Tuesday, November 18, 2014

Pongamos por caso (por José M. Fernández Pequeño)

Nota del blog: Agradezco al escritor y amigo  José M. Fernández Pequeño (www.palabrasdelquenoesta.blogspot.com), que comparta este texto de su reciente libro "El Arma Secreta" (Editora Nacional, Ministerio de Cultura, 2014), Premio Nacional de Cuentos “José Ramón López” en la República Dominicana, con los lectores del blog Gaspar, El Lugareño.

Recomiendo la lectura de la reseña hecha por el escritor Félix Luis Viera en Cubaencuentro.com: “El arma secreta”, de José M. Fernández Pequeño y de Fernández Pequeño responde una entrevista impertinente en el website Cruzar las Alambradas del escritor Luis Felipe Rojas

La presentación en Miami será el viernes 5 de diciembre de 2014, a las 7:00 pm, en el Centro Cultural Español de Miami (1490 Biscayne Boulevard, Miami, Florida, 33132).

El libro se puede adquirir en Amazon (http://www.amazon.com/gp/product/9945492446)




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Veredicto del Jurado del Premio Nacional de Cuentos
 “José Ramón López” correspondiente al año 2012:

V e r e d i c t o

Los abajo firmantes, integrantes del Jurado del Concurso Nacional de Cuentos José Ramón López, correspondiente al año 2012, patrocinado por El Ministerio de Cultura de la República Dominicana


OTORGAMOS

A unanimidad el premio a la obra El arma secreta, escrita por José M. Fernández Pequeño, atendiendo a la asombrosa profundidad narrativa que el autor desarrolla en los nueve relatos del libro, en la cual reivindica el arte y la maestría de narrar, a partir —más allá de la memoria— de una profunda observación de los desconciertos que la postmodernidad introduce en los países del tercer mundo, contaminándolos y vinculándolos —tras la destrucción de sueños y promesas— a la realidad de los fracasos. Así, Fernández Pequeño une y desune la noción de memoria, historia y desconcierto en los relatos que configuran su libro, en una muestra de excelencia narrativa.

En Santo Domingo, Distrito Nacional, a los veinticuatro días (24) del mes de junio, del año dos mil trece (2013).

Ángela Hernández; Armando Almánzar Rodríguez; Efraim Castillo
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Pongamos por caso

 por  José M. Fernández Pequeño



Pasos en el apartamento de arriba, eso era el ruido, y no golpes en una puerta como creí cuando desperté. Iban y venían haciéndose más débiles o más fuertes según salieran o regresaran a la habitación principal, y así estuvieron un rato las pisadas, retumbando por el techo. ¿Qué mujer usa esos jodidos tacones a las cuatro de la madrugada?, me pregunté en el momento que los pasos se detuvieron encima de mí y quedó un silencio molesto, una soledad que me dejó a la espera de algún sonido, cualquier cosa que alterara el murmullo del aire acondicionado y acabara con aquella expectativa insomne. Por fin las pisadas reiniciaron su golpeo, ahora fofo, y no duraron mucho ni volvieron a salir de la habitación. Se sintió el quejido que produce una cama al ser arrastrada ligeramente para rectificar su posición y luego el silencio.

Durante los siete u ocho años que llevo durmiendo ocasionalmente en el apartamento de la Ponce nunca había ocurrido algo así. De más está decirte que no volví a pegar un ojo el resto de la madrugada. Y mira que traté, sí que traté. Daba vueltas en la cama queriendo recordar a la muchacha del octavo piso como debí verla en las ocasiones que me crucé con ella entrando o saliendo del edificio. Solo me venía a la cabeza una mujer delgada, más alta que baja, y distante; no, distante no, mejor pendiente de sí misma. Una mujer vestida con ropa de colores claros. Como no iba a encontrar una cara para aquel cuerpo borroso, salté de la cama y me puse a clasificar por su tamaño y posibilidades de abordaje las empresas públicas que saldrán a cotizar el seguro después de diciembre. Bien sabes el dinero que costó llegar hasta esa información…

Cuando bajé, pasadas las siete y media de la mañana, en la oficinita de la administración nada más se veía a Güiri, el haitianito que limpia las áreas comunes y duerme por las noches en el vestíbulo del edificio. No importa cuál sea la circunstancia en que lo encuentres o si ya te ha saludado cien veces ese día, Güiri siempre está eufórico, feliz de verte. Es un estado de ánimo que no puede evitar, anda tú a ver si el mejor sitio que ha encontrado para vivir en este país. Me recibió con su habitual grito de alegría:

–¡Tranquilo patró!

