Friday, March 6, 2015

Mirada (por Félix Luis Viera)

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Nota del blog: Mirada es uno de los cuentos incluidos en el libro El Precio del Amor, de Félix Luis Viera, que se presenta en Miami el próximo sábado 21 de marzo a las 2. 00 p.m. en la tertulia literaria La Otra Esquina de las Palabras (Café Demetrio, 300 Alhambra Circle, Coral Gables, Fl 33134).

El prólogo del volumen escrito por Amir Valle, lo puedes leer en Gaspar, El Lugareño: De Cacerías, Grávidas Ilusiones y el Inefable Precio del Amor.

El libro se  puede adquirir en Amazon haciendo clic aquí.
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Mirada

a Joel Franz Rosell



La muchacha vio pasar a los hombres desbordando los tres camiones, lentos camino afuera, hacia el albergue. 

Muchos de los hombres miraron a la muchacha, quien estaba de pie, junto a la puerta de la casa, con una flor mariposa prendida en un lado de la cabeza, cuya blancura contrastaba con su cabellera oscura. Aun algunos de los hombres, sin quitarle la vista, le dijeron algo en alta voz aludiendo a su figura, su belleza. De ellos, hubo uno que la miró más que los otros, más tiempo y más adentro tal vez.

Cuando los hombres llegaron al albergue revisaron, afianzaron, tensaron literas, determinaron el sitio más propicio para sus pertenencias.

Luego del almuerzo la mayoría se acostó. Ya se habían olvidado de la muchacha. Menos uno, el que más tiempo y más adentro la había mirado al pasar.

Luego del almuerzo la muchacha se acostó; no había olvidado la masa de hombres pasando sobre los tres camiones, pero sólo recordaba a uno: el que la había mirado como si lo hiciera por dentro, como si la mirara para toda la vida, pensó. Puso la flor mariposa en un vaso con agua sobre un mueble junto a la cama, y se durmió. Y soñó con el hombre que más adentro la había mirado al pasar.

El hombre se durmió, tratando de obviar el calor que parecía prensado, sólido, metiéndose como en bloques desde el techo hasta las literas. Soñó con la muchacha. Soñó unas trescientas veces con la muchacha en ese sueño de una hora más o menos. Siempre lo mismo: ella diciéndole adiós desde la puerta de su casa mientras él pasaba en el camión.

En ese mismo momento la muchacha soñaba que el hombre pasaba una vez tras otra en el camión y ella le decía adiós.

El hombre despertó de mal humor porque era un sueño ridículo. Pensó que los sueños, ya que lo son, podrían ser más prácticos, al menos un poco más ambiciosos, más abarcadores de esa realidad que debería ser propia de los sueños; pues, ya que lo son, se dijo, para qué sirve un sueño que ofrezca menos que una realidad.

La muchacha despertó de mal humor, pues, aunque los sueños sólo los sabe el que los sueña, se halló en este un poco estúpida por dedicarse únicamente a ver un hombre pasar y decirle adiós; sin hacer algo más que decirle adiós a un hombre que cruzaba constantemente en el camión y la miraba de esa forma que, estaba segura, nadie la había mirado y tal vez nadie la miraría nunca más. La muchacha se dijo que jamás el hombre sabría que ella había visto su mirada exactamente como él se la había dirigido, ni mucho menos, sabría que ella había soñado con él. Él, pensó, se entretiene ahora entre un grupo tan numeroso y ya no recuerda nada. Pero si pasara otra vez, si me mirara otra vez como entonces o como cuando lo soñé, no haría lo que hice en el sueño, sino que iría hacia él, le hablaría o le pediría que me hablara; entonces, este sueño me ha servido de algo, se dijo. Tomó la mariposa y se la puso en el cabello, donde la llevaba cuando cruzaron los hombres en los tres camiones.

El hombre se vistió y salió bajo las casuarinas que rodeaban al albergue, vio que las hojillas caídas habían formado un grueso colchón en el techo, que seguramente atenuaba el calor. Se sentía molesto porque estaba seguro de que la muchacha había mirado al grupo en cada camión y jamás sabría que él había sentido mirarla de otra manera, como si lo hiciera desde otra tierra humana diferente al resto. Pero es imposible, se dijo, que ella mirara a una sola mirada que viaja en tan cerrado grupo en movimiento. Y molesto además porque luego había soñado con ella, con esa tontería de sueño, razonó, porque ella nunca sabría que él, alguien a quien no conocía, la había mirado de esa forma y luego había soñado con ella. Entonces meditó que este era un argumento decididamente contundente: él había soñado con ella, él, un desconocido, había soñado con ella, una desconocida. Si la viese de nuevo le diría todo esto, le diría, para empezar, que debía hablarle porque había soñado un sueño cretino donde la veía diciéndole adiós y él pasando constantemente, y eso no era justo; sí, le haría saber que este sueño le había prendido la soberbia y llevado a expresarle que no era justo que un hombre que sintió mirarla así como él lo hizo, estuviese sufriendo un rato después esa miseria de sueño con ella.

Sobre las tres y treinta la muchacha fue al portal. Unos minutos después salió al camino de tierra y miró hasta la curva donde este se perdía de vista; luego de la curva se hallaba el albergue.

Sobre las tres y treinta el hombre pasó las lajas que hacían el caminillo desde el comedor al terraplén, miró hacia allá y vio la curva que mataba el camino ahí mismo, no era posible ver más allá, hacia la casa donde la había visto al pasar.

