó a retirarse en grupos, cabizbajos y hasta malhumorados, cerré el establecimiento. Eran las cuatro pasadas. Por decir cualquier cosa, para aguar mi propio susto, me pregunté en voz alta: «¿Y qué viene ahora?» El carajo que hacía el delivery en el colmado dejó de halar la puerta metálica hacia abajo. «¿Cómo?», se extrañó. Lo miré. Él me miraba. Habíamos bajado la puerta hasta la mitad: «Digo, con el ronquido y todo esto», le contesté. Él siguió viéndome con ojos extraviados, como si hubiera consumido la mercancía en lugar de venderla entre los grupos de personas, y me respondió con una pregunta: «¿Qué ronquido?»
Fue al día siguiente que los del DNI se llevaron a Clara. Eran las doce en punto del mediodía y el barrio aún dormía su domingo, friéndose bajo un solazo terrible. A pesar del aparataje que hicieron las cuatro camionetas de doble cabina y el automóvil, de los frenazos y las voces que daban los guardias mientras allanaban el único edificio que no tiene parqueo cerrado en el barrio, a los balcones solo se asomaron dos o tres muchachas de servicio. Acá abajo, prácticamente los únicos espectadores fuimos nosotros y un limpiabotas haitiano que esperaba el despertar del barrio sentado sobre su cajón en el galería del colmado. Cuando el despliegue policial se alejó con su alarde de sirenas y motores, el Coronel sacó brillo con ambas manos a la bola de billar que era su cabeza y gritó desde la acera frente al biplanta, su casa: «¡Ahora sí que se van a joder, babosos!»
El barrio vino a reaccionar ante la noticia en la media tarde, un poco después de las cuatro. Nadie lo decía claro, quizás no había nada que decir, pero era fácil notar que algo pasaba. Los tecatos no se ponían de acuerdo en el dominó, discutían y se acusaban por cualquier pendejada, hasta que tiraron las fichas encima de la mesa y se largaron con su escándalo a otra parte. Los pocos hombres del barrio que se asomaban a la puerta del colmado parecían faltos de decisión, y ni siquiera uno intentó hacerme cambiar los capítulos de Detectives médicos que estaban dando para poner la pelota en el televisor. El teléfono no paraba de sonar y el carajo que hacía el delivery en el colmado no daba abasto, pero eran unos pedidos de mierda, que si tres cigarrillos Marlboro, que si una caja de fósforos, que si dos agüitas Dasany… Había un calor pesado y mientras me bañaba para irme a Baní, como hago siempre en mi día libre, pensé que todos temían la llegada de la noche.
Esa noche el señor Rosendo tomó una dosis doble de Diosmina y se metió temprano en la cama, dispuesto a enfrentar los pésimos augurios del calor que sentía subir por su pierna izquierda. En efecto, se removió durante horas, molesto por el zumbido del ventilador, las alarmas de los autos que a veces se disparaban afuera, la consistencia de las sábanas, demasiado ásperas, y sobre todo tratando de no cambiar la posición, de evitar el calambre que taladraba su cintura y bajaba por ambas piernas a puyarle las plantas de los pies. No supo cuándo se durmió, pero sí recordaba después que había sido un escabroso perder la conciencia hasta caer en la paz de un sueño donde mucha gente a su alrededor bailaba al ritmo de sus ronquidos. Cómo reía Yocarla, su difunta esposa, y reía el propio señor Rosendo, que roncaba y al mismo tiempo se divertía viendo divertirse a los demás con sus ronquidos. Una alegría mucho más auténtica sin dudas que la euforia excesiva de la doctora Carmen al declarar la noche libre y sentarse frente a la mesa llena de papeles, en su estudio, con el litro de Johnny Walker etiqueta negra en la mano. Allí sentada, viendo vaciarse la botella como si fuera un objeto ajeno a ella, sin ánimos para poner música en la laptop, sintió cuando su marido entró al apartamento y siguió hacia la habitación de ambos. No sin un poco de remordimiento, se alegró de que su hermana se hubiera llevado a los muchachos de vacaciones para California. Justo a la una y media fue para el cuarto, tratando de pasar lo más lejos posible del balcón, y se acostó completamente desnuda, abrazada a la espalda del marido. Nunca logró concentrarse en lo que hacían, y fueron al menos tres las veces en que ella detuvo el toqueteo para preguntarle: «¿Oíste ese sonido?, ¿qué será?», antes de que el hombre perdiera la erección y el interés.