Nunca he llegado a entender si en esos casos Güiri quiere asegurarme que él está tranquilo o me está pidiendo que lo esté yo. En fin, le pregunté por Onésimo, el administrador.

–Ah, no sabe patró, desde ayer no sabe.

No había que dudarlo, cualquier información que dejara con el haitianito sonriente se perdería en el mar de la euforia. No obstante, pequé:

–Dile cuando llegue que necesito hablarle, que me llame a la oficina o al celular –y le dejé mi tarjeta, que él no intentó leer.

El administrador no me llamó ni yo me acordé más del asunto. En ese momento, con el día comenzando, te confieso que estaba molesto y curioso al mismo tiempo. Pongamos que cincuenta y cincuenta. Había ido a dormir en el apartamento de la Ponce buscando la paz que la migraña de Tatiana no me iba a permitir en la casa, y terminé encontrándome con una loca que hundía la madrugada a taconazos. Era el colmo, y lo era todavía más que yo no recordara el rostro de una mujer joven, puede que hasta bonita, con la que me había cruzado varias veces... Mal augurio para un día en el que íbamos a necesitar mucha concentración si queríamos discutirle la Corporación Eléctrica a los de Seguros Nacionales.

Y, para que veas cómo son las cosas, ese fue uno de los mejores días que hemos tenido por acá últimamente. Me lo has oído decir mil veces, nadie puede vender un seguro si no convence de su propia seguridad al cliente. ¿Sabes cómo se me ocurrió la contraoferta que mandamos cerca del mediodía? Estaba leyendo el reporte de nuestra informante en la Corporación, cuando una de las muchachas de limpieza, no sé cuál, dijo en el pasillo:

–Uh, las de Domino´s son más ricas. Las de Pizza Hut casimente ni saben a tomate.

Ahí me dije, pues vamos a poner más tomate en nuestra pizza, a puyar donde sabemos que los de la Corporación no están contentos con el paquete de Seguros Nacionales. Y di órdenes para que nuestra oferta incluyera atención personalizada las veinticuatro horas y cobertura odontológica sin subir la prima. Tú te espantaste, ¿verdad o mentira? Pero estábamos hablando de una empresa que factura cinco millones al mes. ¡Cinco millones! ¿Y qué pasó? Antes de que terminara la tarde nuestra informante llamó para decir que el director de la Corporación Eléctrica había indicado estudiar nuestra oferta como prioridad uno. Lástima que después no mantuviéramos esa agresividad…

Esa tarde fuimos a Olé Restaurant, ¿te acuerdas? Me sentía más contento que el carajo, pero entre los brindis de la cena y el relajo con el karaoke me tomé cinco o seis copas de Proseco y empecé a sentirme un poco mal. Llegué al apartamento de la Ponce faltando ocho minutos para las diez, mareado y con una chicharra sonándome en los oídos. Tanto, que me tiré en la cama sin pasar por la ducha y creo que estaba dormido antes de caer encima de las sábanas, te lo juro.

Desperté alrededor de las tres con un dolorcito no muy fuerte pero insistente en la boca del estómago. Estuve como diez minutos tratando de jugarle cabeza al insomnio, a ver si me la perdonaba esa noche. Vírate para acá, vírate para allá, trata de no pensar en nada, que ninguna cosa te preocupe a esa hora… tápate la cabeza con la almohada para no oír el murmullo del aire acondicionado… Había decidido ya ir a la cocina y tomarme una pastilla Tums, cuando sentí que los pasos venían retumbando como cañonazos por el techo. ¿Pero será que esa mujercita no duerme una noche completa, Dios mío?, me quejé. ¿Y de dónde sacará esos tacones?

