Sunday, June 28, 2015

Obispo Guantánamo-Baracoa: "Juan era el hombre que sabía que su misión era abrir puertas para que la gente entrara al Reino de Dios"


Homilía de Mons. Wilfredo Pino, Obispo de Guantánamo-Baracoa,  con motivo del fin de curso en el Seminario San Basilio Magno de Santiago de Cuba. 24 de junio del 2015

Seminario San Basilio Magno, Iglesia Los Desamparados, Santiago de Cuba 
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Queridos todos: La providencia de Dios nos ha invitado a celebrar, en un mismo día, el final de curso en el Seminario y el comienzo a la vida terrena de Juan el Bautista. Como sabemos, sólo hay dos santos que, en la liturgia de la Iglesia, son celebrados el día de su nacimiento para este mundo y el de su nacimiento para el cielo: La Virgen María y Juan el Bautista.

Juan es el hombre que nace en una familia que hoy llamaríamos “católica practicante”, de padres entregados a Dios, de una madre estéril y anciana y de un padre mudo que empezó a hablar cuando le puso a su hijo el nombre de Juan. Un padre al que el ángel le había dicho: “Tu oración ha sido escuchada” (Lc. 1, 13).

El hombre que, según ese ángel, iba a ser la felicidad de sus padres, la alegría de mucha gente, lleno del Espíritu Santo, causa de que muchos vuelvan a Dios, y el que le preparará al Señor un pueblo bien dispuesto… (¡Qué bueno sería poder decir lo mismo de cada uno de ustedes, seminaristas, y del obispo de Guantánamo!…)

Juan Bautista va a ser el hombre consagrado. “No beberá vino ni licores” (como el Papa Francisco que un 15 de julio, después de ver un programa que le hizo daño, prometió no ver más nunca la televisión… o ese sacerdote que conozco, quien por disciplina, no toma ningún tipo de bebidas alcohólicas).

Juan nació en el Antiguo Testamento y señaló con su dedo al que inauguraba el Nuevo, Jesucristo. Sus palabras en ese momento las repetimos en cada Misa: “Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”.

Juan, como nosotros quisiéramos que fueran los futuros sacerdotes, era el hombre del mensaje claro. Sus homilías, no como las mías, eran breves: “Conviértanse”, “enderecen lo torcido”, “rellenen los baches”, “nivelen el terreno”. Y si no entendían lo que él les quería decir, les ponía ejemplos: “el que tenga dos túnicas que le dé una al que no tiene”, “el que tenga para comer, que haga lo mismo con el que no tiene”. A los cobradores de impuestos: “no cobren más de lo debido”. A unos soldados que le preguntaron qué tenían que hacer, respondió: “No abusen de la gente, no hagan denuncias falsas y conténtense con su salario”. Y a los que no querían convertirse los llamaba por su nombre: “Raza de víboras”.

Juan, como nosotros quisiéramos que fueran los futuros sacerdotes desde hoy mismo, fue el hombre de los “no”. “Yo no soy el Mesías”, “yo no soy Elías”, “yo no soy el Cristo”, “yo no soy quienes ustedes creen”. Y para dejarlo todo bien aclarado, se definió: “Yo sólo soy una voz”. Juan Bautista tenía claro que él no era la Verdad, ni la Luz, ni el Camino, ni la Vida, sino solamente testigo del que es la Verdad, el Camino, la Luz y la Vida.

Juan, como nosotros quisiéramos que fueran los futuros sacerdotes, tenía una linda enfermedad: el “crecimiento del corazón”. En su corazón cabían todos, incluso el corrupto Herodes, a quien Juan quería salvar y le señalaba su pecado y le pedía su conversión. Juan siempre rezó “ilumínalo, Señor” y no “elimínalo, Señor”…

Juan, como nosotros quisiéramos que fueran los futuros sacerdotes, era el hombre del juego limpio, de la vida austera y pobre. El hombre que sabía que su misión era no cerrar sino abrir puertas para que la gente entrara al Reino de Dios.

Juan Bautista, como nosotros quisiéramos que fueran los futuros sacerdotes, estaba consciente de su papel secundario y transitorio. Decía: “Detrás de mí viene otro más importante que yo”, “yo bautizo con agua pero él los bautizará con el Espíritu Santo”, “yo no soy digno de desatarle las correas de sus sandalias”, “Él puede más que yo”.