Tampoco don Antonio pudo concentrarse esa noche. Daba vueltas por el penthouse, prendía el equipo de música, lo apagaba, sacaba del librero la biografía de no recuerdo cuál músico escrita por un tal Solomon, no entendía las líneas que tenía delante de los ojos, y ya cerca de las once tuvo la idea de llamar a sus compañeros músicos de la Orquesta Sinfónica. Fue un desastre. Los pocos que contestaron al teléfono le hablaban en un tono hosco o demasiado conciliador, así que él cerraba la comunicación con un «Vete al carajo, mameluco», o algo peor. Faltando un cuarto para las dos de la madrugada, no pudo más. Agarró la silla plástica y fue a sentarse en el balcón. En posición de tocar el chelo, buscó con el arco imaginario el sonido tal y como había resonado tantas madrugadas antes, como seguía vibrando en su cabeza, y caramba, de pronto comenzó a escucharlo, sintió venir el ronquido al encuentro de las notas inusitadas que él pisaba en el invisible diapasón de su sensibilidad. Durante dos horas la comunión fue perfecta, única, y al final don Antonio avanzó hacia la cama prácticamente en trance. Justo a las cuatro y cinco de la madrugada se echó a dormir hasta la tarde del día siguiente. Eso fue lo que él me dijo, casi-casi con esas mismas palabras.
En definitiva, ¿se escuchó o no se escuchó el ronquido la madrugada en que Clara estuvo presa? Las respuestas son imprecisas. De mi parte, nada puedo decir, a menos que fuera como la doña de la serie Médium, que se sueña las cosas. Esa noche estaba de descanso, con mi gente en Baní. Según el carajo que hacía el delivery en el colmado, serían las tres de la tarde del lunes cuando Eutimio regresó con Clara. Se entiende. No es posible mantener presa a una persona por el delito imputado de roncar. Los del DNI todavía interrogaron a varios vecinos, que tampoco requirieron de mucho esfuerzo para hacerse los tontos. Conmigo hablaron, me preguntaron una balsa de vainas pero, ¿qué hubiera podido decir yo, incluso bajo tortura? Era un sonido y ya, algo que no se puede tocar, sin aplicación definida, lejano a cualquier voluntad de conseguir o de proponer cualquier cosa. ¡Un ronquido y punto!
A partir de ese día y durante los tres siguientes, el barrio fue patrullado por agentes vestidos de civil, más visibles todavía por su pretensión de incógnito. Hubo que detener el movimiento de la mercancía y desaparecer a los pushers. Sobre las diez de la noche, los policías ocupaban el barrio, así que decidimos cerrar el colmado a las nueve, hasta ver que cambiara la situación. Los vecinos no solo se recluyeron en sus apartamentos, sino que incluso dejaron de encender luz en los balcones. De ese modo, los que llegaban luego de la medianoche encontraban un desierto de sombras sospechosas y se devolvían por ahí mismo. Nadie se asomó, ni un solo perro ladró en la calle cuando el ronquido sonó esas madrugadas, a las dos en punto, y para que vean lo que son las vainas, a la mayoría de los vecinos encerrados en sus casas les pareció más intenso, como más desafiante.
Me hubiera gustado ver la reacción de los policías encubiertos mientras el ronquido viajaba por el barrio hasta más allá de las cuatro, pero los puntos de observación tras las ventanas del colmado no daban una buena visibilidad hacia la calle oscura y tampoco tuve coraje para subirme al techo. Acostado en el cuartico del fondo, trataba de meterme en la historia del tipo que vio cometer un crimen mientras estaba colgado en el foso de un ascensor, reparándolo, todo para no escuchar el ronquido solitario. Pero nada, cuando amaneció el cuarto día, envié al carajo que hacía el delivery en el colmado para decirle al Coronel que no había forma de mover la mercancía mientras los agentes anduvieran por el barrio.
Fácil, los policías ya no vinieron esa noche y la gente regresó, muy poquita el viernes, fluyendo cada vez más a partir del sábado en que aparecieron las primeras velas encendidas. Humeaban en un rincón del único parqueo abierto que hay en el barrio y nunca se supo quién las puso. Pero con las velas empezaron a correr las historias. El señor Rosendo, que pasó el domingo en la mañana por el colmado buscando con qué espantar los mosquitos, escuchó tan atento como yo la historia de la muchacha que hace el servicio en el apartamento del senador Rusinel. Según esa caraja, la hija más pequeña del senador se había puesto malísima del asma por la madrugada, y cuando ya estaban llamando a Movimed porque no sabían qué más hacerle, ella solita comenzó a respirar bien, se rio y dijo: «Mami, mami, ese ronquidito huele a chocolate, ¿no es verdad?»