Todos los apartamentos en el edificio de la Ponce tienen la misma distribución. Esa noche, completamente despierto y atento, me fue fácil seguir el desplazamiento de la mujer, incluso pude pronosticar varias veces un rumbo antes de que lo tomara. Su trayecto hasta el baño fue seguido de un silencio, y después los breves golpes de quien retrocede dos o tres pasos para verificar algo en el espejo del botiquín; pongamos por caso, si el maquillaje quedó bien retirado. De regreso a la habitación, hizo una parada en el mismo centro, probablemente para disfrutar en el espejo de pared la operación de quitarse la ropa, el asombro de ver resurgir el cuerpo propio en medio de la madrugada, la coquetería de girar para calibrarse por todas partes. Luego era inevitable que avanzara hacia la cama y, sentada, gastara otro silencio en zafar el sostén, desabrochar los zapatos y dejarlos caer con dos golpes vanos sobre el piso. Ahí supe que caminaría en pantis y chancletas hacia el clóset antes de que ocurriera, y mi premio no se hizo esperar. Los pasos frotados, casi podría decir que pícaros, iban dejando evidencia suficiente para sospechar que la muchacha era consciente de mi atención, que de alguna extraña manera el regodeo de aquellas pisadas al regresar hasta la cama tenía un destinatario: mi insomnio. Entonces llegó el silencio. ¿Qué pasa si subo y le toco a la puerta?, me pregunté… No me mires así, claro que no subí; después de todo este tiempo trabajando juntos, deberías conocerme mejor. Aquello estaba yendo demasiado lejos, me dije, hablaría sin falta con el administrador en cuanto amaneciera.

Encontré a Onésimo en el parqueo interior del edificio, maldiciendo una filtración cuyo arreglo, según él, ya había pagado por lo menos tres veces. Onésimo es un moreno claro y no muy viejo, cuarenta y uno o cuarenta y dos años como mucho, que me miró con cara de solo esto me faltaba cuando le pregunté cuál sería la mejor hora para hablar con la vecina del octavo piso.

–Uuh, hace más de un año que a la señorita no se le ve por parte –me respondió como quien aclara algo que todos deberían saber–. Su abogado vino hará unos meses y me dijo que quieren vender el piso, pero sin poner carteles ni contratar inmobiliaria. Se lo he mostrado a un par de personas, pero imagínese...

En aquel momento no había nada que mi cabeza soñolienta quisiera imaginar. Preferí dejar el asunto ahí. Le dije que tampoco corría tanta prisa, que luego podía hablar con el abogado, y dándole la espalda me dirigí hacia el vehículo. Ya tenía la puerta abierta cuando el hombre casi gritó:

–Siempre a su servicio, mi don. Y mire qué casualidad, el abogado de la señorita tiene una Ford Explorer pimpún a la suya, nada más que gris.

Apenas llegué a la oficina, y luego de comprobar que no había noticias frescas de la Corporación Eléctrica, hice dos cosas. Primero envié al mensajero hasta el Tribunal de Tierras con la misión de averiguar a nombre de quién estaba registrado el octavo piso en el edificio de la Ponce. Luego llamé a mi hermano:

Good morning. I’m William Corría, may I help you? –respondió con la suficiencia del que tiene todas las soluciones a mano.

Como sabes muy bien, mi hermano William vive en Nueva York. ¿Te acuerdas cuando le organizamos aquel almuerzo en casa para fin del año pasado? Claro, por supuesto... Bueno, el asunto es que ese día de la llamada, después de los saludos y las noticias sobre parientes de acá y de allá, le pregunté si en esa visita había sentido pasos de madrugada en el apartamento de la Ponce.

–¿Pisadas dices? Oye pichón, vete a ver lo que estás tomando. Recuerda que el alcohol siempre te dio durísimo.

El mensajero demoró como hora y media en regresar con la información. El apartamento del octavo estaba registrado a nombre de Laritza Cite Busquet, ciudadana mexicana que, si el documento de identidad fotocopiado no mentía, en este momento debería de tener treinta y tres años cumplidos. Repuse los doscientos pesos que el mensajero gastó en ablandar al encargado del Tribunal de Tierras y, ni corto ni perezoso, sometí el nombre recién adquirido a ese imperio del chisme que es Internet. En este planeta de mierda nadie se salva de un clic a tiempo, júralo. Entre otras relativas a la Cité des Arts y las ofertas para buscar cualquier cosa, incluyendo la fuente de la eterna juventud, Google me regaló tres entradas sobre el nombre de mi interés.

