Ha muerto Gilberto Marino García (La Habana, 3 de marzo, 1947 - Miami, 21 de marzo, 2015), un talentoso artista y un gran amigo. Muchas virtudes y cualidades tenía Marino, pero quienes lo conocimos solíamos destacar siempre su condición de “hombre bueno”. Nunca le escuché una palabra de rencor ni menosprecio al hablar de un semejante. Incluso, cuando le pedía su opinión sobre un pintor obviamente mediocre, su respuesta era siempre: “sus cuadros tienen algo” o “ése es su estilo”, jamás una frase despectiva. En lo personal, le agradezco que accediera a ilustrar mi primer poemario “En la tarde, tarde”. También, su perenne optimismo y buen humor. Marino era una atracción adicional en las excursiones en las que coincidimos. Nunca olvidaré la noche que, entre chistes y confidencias, recorrimos las calles de Atenas; y pocos años después, en Nápoles, su conversación (sin saber italiano) con un vendedor callejero, imitando su acento y ademanes. El viaje a Egipto fue otra oportunidad en la que su alegría contagió a todo el grupo. Las anécdotas de cuando vivió en Venezuela y trabajó de mesero en un restaurante, siempre nos hacían reír, aunque las hubiéramos escuchado más de una vez.
Hasta el final dio muestras de su habitual bondad y entereza. Ni en los momentos más difíciles de su enfermedad abrumó a sus amistades con quejas, y nunca quiso inspirar lástima ni pedir favores.
Su muerte ha sumido a sus amigos en una profunda tristeza. Los creyentes podrán consolarse pensando que cuando Marino llegó al cielo, fue recibido por el Caballero de París con una pomposa reverencia, y con gran revuelo y alegría por los ángeles que posaron para él, y que ese día comenzó una gran fiesta que durará para siempre.
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