Nota del blog: Agradezco a la Editorial Silueta (http://www.editorialsilueta.com/) que comparta con los lectores del blog un fragmento de la novela La Cruz de Bronce, de Elvira de las Casas. El libro se presentará el próximo 5 de diciembre en la ciudad de Miami.
Desde la España medieval hasta la Cuba de nuestros días, desde la vieja Castilla decimonónica hasta los campos de la Cuba colonial, una singular reliquia recorre el tiempo de mano en mano. Desde Rodrigo Díaz de Vivar (El Cid Campeador) hasta el sanguinario Valeriano Weyler, personajes míticos e históricos se entremezclan, con otros creados por la desbordante imaginación de su autora.
Si en su primera novela, Doce mensajes a Hércules, Elvira de las Casas se nos había revelado como una excelente narradora que conoce muy bien su oficio; en su segunda entrega, La cruz de bronce, mantiene esa capacidad de fabulación que la hace capaz de jugar con la intrahistoria, el costumbrismo, y algunos elementos heredados de la clásica picaresca, sin dejar de ser absolutamente moderna.
La cruz de bronce es una novela que atrapa desde las primeras páginas, con situaciones hilarantes, conmovedoras, y desenlaces ingeniosos, capaz de divertir y satisfacer al lector más exigente. (Rodolfo Martínez Sotomayor)
Hay que ver que alguna gente nace con estrella y otros nacen estrellados. Cuando éramos adolescentes ya en Cuba nadie se acordaba de Gagarin ni de la madre de los tomates. Tampoco ponían ya por televisión los vídeos de Lolita, la hija de Lola Flores, pero se puso de moda Shakira, y mi hermana empezó a alborotarse el pelo, que mamá se había empeñado en estirarle a fuerza de cepillo y menjurjes grasosos desde que nació, para disimular el “mal paso” de la bisabuela Constanza, una española que vino desde Castilla la Vieja para terminar enamorándose de un mulato y que, según mi madre, había atrasado la raza de la familia.
El caso es que ese atraso, si acaso lo era, le vino de lo más bien a mi hermana, una trigueñita clara un poco planchadita por delante pero con tremendo nalgatorio al que todos los hombres tenían que mirar, y que, para rematar, nació con un ritmo y un oído para la música que ya quisiera yo.
Así es que en la época de la que hablaba antes, la de los vídeos de Shakira, se aprendió de memoria Las caderas no mienten, y donde quiera que llegaba se soltaba a cantar moviendo los brazos con una sabrosura que tal parecía que había nacido en el Líbano y no en el barrio de Cayo Hueso.
“Lo que se hereda no se hurta”, decía mi madre con la voz entrecortada y los ojos llorosos de emoción cada vez que la veía, aludiendo a la herencia de la abuela de mi padre, que dicen era la candela bailando, porque lo que era por parte de ella, que yo sepa, no había ningún antecesor directamente llegado de la Península Ibérica sino de Manzanillo, en la provincia de Oriente. Mientras tanto, yo me moría de envidia, pero nada podía hacer: como dice mi madre, a quien Dios se lo dio, San Pedro se lo bendiga, y la verdad es que desde muy joven a mí los hombres me seguían con la vista y no precisamente porque supiera moverme bien, pues el baile no es lo mío, sino porque heredé las tetas de mi madre, motivo más que suficiente para acaparar la atención de todos… hasta que mi hermana comenzaba a bailar.
Cómo se llama, sí, bonita, sí mi casa, su casa… cantaba mi hermana moviendo las caderas. Baila en la calle de noche, baila en la calle de día… Y todos mis amigos se quedaban mirándola embobados, perdiendo el hilo de lo que hablaban conmigo hasta ese momen¬to, olvidándose de que yo existía porque solamente tenían ojos para mirar aquellas nalgas enormes que no se detenían ni un instante mientras Lolita seguía cantando Señorita, feel the conga, mueve tu cintura como toda Colombia, y mira en Barranquilla se baila así, say it… Pero no vayan a pensar que esa envidia hacía que yo le tuviera mala voluntad a Lolita.
Mi hermana y yo siempre nos hemos adorado, no solo porque nos atan lazos de sangre, como decía mi madre con voz de actriz melodramática cada vez que discutíamos por alguna bobería, sino porque nada más teníamos que mirarnos para saber lo que estábamos pensando. Eso de las hermanas que se odian y provocan accidentes horrendos para quitar del medio a la otra, solamente pasa en las telenovelas, pero no en la vida real.
En la vida verdadera, la de todos los días, la de compartir el mismo cuarto, la ropa, las amigas y los chismes de las vecinas, eso no sucede, porque las hermanas son como las dos caras de una misma moneda. O al menos eso éramos Lola y yo, antes del italiano. Pero esa historia del italiano no había pasado todavía cuando íbamos al preuniversitario y hasta nos enamoramos un par de veces del mismo muchacho.
En aquel entonces soñábamos con ir a la Universidad y graduarnos, ella de doctora, y yo, como era la más comemierda de las dos, de filóloga. Digo, porque hay que ser comemierda para pensar en estudios de literatura y lenguas clásicas en un país donde todo lo que una oye, desde que se levanta hasta que se acuesta, son frases como “qué volá, asere”, “quítate del medio, que estoy sigiliao”, “a ver qué invento pa’l almuerzo”, y la más frecuente: “¡qué ganas tengo de irme pa’ la Yumaaa!” De modo que comenzamos a estudiar pensando que íbamos a comernos el mundo, para terminar dándonos cuenta de que el mundo nos iba a comer a nosotras, si no cambiábamos de forma de pensar.