En la más antigua, una muchacha caminaba sola por una orilla que se supone fuera del lago Chapala, si nos atenemos al comentario que acompañaba el brevísimo video colgado en YouTube. El viento movía su bata blanca pero en la grabación no había sonido ni textos que explicaran más, solo la mujer que me tropecé varias veces en la entrada del edificio, ahora caminando junto al agua. Frente a ese andar melancólico, delicado, de veras costaba trabajo creer que aquellos piececitos descalzos fueran capaces de producir los estruendosos pasos que habían puesto patas arriba mis dos últimas madrugadas.

En la segunda entrada la persona de ese nombre ofrecía en venta de ocasión por motivos de viaje urgente un BMW prácticamente nuevo, sin otro dato que un teléfono en Monterrey, el nombre de una tal Odette como contacto, y la absoluta seguridad de que los interesados no se arrepentirían por haber llamado.

En la entrada más reciente, colgada hacía ocho meses, Laritza Cite Busquet ni caminaba ni ofrecía. Estaba muerta, y no precisamente por propia voluntad, enfermedad repentina o accidente. Le habían dado seis balazos en un barrio de Tegucigalpa, todos en la espalda y la cabeza. ¿Qué te parece?

En una nota breve y con pocos detalles, El Mensajero de Honduras informaba que el cuerpo de la mujer apareció tirado a la entrada de un callejón. Los asesinos no se habían molestado en quitarle el dinero ni los documentos de identificación, pero sí se tomaron su tiempo para ponerle encima un papel escrito a mano dejándole recuerdos de Guadalajara y Cabarete. Luego de esto, la periodista se gastaba un párrafo casi tan extenso como el resto de la nota reclamando a las autoridades hasta cuándo iban a permitir que la población viviera en la más absoluta indefensión frente al crimen organizado. Nada más.

Leía la nota por tercera vez, a punto de cruzarme al Departamento de Reclamaciones y decirles un par de vainas para que dejaran la chercha con un jodido satélite americano que al parecer se había descontrolado, cuando entraste a la oficina para decirme que la gente de la Corporación Eléctrica se reuniría a las dos de la tarde con los de Seguros Nacionales. La vida está llena de sorpresas y nadie lo sabe mejor que quienes nos dedicamos al negocio de atajar riesgos.

El resto de ese día es una historia que crees conocer bien. Que tu informante en una corporación del Gobierno también lo sea de la competencia, solo significa que no le ofreciste el dinero suficiente porque, a fin de cuentas, si es desleal con su empresa dándote información restringida, a quién le va a extrañar que sea desleal también contigo. Esas son cosas que pasan todos los días y no hay por qué tirarse a morir, aunque en este caso significaba la casi segura pérdida de una cuenta que factura cinco millones de pesos mensuales. Y hablando de morir, a las cuatro de la tarde, cuando ya era firme que Seguros Nacionales había ampliado la cobertura para enfermedades catastróficas y estaba a punto de cerrar un preacuerdo con la Corporación de Electricidad, envié un correo electrónico a la periodista que firmaba la nota en El Mensajero de Honduras.

No me mires así... Le dije que escribía a nombre de los vecinos de Laritza en Santiago, que estábamos espantados con la noticia de su muerte, que nos gustaría tener detalles más precisos porque ella era muy querida aquí, y toda esa cotorra del vecino solidario... Está bien, está bien, pongamos que no fue el impulso más cuerdo de mi vida, pero digamos también que a esas alturas del día las cosas se habían vuelto bien extrañas. Y no porque tener casi perdido el contrato con la Corporación Eléctrica fuera tan terrible, cosas peores nos han pasado en este negocio y lo sabes. Me refiero a que se percibía algo raro en el ambiente, lo mismo en la oficina que en la calle… un grosor o un brillo distintos, no sé… va y eran cosas mías.

