Wednesday, February 4, 2015

Camagüey, Un desfile martiano farandulero (por Carlos A. Peón-Casas)

Que me perdone el Apóstol por el título de esta crónica a destiempo. Pero no encuentro otro apelativo mejor para definir ese convite infantil que cada año puebla las calles de nuestros pueblos y ciudades, con las infaltables caracterizaciones de todos y cada uno de los personajes martianos de la Edad de Oro, en las que nuestros pequeños encarnan a Pilar, Alberto el militar, Bebe y el Señor Don Pomposo, y un largo etcétera.

Pero donde dije digo, ahora tengo que decir Diego. Porque una cosa es alentar en los pequeñines el apego a ese mundo fabuloso que supo Martí regalarles en sus escritos; y otra fomentar, desde el lado absolutamente de los adultos, léase los maestros de los primeros grados escolares, esa parafernalia en que acaba resultando el acto del desfile, con niñas vestidas con trajes de quinceañeras imitando a la Pilar de los Zapaticos de Rosa, montadas en unos tacones más dignos de una pasarela de Victoria Secret que de un piadoso acto de recordación de la figura del Apóstol José Martí.

Así están las cosas. Los pequeños en su inocencia que cada vez va más en retirada, que Dios se las guarde, apuran a los padres ante el reclamo de la susodicha maestra, para que los doten con el disfraz de turno para la precitada “parada” del día 28. 

Y allá van las madres que se matan, a casa de la vecina que alquila los trajes para las fiesta de quince, –negocio siempre redondo en un país donde no hay hija de vecina que no aspire a una celebración de tal signo, que supere a la de la amiguita en pompa, lujos y sobre todos gastos de miles y miles, que los padres tienen que allegar, con sacrificios innombrables, desde que la niñita recién nacida llega a este mundo, – a asegurarles el que la ocasión del desfile les exige, desembolsando claro está una verdadera fortuna por el susodicho vestuario. 

Si se tratara de un varoncito, la cosa no es menos complicada, pues al pequeño hay que conseguirles un trajecito cortado a la usanza decimonónica, para que represente al propio Martí, embadurnando el sobre labio con un pedazo de carbón para simularle el mostacho martiano. 

Pero en otros casos, y lo que cito es una anécdota que transcribo desde mi propia experiencia–el protagonista fue mi hijo de siete años- las cosas se ponen peores. Resulta que su maestra de segundo grado sugirió esta vez, como dislocada novedad, que junto a otros varoncitos de su aula, debían concurrir al desfile de marras, disfrazados de futbolistas (allí no entendí nada pues no creo haya tales personajes en los textos infantiles de nuestro Martí, ni que acaso fuera aquel fan de algún club de su época en el Norte, revuelto y brutal); pero nada de venir en pull-over y shorts corto, como para la educación física, de eso nada (palabras textuales de la profesora): tenían que buscarse uniformes de verdad, no importaba si réplicas del Barcelona, el Madrid, o el Chelsea, como esos que algunos pequeños van luciendo por allí, provistos por la mano generosa de algunos parientes foráneos , o por sus propios padres, luego de pagar un chorro de pesos por la novedad futbolera, tan en alza hoy día por acá, en que cualquier imberbe hijo de vecino sin saber leer ni escribir, ya es fan de algún club de la Madre Patria, de la Pérfida Albión, o de cualquiera sea el territorio de la vieja Europa….

De más esta decir que mi pequeño, y muchos del resto, fueron a su desfile ese día, pero con su uniforme escolar, y con la dignidad más alta que el Pico Turquino. Al final, esa debe ser la respuesta con que los padres debemos enfrentarnos a tales pretensiones “faranduleras” que no hacen otra cosa que generar confusión en las inocentes cabecitas de nuestra prole.

Estoy seguro que Martí, ante el panorama de aquel día, se revolvería virtualmente en su tumba, ante un acto tan inadecuado donde los infantes que el calificara tan bellamente en su minuto, como “la esperanza del mundo”, estuvieran siendo inducidos a representar aquella descolocada y malsonante pantomima.

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