La primera que llegó a esa conclusión fue Lola. Una noche me anunció que iba a dejar la escuela, porque ella también quería irse pa’ la Yuma, como casi todo el mundo, y si seguía estudiando, nunca la dejarían salir de Cuba, o por lo menos tendría que esperar una pila de años, y llegaría a Miami con la cara arrugada y las nalgas llenas de celulitis, que para qué le servirían entonces sin esa dureza y esa piel lisa que tenía a los veinte años. Pero de algo tendría que vivir hasta que se le presentara la oportunidad de salir de ese infierno, léase La Habana, una ciudad apestosa por la que parece que han pasado un terremoto, un ras de mar y cuatro huracanes categoría cinco. No le quedó más remedio que ponerse a trabajar, y gracias a la gestión de una amiga jinetera, consiguió un puesto en un consulado europeo.
El trabajo era fácil y le permitiría echarse al bolsillo unos cuantos dólares diariamente, más de lo que ganaba papá manejando la guagua un mes entero. Sólo tendría que mantener limpio el baño de mujeres y atender a las visitantes que necesitaban usar el inodoro, alcanzándoles servilletas, jabón y crema para las manos, siempre mostrando una amplia sonrisa para causarles una buena impresión y ganarse una propina. Pero como su ambición siempre había sido vivir del artistaje, y le propusieron cantar y bailar tres noches a la semana en una paladar, me pidió que compartiera con ella la atención de los baños, que realizaríamos en días alternos.
Para eso nos haríamos pasar por la misma persona: los días que me tocaran a mí, tendría que vestirme, peinarme y hablar como ella, y lo mismo haría ella cuando tuviera que ir a trabajar. Lo del maquillaje y el peinado resultó bastante fácil: aunque a regañadientes, Lola aceptó estirarse el pelo y recogérselo en una cola de caballo como me peinaba yo, pero en cuanto al vestuario, había un problemita que no sabíamos cómo solucionar. Ni siquiera con jeans mi trasero se parecía al de ella, y la misma escasez de materia prima la padecía ella debajo del ajustador, por lo que tuvimos que llegar a un compromiso: cuando le tocara trabajar, tendría que rellenarse las copas con papel sanitario, y lo mismo haría yo debajo del blúmer para rellenar el fondillo del pantalón. De esta manera ella quedó convertida en una burda imitación mía, y yo, en una versión apagada y desabrida de mi despampanante hermanita.
Pero por suerte para las dos, nadie pareció darse cuenta de que a ella le habían crecido las tetas ni de que a mí las nalgas de pronto se me querían salir del jean, con lo que pudimos sobrevivir aquellos primeros años del siglo veintiuno a pesar de las difíciles circunstancias, gracias a la buena cabeza de mi hermana para los negocios.
Al consulado iban hombres de todas las edades y de varias nacionalidades, y al cabo de un tiempo comenzamos a ilusionarnos con la idea de conocer al príncipe azul capaz de llevarnos a vivir al desarrollo, a la civilización; vaya, a un país donde no hubiera apagones ni bodegas vacías ni refrigeradores con agua solamente. Poco tiempo después decidí dejar la escuela y comencé a estudiar francés por la noche, pues estaba convencida de que ese hombre maravilloso que conocería en cualquier momento me llevaría a vivir a París, de ser posible a pocos metros de la Torre Eiffel. Pero como bien dicen por ahí, “el que nace para pito nunca llegará a corneta”.
Cuando menos me lo esperaba, Lola me presentó a Luca, un italiano que había conocido mientras bailaba belly dance en la paladar de La Habana Vieja. Lolita vive en Borgoña, una ciudad al norte de Italia, desde hace diez años, y en todo ese tiempo no ha venido a Cuba ni una sola vez, ni siquiera cuando papá estuvo a punto de morirse de un derrame cerebral y mamá decidió dejar de hablar y refugiarse en sus recuerdos de cuando ella y papá eran jóvenes y estaban convencidos de que el comunismo era la salvación de la humanidad. Eso sí: enseguida nos mandó un par de fotos cuando se hizo una cirugía plástica y se puso las tetas del mismo tamaño que las mías, pero mucho más paraditas.
Yo terminé de estudiar francés y pasé un curso de inglés, y cuando volvió a ponerse de moda hablar ese idioma, comencé a ganarme la vida enseñando a quienes podían pagarme las lecciones con CUC.
Me faltaba poco para cumplir treinta años, y ya había perdido las esperanzas de casarme. A veces recibía cartas de Pepe, mi enamorado de la secundaria, que tiene un negocio de taxis en California, y cuando no estaba trabajando me quedaba por horas en la casa, sentada frente a mamá mientras repasaba álbumes de fotos y trataba de explicarme cómo los años pasaron sin darme cuenta, mientras soñaba con imposibles.
Me faltaba poco para cumplir treinta años, y ya había perdido las esperanzas de casarme. A veces recibía cartas de Pepe, mi enamorado de la secundaria, que tiene un negocio de taxis en California, y cuando no estaba trabajando me quedaba por horas en la casa, sentada frente a mamá mientras repasaba álbumes de fotos y trataba de explicarme cómo los años pasaron sin darme cuenta, mientras soñaba con imposibles.
Así transcurría mi vida, hasta que recibí una llamada de España que me viró el mundo al revés. Y después de mucho tiempo, volví a creer que los milagros existen, que nunca es tarde para volver a empezar, y que en alguna parte del planeta me podría estar esperando una vida diferente.
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La Editorial SILUETA coordialmente invita a la presentación del libro La cruz de bronce, de la escritora Elvira de las Casas.
Sábado, 5 de diciembre de 2015
7:30 p. m.
Presentación a cargo de Ernesto G.
Silver Dragon Store
81 Merrick Way
Coral Gables, FL 33134
(786) 307-5575 - Entrada gratis
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