Pero juzga por ti misma. Camino a la casa, me bajé a comprar la loto en el mini-mercado de la Avenida Metropolitana. Al frente, en la cancha del círculo social, seis muchachones jugaban baloncesto con una pelota deformada por dos protuberancias, de modo que parecía un balón de fútbol americano, y al driblarlo no era posible predecir hacia dónde saldría el bote. Ninguno de los carajos intentaba tirar al aro con aquel adefesio, todo lo que hacían era descuajarse de la risa viendo las posiciones ridículas que ponían cuando intentaban controlar el drible. Bueno, gente sin cosa mejor que hacer la encuentra uno en todas partes, pero cuando vine a caer en cuenta, yo mismo llevaba como diez minutos viendo las tonterías de esos buenos para nada.

En la casa, las niñas daban carreras con unas toallas amarradas al cuello y apenas logré que se detuvieran a saludarme. Por la nana supe que aquellas no eran toallas sino las capas que les ayudarían a levantar el vuelo y detener el malvado satélite americano antes de que destruyera la Tierra. Mi madre no estaba encerrada en su cuarto con la telenovela y escogió precisamente ese anochecer para seguirme por todas partes, preguntándome si me acordaba de no sé quién, el hijo de qué sé yo, aquel que fue pareja de mi prima Carla en su fiesta de quince, todo lo cual había ocurrido en uno de los años setenta que ella no lograba precisar, mientras yo tomaba las precauciones de rigor para quitarme el jabón de la cabeza sin que me entrara agua en los oídos. Ya sabes que soy un imán para las infecciones en los oídos.

Por último, ay dios de los excesos, Tatiana no olía a mentol, y al parecer a salvo de una migraña fulminante, dio en sentarse a la mesa, justo frente a mí, y torturar la cena interrogándome sobre lo que había hecho yo en las dos últimas noches. Te lo digo, algo raro andaba en el ambiente porque en los últimos tiempos la migraña había sido para mi mujer un escondite tan bueno como la euforia lo era para Güiri, el haitianito de la Ponce que ya te mencioné. Cuando saqué el carro del parqueo, Tatiana no hablaba por teléfono con alguna de sus amigas y por tanto le sobró tiempo para satisfacer una repentina necesidad de despedirme:

–Guarda un poco de calor para los tuyos –eso dijo.

En fin, parecía que todos se habían puesto de acuerdo para manifestarse de una forma inusual, y sé que lo entiendes porque eres mujer y porque conoces a mi madre y a Tatiana. ¿Te acuerdas de la vez que las acompañaste al zoológico? Camila llegó a la casa excitadísima, diciendo que se le habían caído los lentes en el tanque de las tortugas y te habías atrevido a meter la mano para sacarlos. Todavía habla de eso a veces, ya sabes cómo son las niñas de impresionables con el asunto de los héroes y las competencias.

Bueno, pues esa noche llegué al apartamento de la Ponce cerca de las once y me puse a consolidar los reportes del trimestre. A mucha gente le gusta trabajar oyendo música. Yo prefiero el audio de las noticias en el televisor. La BBC especulaba sobre los planes que daría a conocer la Comunidad Económica Europea para amansar la crisis en Grecia, mientras Televisión Española pasaba un reportaje acerca de los indignados que acampaban en Barcelona. Todo eso sonaba muy lejos. A fin de cuentas, yo estaba indignado por haber perdido la cuenta de la Compañía Eléctrica y nadie me iba a compadecer, ni siquiera si me quitaba la ropa en plena calle Las Carreras.

Me decidí por CNN, que al menos daba informes periódicos sobre el satélite americano salido de control y en caída libre hacia la tierra. Eso sonaba a ciencia ficción hecha realidad, y como iban de extrañas las cosas, no era de dudar que en cualquier momento apareciera una de mis niñas en la pantalla explicando al mundo los complicados cálculos que le habían permitido determinar el lugar exacto de este acongojado planeta donde caería el aparato loco.

Al momento de entrar tu correo de esa noche, la situación del supervisor asignado a Puerto Plata se iba haciendo preocupante, con un descenso significativo en los clientes captados respecto al trimestre anterior, algo menos esperado que tu noticia sobre la pérdida definitiva de la Corporación Eléctrica. No había terminado de apretar la tecla de delete para esfumar tu nefasto correo, cuando llegó la respuesta de la periodista hondureña.