Tampoco la doctora Carmen pudo menos que sonreír mientras el limpiabotas que subía todos los domingos a su apartamento mostraba la forma en que iban desapareciendo las manchas blancas de su espalda y su cuello desde que venía a dormir con los albañiles haitianos, en el edificio que estaban construyendo en la esquina con la calle Paya. Pero al final su azoro no fue tanto como el de don Antonio que, de esmoquin y cuello impecables, a punto de salir al escenario del Teatro Nacional, escuchó a la primera violinista checa referir el caso de la señora cuyo cáncer de páncreas, terminal y desahuciado por los médicos, había desaparecido luego de ser llevaba una madrugada al barrio donde la checa chismosa ni se imaginaba que él vivía.
En los días siguientes, a la par que las historias, fueron aumentando las velas. No bien cesaba el ronquido, siempre un poco después de las cuatro, muchos de los que habían estado escuchando en absoluta veneración invadían el parqueo con las velas en las manos, murmurando quién sabe qué peticiones. Pronto los residentes en el edificio amarillo, Eutimio entre ellos, se vieron obligados a dejar sus vehículos en la calle, ante el cada vez menor espacio en el parqueo y el temor de un incendio. Y detrás de las velas no demoraron en llegar las ofrendas: imágenes de Belié Belcán partidas en cuatro pedazos, azucenas para Obatalá, atados de yerbas humeadas con tabaco y remojadas en ron para el gusto de Dambalá, paños con serpientes pintadas en honor a Santa Marta… Lo cierto es que a esas alturas la fisonomía de quienes venían cada noche –y cada vez en mayor cantidad– había cambiado mucho. Ahora, además de los parranderos con sus botellas casi vacías en la mano, mayoreaba gente más apagada, más triste: tullidos, renqueantes, empujados en sillas de ruedas, conducidos del brazo por otra persona, o sombras en las que no era difícil reconocer algunos de los cueros que se la ganan haciendo gozar a los tígueres en los cabarés del kilómetro doce. Y detrás de los enfermos, las ofrendas y los tristes irrumpieron las brigadas cristianas.
No sé qué cristianos eran ni de qué iglesia, todas esas religiones se parecen. Fue como a la semana de que se hubieran ido los militares, la madrugada de un viernes después de las tres. Llegaron en guaguas, armados con palos, y se bajaron antes de doblar en la avenida del Malecón, de modo que agarraron a todo el mundo asando batatas cuando invadieron la calle repartiendo golpes y cantando a coro que en su casa reinaba el Señor. Bajamos las puertas metálicas a toda carrera, mientras algunos de los congregados en las proximidades del edificio amarillo huían muertos de miedo y los que no podían moverse suficientemente rápido y tampoco habían logrado entrar al colmado –los tullidos, los viejos o los muy drogados– intentaban protegerse metiéndose en las áreas reservadas para la basura de los edificios. Nada, que la calle sucumbía bajo el empuje de las brigadas cristianas, y justo en ese momento, como salidos de los intestinos de la tierra, aparecieron los albañiles haitianos que construían el edificio en la esquina con la calle Paya y a pedradas limpias deshicieron la cohesión de los cantos contra los herejes diabólicos.
Así, entre las piedras disparadas por los haitianos y los adoradores del ronquido, muchos de los cuales habían regresado en busca de revancha; los objetos de todo tipo que devolvían las desmembradas brigadas cristianas; los gritos de quienes en los apartamentos clamaban por la integridad de sus vehículos en los parqueos; los pedazos de hielo y las botellas que algunos vecinos tiraban hacia la calle desde los balcones; y los cuatro balazos que soltó el Coronel al aire, llegó la policía y cargó con los que no corrieron a tiempo, de modo que los rivales se vieron obligados a compartir el incómodo espacio de los camiones policiales. A resultas de la batalla, hubo más de veinte heridos, la construcción del edificio en la esquina con la calle Paya fue paralizada por el Ayuntamiento, los militares ocuparon otra vez el barrio desde las diez de la noche hasta las seis de la mañana y, con tanto acontecimiento, nadie tuvo tiempo para preguntarse dónde estaba Clara, o por qué ni los tecatos que juegan dominó en el galería del colmado la habían visto bajar otra vez las escaleras de su edificio desde aquel lunes en que Eutimio la trajo del DNI.