El sol estaba fuerte. Alrededor de las cuatro la muchacha volvió adentro, se acostó de nuevo y de nuevo colocó la mariposa en el vaso.

El sol estaba fuerte. Alrededor de las cuatro el hombre entró en el comedor. Tomó la merienda que repartían y, cerca de las cinco, terminaron una reunión allí mismo. El hombre no logró atender muy bien a lo dicho por las autoridades en la reunión, sólo, con un esfuerzo casi supremo, condensar que era imprescindible limpiar los cañaverales que les correspondían en los seis días que estarían allí, aun con las lluvias que casi todas las tardes se dejaban caer, aun con el agua en los surcos, no había otra solución.

Poco después de la reunión, el hombre se acostó nuevamente, vio que las sombras, como uniéndose por pedazos, iban ocupando todo el hueco del techo. Pensó en lo mismo.

La muchacha, acostada, pensó en lo mismo. Pensó, entre otras posibilidades propias más bien de un sueño, que si el hombre viniera hasta la casa, ella, sin más, le contaría todo como si fuera un hombre a quien conociera desde mucho tiempo, desde toda la vida, aunque a él le pareciera absurdo. Pero absurdo era, se dijo, imaginar que el hombre llegara a su casa sin más preámbulo, a decirle qué, con qué motivo. A las seis, la muchacha se bañó y a las seis y treinta fue a la mesa. Durante la comida esquivó como pudo los comentarios de sus padres en cuanto a su mutismo, su ensimismamiento, su vista perdida más allá de los platos, el mantel, los cubiertos. Después de comer fue al patio y cortó una mariposa con las que sustituyó a la que ya se había marchitado. Vagó por el portal, miró hacia varios puntos y por fin se sentó en un sillón, solitaria, en la sala.

A las seis el hombre se bañó y las seis y treinta fue al comedor. No habló con nadie, sentía que cierta ira, que creyó sin asidero, sin raíz, sin causa original le iba creciendo. Vagó alrededor del comedor, entre los arbustos y las flores y, sin escoger ni mirar a derechas, tomó la primera a su alcance. Fue a sentarse a la puerta del albergue. Pensó que por primera vez en su vida—que era aún breve— lo tomaba esa sensación de estar solo dentro de un grupo.

A las siete y treinta comenzó un aguacero que no dejaba escuchar un ruido más allá de medio metro. El hombre fue hacia su litera. La muchacha fue hacia la cama. El hombre miró hacia arriba y quedó escuchando el sonido de la lluvia sobre el techo. La muchacha miró hacia arriba y quedó escuchando el sonido de la lluvia sobre el techo. El hombre recordó el sueño de la muchacha y a la muchacha y quedó dormido y soñó el mismo sueño, la muchacha quedó dormida y soñó el mismo sueño. Él que pasaba cientos de veces y ella le decía adiós, ella que él pasaba cientos de veces y ella le decía adiós.

Como a las nueve y treinta dejó de llover. Él se levantó, prendió un mechón, se vistió, la muchacha se levantó, encendió un quinqué, se vistió y regresó al sillón.

El hombre fue hacia el camino de tierra. Al salir por la puerta del albergue ya estaba tras él —unos con la vista y otros con franca presencia— un grupo que ya, mientras él se vestía, le había preguntado con insistencia qué le pasaba, hacia dónde iba. El hombre le entró derecho al camino de tierra, por el mismo medio, el fango en algunos pasos le iba más arriba de la caña de las botas; no era un novato, sabía que al fango de un camino en una noche eficientemente oscura como esa, debía entrarle como lo había hecho, con la seguridad absoluta de que se iba a enfangar de todas formas.

El hombre, al pasar la curva, miró todo lo lejos posible y vio una luz encendida, a la derecha. Quizás es en la misma casa, se dijo. Al pasar la curva había sentido que no sólo el camino, sino él mismo, marchaba por un plano recto, sintió que iba él en un sentido verdaderamente recto; comprendió que esto debía ser una simple sensación y que algo o mucho podría haber de lírico, mítico, cursi, en esa sensación, pero no obstante estuvo conforme con sentir así y, sobre todo, estaba seguro de sentir así, que era lo más importante, se repitió. No se veían estrellas ni más luces hacia los puntos cardinales. Y solo dos sonidos: el constante de sus botas chapoteando en el fango, el alterno de algunos perros a los lejos. Siguió caminando.

El hombre era pleno fango. Pensó que la luz sería una ilusión puesto que por segundos se le perdía, pero luego confirmó que sólo ocurría cuando se pegaba al borde del camino, y alguna rama la tapaba, según el vaivén del paso. Ahora estaba seguro que existía: era una luz cercana, una verdadera luz dentro de una verdadera casa cerrada cuyos contornos ya se vislumbraban en la oscuridad. Verificó, por la posición del camino, sus bordes, los árboles, el olfato tal vez dentro de la negrura, que era la misma casa en la que, por la mañana, vio a la muchacha y la miró con una mirada de nunca antes y nunca después. Llegó. Abrió una puerta de madera, de resorte, pasó y avanzó por una tira al parecer de ladrillos, entonces fangosos, que iban desde la cerca, junto al camino de tierra, hasta el portal.

La muchacha, desde el sillón, escuchó el golpe de la puerta allá en la entrada y unos pasos que avanzaban hacia la casa. Escuchó que raspaban el fango de las suelas contra el canto de cemento, donde comenzaba el portal. Luego los pasos ya dentro del portal, y tocaron a la puerta. La muchacha sonrió. Y fue a abrir.


Abril de 1983

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