Haga uno lo que haga, siempre hay un testigo, y el asesinato de mi vecina no era la excepción. Una escritora cubana que estaba de visita en un barrio de cuyo nombre nadie podría acordarse vio parte de lo ocurrido. Eso decía la periodista, y agregaba que la escritora dormía esa madrugada, cuando creyó sentir unos pasos que corrían, y como el callejón situado detrás de la casa era de tierra, las pisadas le sonaron tétricas, o al menos eso dijo la cubana, que se asomó y no vio que nadie corriera, sino a tres hombres bajando de un vehículo todoterreno. Los tipos miraban hacia el fondo del callejón, hablaban entre ellos, y por fin abrieron las puertas del vehículo, pusieron música en el estéreo y arrancaron a beber directamente de una botella.

Como los fulanos seguían ahí muy despreocupados, bebiendo y chillando canciones de Camilo Sesto, la escritora pensó que era un grupo de parranderos y se durmió en algún momento. Hasta que los disparos la despertaron otra vez. Fueron unos estampidos broncos, que la música del estéreo no logró acallar por completo, según dijo la cubana, quien volvió a asomarse muerta de miedo y vio a la mujer tirada bocabajo sobre la tierra, mientras los hombres montaban en el vehículo y se iban. Resulta que el callejón no tenía más salida que esa, así dijo la periodista, de modo que los tipos habían decidido esperar a la mujer divirtiéndose hasta que ella decidiera salir. Debe haber sido una pesadilla para mi exvecina, escondida y viendo pasar el tiempo, sabiendo que la llegada del amanecer sería también la de su muerte, y esto último lo digo yo.

Cuánta verdad y cuánta mentira hay en todo eso, nadie podrá saberlo. No olvides que la cubana es escritora y esa gente tiene el hábito de confundir las cosas. Fíjate que no dio permiso para que publicaran su declaración, ni siquiera con la promesa de mantener su nombre en el anonimato. La mujer estaba aterrorizada por lo que pudiera pensar el gobierno de su país cuando regresara, o por lo menos eso le dijo a la periodista, que se quedó con el moño hecho porque El Heraldo de Honduras le prohibió publicar una palabra más sobre el tema cuando supo que veinte días antes, más o menos, la policía dominicana había decomisado un alijo de cocaína en la playa de Cabarete, tras lo cual fueron asesinadas cuatro personas aquí, en este mismo Santiago de los Caballeros que a diario recorremos tú y yo tan tranquilos. Dos de los muertos eran mexicanos y todos tenían encima un cartel parecido al que le dejaron a mi vecina en aquel barrio de Tegucigalpa. Eso dijo la periodista y lo verifiqué yo hace unos días llamando a un amigo en el periódico La Información.

A ver, teníamos una trama criminal, un jodido fiasco en el negocio y un satélite americano probablemente a punto de caernos encima. Lindo panorama, ¿verdad? Pues esa noche volvieron los pasos en el octavo piso. Llegaron a las tres y quince, medido por mi reloj, con la puntualidad de quien cumple un compromiso. Los sentí venir desde la sala y entrar al comedor, donde me encontraba. Los acompañé rumbo a la habitación principal y allí esperé todo el tiempo que se detuvieron en el lado izquierdo, probablemente mientras su dueña iba depositando sobre algún mueble la cartera, el reloj, los anillos, los collares, los aretes, y quizás algún otro artefacto de la femenina vanidad. Luego volvieron al comedor e hicieron silencio por un tiempo aún más prolongado. ¿Estaría la mujer sentada frente al televisor? ¿Vería en ese momento la cara de alivio con que el especialista de la NASA informaba en la pantalla que el satélite fuera de control caería en el mar, a no sé cuántos kilómetros de Cabo Verde, en un punto donde solo podía asustar a los peces?

Bajé al parqueo, saqué la pistola y la linterna de la guantera del vehículo y desperté a Güiri, que pegó un brinco en el sofá del vestíbulo y miró hacia el arma en mi mano con un brote de terror:

–¡Tranquilo, patró… todo bié, todo bié! –imploró.

Le ordené que buscara las llaves del octavo piso y subiera conmigo. En el ascensor no hizo preguntas ni comentarios. Iba encogido, mirando el piso, probablemente intentando evaluar las nefastas consecuencias que todo aquello traería para su precaria situación de extranjero pobre e indeseado, además de ilegal. Cuando abrió la puerta del apartamento, la oscuridad y el encierro más completos nos echaron encima un aliento tibio como la tristeza, una soledad casi desfachatada. Dentro no había lo que se dice absolutamente nada, si descontamos un par de hojas de periódico tiradas en la sala. Cualquiera diría que por aquellos pisos cubiertos de polvo hacía meses que nadie andaba, y la blancura de los tomacorrientes en las paredes y de las bases para las lámparas en el techo resultaba un insulto grosero e inexplicable en medio de tanta quietud.