Los dos días siguientes fueron tensos. Los pushers llamaron uno a uno para decir que no contáramos con ellos, que la zona se había puesto demasiado caliente, y no me quedó de otra que hablar con el dueño del colmado para pedirle que hiciera alguna gestión con los suministradores de la mercancía porque, según lo que aparentaba, la influencia del Coronel no estaba funcionando. El señor Rosendo, viendo la calle vacía y los balcones cerrados a través de sus persianas entrejuntas, pensó con disgusto que el barrio se estaba volviendo un cementerio. La doctora Carmen, sin poder concentrarse en su trabajo pero tampoco dormir, demoró dos horas y catorce minutos exactos en convencer a su marido de que lo mejor era contratar una inmobiliaria y poner el apartamento en venta. Don Antonio, temeroso de salir al balcón y entregarse a su pantomima musical, creyó sentir que el ronquido se iba haciendo más crudo, aunque también más fiel a su principio de no aceptar patrón definido, de construir una estructura sonora que de alguna manera incluía todas las estructuras conocidas o imaginadas. Como desquite, el domingo en la mañana agarró el chelo de verdad y se dedicó durante tres horas seguidas al intento de capturar aquella libertad sonora en una composición excepcional, explosiva, como jamás habían soñado siquiera las vanguardias más delirantes; en una partitura que –y él lo decía con esas palabras tan seguras– sería el colmo de la originalidad desatada.
Pero ni modo, el sonido que en el instrumento imaginario pasaba con tanta audacia de una combinación armónica a otra completamente imposible, a la luz del día, sobre la tensión real de las cuerdas y la aridez del papel pautado, sonaba inauténtica, carente de una lógica fuera de toda lógica que no era posible atrapar. Agitado y furioso, don Antonio arrojó el arco contra la pared, justo en el momento que la muchacha de servicio salía de la cocina para decirle que se iba porque los chillidos del instrumento la estaban volviendo loca. Meticuloso hasta la manía, don Antonio razonó sin darse tregua sobre aquel fracaso, buscó en el recuerdo del sonido algo que le permitiera entender aquella libertad indomable, y si bien no arribó a una conclusión, sí pudo intuir que la rispidez creciente del ronquido podía ser un anuncio nefasto, la premonición de que algo en su interior estaba a punto de quebrar. Así me lo confesó después, y yo pensé que en el mundo hay cosas bien difíciles de entender porque aquella misma tarde de domingo, mientras me bañaba para salir hacia Baní, supe que algo grande iba a suceder. No puedo explicar esa sensación, pero fue tan fuerte que hasta me dije: «Mi pana, vas a tener que dejar de ver tantos episodios de Mentes criminales».
De todas formas, nada le dije a don Antonio sobre nuestras intuiciones coincidentes. Mejor dejarlo creer que fue el menos sorprendido cuando el Coronel salió a la calle esa madrugada, dicen que faltando unos minutos para las tres, con la calva brillando a la luz de la luna y una treintaiocho en la mano derecha. «Esta vaina se acaba ahora mismo», dicen que gritó mientras atravesaba el único parqueo abierto en todo barrio. Cuando los policías reaccionaron y fueron tras él, escaleras arriba, ya el hombre pateaba la puerta de Eutimio, que no tardó en abrir. «¡¿Dónde está, dónde está esa mujer del demonio?!», dicen que vociferaba el Coronel recorriendo el apartamento habitación por habitación, sordo a los gritos de los sorprendidos durmientes, a las palabras con que Eutimio intentaba explicarle que Clara ya no vivía allí, que él mismo la había llevado de regreso para Hato Mayor haría como dos semanas.
A partir de ese momento, todo es muy confuso. Como Eutimio se niega a hablar sobre el asunto, no es posible precisar si el Coronel se convenció de que buscaba en vano o si los policías lo hicieron a bajar. El caso es que, según dicen los que estaban asomados a los balcones, la situación parecía bajo control cuando los agentes y el Coronel se detuvieron a conversar en el único parqueo abierto de todo el barrio. Se veían tan de acuerdo, dicen que tan tranquilos, que nadie pudo anticipar el movimiento del Coronel hacia la derecha, la forma en que se desprendió del grupo y avanzó disparando contra la ventana por donde se asomaba el carajo que hacía el delivery en el colmado. Cuando los policías hicieron gesto de ir tras él, dio la vuelta y les apuntó con el arma. «Esto no se soporta más, coño», dicen que dijo antes de encoger el brazo y dispararse un tiro en la bola de billar que era su cabeza.