Juan, como nosotros quisiéramos que fueran los futuros sacerdotes, supo brillar cuando Dios le pidió brillar y supo apagarse cuando Dios le pidió apagarse. “Conviene que El crezca y yo disminuya”, afirmó. Juan no se molestó cuando vio a sus discípulos abandonarlo e irse tras Jesús… Tampoco cuando vio que la gente dejaba de bautizarse con él para ir con Jesús. Dice el evangelio que, en cambio, eso lo llenó de alegría. ¡Cómo tenemos todos que aprender de Juan! ¡Cuantos líos sigue trayendo a la Iglesia el querer “subir” y subir, y el no quererse “apagar” en el que viven algunos de sus hijos!...

Juan Bautista, como nosotros quisiéramos les pasara a los futuros sacerdotes, recibió muchos elogios de Jesucristo: “Ustedes no han ido a ver una caña agitada por el viento” (hoy soy de izquierda, mañana de derecha, pasado de centro… hoy ando detrás del último invento en materia de liturgia…). Juan, dijo Jesucristo, “no es tampoco uno que se viste elegantemente”. (Yo aprendí mucho de mi mamá: Cuando yo no tenía pantalones enteros sino zurcidos, me dijo: “No importa andar zurcido, sino limpio”. Y en otra época en que no había desodorante, su enseñanza fue: “Lo que hay es que oler a limpio, y nada más. Así que báñese bien”.)

Juan, como nosotros esperamos que les pase a los futuros sacerdotes, supo interpretar las señales de Dios, los “signos de los tiempos”. Él, a través de sus discípulos, le preguntó a Jesús: “¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?”. Y la respuesta de Jesús necesitó la interpretación de Juan. Jesús no les respondió: “Sí, soy yo”, sino que le envió los “signos” del Mesías que habría de venir: “Díganle a Juan que los ciegos ven, los cojos andan, los sordos oyen, los leprosos quedan limpios, los muertos resucitan, y se anuncia la buena noticia a los pobres” (Lc. 7, 18-23).

Casi dos mil años después del nacimiento de Juan el Bautista, hubo un seminarista español que llegó a ser Cardenal de la Iglesia y joven Secretario de Estado del Papa Pío X. Hablo del Cardenal Merry del Val, un sacerdote que hablaba no sé cuántos idiomas, cultísimo, músico, deportista, fotógrafo, incansablemente apostólico y profundamente espiritual.
De él son las “Letanías de la humildad” que ustedes tienen en sus manos y que rezaremos luego. Yo las rezo diariamente y no digo que lo cumpla todo, pero estoy seguro que si no las rezara cada día, sería mucho más malo de lo que soy.

Termino con una anécdota personal del domingo pasado en una comunidad guantanamera del campo. Los fieles fueron invitados por su sacerdote a hacer una valoración personal de cómo ha sido para ellos este año pastoral que termina. Hablaron unos cuantos. Una señora dijo: “Yo he cambiado mucho desde que vengo a las clases de los miércoles. Ahora, cuando alguien toca a mi puerta pidiendo un poco de agua, yo se la doy de la fría y en el vaso de cristal de florecitas, no en el vaso plástico.

Una pregunta a los seminaristas que terminan un año más: ¿Has cambiado, mejorado, igual?


Rezamos ahora las letanías del Cardenal Merry del Val:

Oh, Jesús, manso y humilde de corazón, ¡óyeme!
Del deseo de ser estimado… ¡líbrame, Jesús!
Del deseo de ser amado… ¡líbrame, Jesús!
Del deseo de ser elogiado… ¡líbrame, Jesús!
Del deseo de ser honrado… ¡líbrame, Jesús!
Del deseo de ser ensalzado… ¡líbrame, Jesús!
Del deseo de ser preferido… ¡líbrame, Jesús!
Del deseo de ser consultado… ¡líbrame, Jesús!
Del deseo de ser aprobado… ¡líbrame, Jesús!
Del temor de ser humillado… ¡líbrame, Jesús!
Del temor de ser despreciado… ¡líbrame, Jesús!
Del temor de ser rechazado… ¡líbrame, Jesús!
Del temor de ser calumniado… ¡líbrame, Jesús!
Del temor de ser olvidado… ¡líbrame, Jesús!
Del temor de ser ridiculizado… ¡líbrame, Jesús!
Del temor de ser injuriado… ¡líbrame, Jesús!
Del temor de ser sospechoso… ¡líbrame, Jesús!
Que otros sean más estimados que yo…
Que otros sean más amados que yo…
Que otros crezcan en la opinión del mundo,
y que yo disminuya…
Que otros sean empleados en cargos,
y se prescinda de mí…
Que otros sean ensalzados, y yo no…
Que otros sean preferidos a mí en todo…
Que otros sean más santos que yo,
con tal que yo lo sea en cuanto puedo…
¡Jesús, concédeme la gracia de desearlo!

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