Ya de salida, el detective que todos tenemos dentro sufrió un rapto de suspicacia y recogí las hojas tiradas en el piso de la sala. Pongamos por caso que hubieran sido restos de El Mensajero de Honduras, o de algún periódico mexicano que hablaba sobre los carteles de la droga… a esa hora cualquier cosa hubiera servido para hacerme sentir menos ridículo. Pero no, eran simples pedazos de un Listín Diario viejo que ni siquiera traía la noticia del alijo de drogas confiscado en Cabarete. Por suerte a Güiri no era necesario darle explicaciones, con cien pesos resultaba suficiente para que fuera a tirarse en el sofá del vestíbulo, celebrando el final feliz de la sorpresiva expedición.

Eres mi asistente desde hace casi cuatro años y sabes que no soy hombre de andar creyendo en muertos que salen. Siempre me han gustado las cuentas claras: dos mujeres son cuatro tetas, y el resto son cosas de poetas. Recogí los reportes de negocio que había estado consolidando en el apartamento y bajé al parqueo del edificio. Seguía habiendo algo hinchado en la madrugada y los semáforos insistían en su innecesaria gesticulación de luces, que me salté sin aminorar la marcha del vehículo. Entré en mi casa con sigilo más propio de ladrón que de dueño. Ya en el cuarto, me desnudé poniendo cuidado en el empeño, cosa de no retar la sensibilidad extrema de Tatiana y su migraña hacia los más tenues sonidos, brillos y olores.

Terminaba de meterme bajo las sábanas, maldiciendo en silencio el afán de Tatiana por apagar el aire acondicionado durante la madrugada, cuando sentí una mano que buscaba en mi entrepierna. Cualquiera hubiera dicho que aquella mano había estado al acecho, esperándome, si tomamos en cuenta la forma lenta y segura con que fue sobando, engañoso preludio de la violencia que apartó las sábanas de un golpe y dejó sentado sobre mí el cuerpo de la mujer desnuda, como poseída, que respiraba hondo, y hondo comenzó a explorar su sexo usando mi sexo como instrumento.

Nunca perdí la lucidez esa noche. Con la conciencia de quien disfruta un episodio que le está ocurriendo a otro, o a uno mismo pero en otro momento, me sentí penetrar en la mujer, que se curvó hacia atrás buscando aire y comenzó a golpear con sus nalgas sobre el nacimiento de mis piernas, primero despacio y profundo, tap-tap-tap, luego cada vez más rápido e intenso, tap-tap-tap, cada vez más adentro, tap-tap-tap, cada vez más caliente… Repleto de una increíble claridad, vi crecer a la mujer en trance, con el rostro levantado hacia el techo como si nuestros sexos incrustados le propiciaran una comunicación inexplicable, inaudita, un entregarse suicida que nos habría lanzado de un empujón a la nada de no haber sido por el grito en que reventamos. 

Quedamos unos minutos tirados como quiera sobre la cama, sofocados. Al regreso del baño, Tatiana encendió el aire acondicionado y se tendió junto a mí. Pegando sus labios a mi oído derecho, dijo en un susurro: «No hay dudas, papito, tú eres mi macho». Luego dio la vuelta y se durmió. Yo demoré horas en coger el sueño, creo que me dormí quince minutos antes de que la alarma del Blackberry reclamara mi regreso al mundo de los despiertos.