Ahora corren muchas historias acerca de si fue eso u otra cosa lo que dijo el Coronel antes de dispararse. Hay hasta quien asegura que se lamentó de que la cabeza asomada a la ventana del colmado no hubiera sido la mía. No sé, no estaba esa noche porque era mi día de descanso y tampoco soy como esos policías de la serie CSI, que mirando un fósforo apagado te dicen la marca de calzoncillo que usa el asesino. Pero, a fin de cuentas, tampoco vale la pena preocuparse demasiado por el Coronel. Se necesita estar muy perturbado para ponerse a perseguir un ronquido y terminar queriendo matar al único que nunca logró escucharlo en todo el barrio.
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José M. Fernández Pequeño: Escritor de origen cubano y nacionalizado dominicano. Ha publicado catorce libros en géneros como la crítica literaria, la narrativa, el ensayo y la literatura infantil. Se graduó de Licenciatura en Letras por la Universidad de Oriente, en Santiago de Cuba, y realizó luego estudios como asistente de dirección cinematográfica. Tiene una maestría en Ciencias de la Educación, mención investigación, por la Universidad de Camagüey, en Cuba, y la Universidad APEC, en República Dominicana. Ha desarrollado una larga carrera como profesor universitario, editor y gestor cultural.
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“El arma secreta”, José M. Fernández Pequeño.
Editora Nacional, Ministerio de Cultura, 2014.
Imagen de portada: “Hojas y ojos” (1994), de Mario Grullón, Colección Eduardo León Jimenes de Artes Visuales, Centro León
ISBN: 978-9945-492-44-6
Editora Nacional, Ministerio de Cultura, 2014.
Imagen de portada: “Hojas y ojos” (1994), de Mario Grullón, Colección Eduardo León Jimenes de Artes Visuales, Centro León
ISBN: 978-9945-492-44-6
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José M. Fernández Pequeño: Escritor de origen cubano y nacionalizado dominicano. Ha publicado catorce libros en géneros como la crítica literaria, la narrativa, el ensayo y la literatura infantil. Se graduó de Licenciatura en Letras por la Universidad de Oriente, en Santiago de Cuba, y realizó luego estudios como asistente de dirección cinematográfica. Tiene una maestría en Ciencias de la Educación, mención investigación, por la Universidad de Camagüey, en Cuba, y la Universidad APEC, en República Dominicana. Ha desarrollado una larga carrera como profesor universitario, editor y gestor cultural.
Sus últimos libros son: Un tigre perfumado sobre mi huella (Editorial Cañabrava, 1999; Editorial Plaza Mayor, 2004), En el espíritu de las islas: los tiempos posibles de Max Henríquez Ureña (Editorial Santillana, Taurus, 2003), Cuentos para Angélica (Editorial Libresa, 2003; Editorial Oriente, 2005), La mirada en el camino (Universidad INTEC, 2006); Tres, eran tres (Grupo Editorial Norma, 2007); Distantes y distintos; comunicación profesor-estudiante en la universidad dominicana (ensayo, FUNGLODE, 2008, escrito junto a Jorge Ulloa Hung); Las voces y los ecos; incomunicación y brecha generacional en la universidad dominicana (Universidad Iberoamericana, 2012, escrito junto a Jorge Ulloa Hung), El arma secreta (cuentos, Editora Nacional de la República Dominicana, 2014). Su último libro de cuentos, “Memorias del equilibrio”, está aún inédito.
Entre los últimos premios que ha recibido están: Premio Memoria, de la UNESCO, en ensayo (1997); Premio Internacional Casa de Teatro, en cuento (República Dominicana, 2001); finalista en el Concurso Internacional de Literatura Infantil y Juvenil Libresa (Ecuador, 2003); Premio Nacional de Ensayo Pedro Francisco Bonó (República Dominicana, 2008); finalista en el Premio Iberoamericano de Cuentos Juan Rulfo (Francia, 2012); Premio Nacional de Cuento 2013 en la República Dominicana. Edita el blog Palabras del que no está (www.palabrasdelquenoesta.blogspot.com).
Entre los últimos premios que ha recibido están: Premio Memoria, de la UNESCO, en ensayo (1997); Premio Internacional Casa de Teatro, en cuento (República Dominicana, 2001); finalista en el Concurso Internacional de Literatura Infantil y Juvenil Libresa (Ecuador, 2003); Premio Nacional de Ensayo Pedro Francisco Bonó (República Dominicana, 2008); finalista en el Premio Iberoamericano de Cuentos Juan Rulfo (Francia, 2012); Premio Nacional de Cuento 2013 en la República Dominicana. Edita el blog Palabras del que no está (www.palabrasdelquenoesta.blogspot.com).
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