Cuando salí para la empresa, Tatiana dormía desnuda y bocabajo, inmune a la frialdad que tan catastrófica ha resultado en los últimos tiempos para su migraña, mientras ofrecía a la vida un culo levantadito y orondo. Me detuve un momento, apreciándola desde atrás, tratando de seguir la quebrada de sus nalgas, que iba a perderse abajo, rumbo a un destino que desde esa perspectiva se presentía oscuro y misterioso. Era el mismo culo que estoy viendo desde hace quince años, de caderas un poco estrechas y nalgas proyectadas, que el tiempo comienza a puntear de celulitis por los lados. Pero a la vez había en su posición algo distinto, una actitud de reto que obligaba a reparar en el brillo de la piel, el delicado erizamiento de sus poros, los huequitos que flanquean la planicie de su baja espalda. No sé por qué te describo un paisaje que conoces bien, quizás solo para decir que esa mañana aquel culo me confrontaba con una arrogancia nueva, capaz de desafiar hasta a la mismísima muerte.

De las pisadas en el techo no sé, digamos que me confundí y escuché lo que no era. De hecho, no he vuelto por el apartamento de la Ponce. Han sido demasiadas las ocupaciones en casa, algo de lo que estarás enterada porque en los últimos días no me has visto darle a la oficina el calor de antes, o quizás por alguna otra fuente, ya sabemos que siempre hay un testigo para todo, hasta para lo más secreto. Y mira, aunque no me gustan las cosas que se explican mal, a lo mejor cuando haya tiempo me da por seguir investigando sobre mi exvecina. Pero como ella está muerta y nada puede hacerse al respecto, primero necesito ocuparme de mi mujer, que sí está viva, y en las muchas conversaciones de estos días me ha permitido descubrir por fin su misterio, uno tan íntimo que ahora mismo tengo la impresión de haber vivido quince años con una mujer a la que no conocía de verdad.

Bueno, ese es un tema complicado… Por ahora, te informo que a partir de este momento dejas de trabajar en la empresa y que espero no intentes acercarte a Tatiana otra vez. Ella está muy ocupada con otras experiencias; pongamos por caso, irse a dormir conmigo esta noche en el apartamento de la Ponce.

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“El arma secreta”, José M. Fernández Pequeño.
Editora Nacional, Ministerio de Cultura, 2014.
Imagen de portada: “Hojas y ojos” (1994), de Mario Grullón, Colección Eduardo León Jimenes de Artes Visuales, Centro León
ISBN: 978-9945-492-44-6






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José M. Fernández Pequeño: Escritor de origen cubano y nacionalizado dominicano. Ha publicado catorce libros en géneros como la crítica literaria, la narrativa, el ensayo y la literatura infantil. Se graduó de Licenciatura en Letras por la Universidad de Oriente, en Santiago de Cuba, y realizó luego estudios como asistente de dirección cinematográfica. Tiene una maestría en Ciencias de la Educación, mención investigación, por la Universidad de Camagüey, en Cuba, y la Universidad APEC, en República Dominicana. Ha desarrollado una larga carrera como profesor universitario, editor y gestor cultural.

Sus últimos libros son: Un tigre perfumado sobre mi huella (Editorial Cañabrava, 1999; Editorial Plaza Mayor, 2004), En el espíritu de las islas: los tiempos posibles de Max Henríquez Ureña (Editorial Santillana, Taurus, 2003), Cuentos para Angélica (Editorial Libresa, 2003; Editorial Oriente, 2005), La mirada en el camino (Universidad INTEC, 2006); Tres, eran tres (Grupo Editorial Norma, 2007); Distantes y distintos; comunicación profesor-estudiante en la universidad dominicana (ensayo, FUNGLODE, 2008, escrito junto a Jorge Ulloa Hung); Las voces y los ecos; incomunicación y brecha generacional en la universidad dominicana (Universidad Iberoamericana, 2012, escrito junto a Jorge Ulloa Hung), El arma secreta (cuentos, Editora Nacional de la República Dominicana, 2014). Su último libro de cuentos, “Memorias del equilibrio”, está aún inédito.
Entre los últimos premios que ha recibido están: Premio Memoria, de la UNESCO, en ensayo (1997); Premio Internacional Casa de Teatro, en cuento (República Dominicana, 2001); finalista en el Concurso Internacional de Literatura Infantil y Juvenil Libresa (Ecuador, 2003); Premio Nacional de Ensayo Pedro Francisco Bonó (República Dominicana, 2008); finalista en el Premio Iberoamericano de Cuentos Juan Rulfo (Francia, 2012); Premio Nacional de Cuento 2013 en la República Dominicana. Edita el blog Palabras del que no está (www.palabrasdelquenoesta.blogspot.com).

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