Foto/Casa de la Música (Portal Cultural Príncipe)
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La descubrí de pronto, haciéndome señas desde la esquina de la calle Santa Rosa con Emiliano Agüero, en la barriada de la Vigía, a esa hora muy solitaria, y ya camino a la oscuridad casi total por su escaso alumbrado público, a dos pasos de la ya intransitada Avenida de los Mártires. Sus gestos acompañaban a una frase casi inteligible en un muy primitivo español: “Casa Música?”, parecía musitarme con acento muy pronunciado de su Inglés a todas luces nativo.
Ante mi inevitable interrogación: Do you speak English?, se le iluminó el rostro, y asintió con toda la prontitud que se espera en una persona que se debate por ubicar su posición en un terreno totalmente ajeno. Le extraño empero que hablara su lengua con fluidez y así me lo hizo saber.
Le aclaré entonces que soy bilingüe casi desde niño, y que me hice filólogo en la lengua de Shakespeare, aunque viva realmente de dar mis clasecitas a los que buscan mejores destinos en esta complicado inning que vivimos por acá, y que esa hora regresaba de haber cumplido mi labor del día.
Acto seguido procedí a orientarla, haciéndole saber que el sitio que buscaba, tan anhelosamente, estaba casi pegado a su narices, más bien ya le había pasado por delante sin darse cuenta, pues la susodicha Casa de la Música, que para el lector no avisado en asuntos camagueyanensis, como la protagonista de mi historia, no es más que un espacio bastante mal encarado, y peor señalizado, de allí que fuera “invisible” para los ojos de la visitante foránea, creado muy recientemente, para supuestamente, “promocionar” el “talento musical” del patio y de otros “traspatios” cercanos, pero sin ningún éxito obvio a la vista, en el mismo edificio que albergara por décadas el muy conocido Cine Social, el clásico cinematógrafo de barrio de los años pre-revolucionarios, y también un poco después, al que concurrí también yo durante mis años de infancia y primera juventud.
Zanjada la duda de la norteña, a la que todavía no sabía de tal procedencia, pues hablaba Inglés, pero igual podía ser de cualquier sitio angloparlante o no, incluyendo Suecia, Suiza o los Países Bajos, que de todo ya he visto, me asaltó la duda de su nacionalidad, y ¡zas!, al preguntarle, me dijo que era estadounidense, a lo que le espeté con una clásica frase de asombro cubensis: no j…, dicha claro para mí, pues lo que le dije en realidad, fue más menos: no kidding!, o algo por el estilo para expresarle mi inevitable estupefacción en su idioma nativo.
De allí supe enseguida que vivía en Los Angeles, California, y que era nada más y nada menos que ¡empresaria!, válgame Dios, a esa hora y con ese recado…! Me cogía inevitablemente “movido”, sin siquiera poderle obsequiar una simple “tarjeta de presentación”, ofreciéndole mis servicios de “cicerone”, o “interprete por un día” para lidiar con dueños de hostales, bici-taxeros, garzones improvisados en paladares al uso, y hasta agentes de viajes, también por la izquierda o por la derecha, de los que ofertan a turistas transporte con alejamiento incluido a cualquier sitio de esta ínsula y casi más allá.., que ya también hay muchos que viven en estos predios de ese rubro.
El muy casual y casi al paso intercambio, en la esquina donde se ubica una conocida “placita” de barrio, hoy muy deprimida, y en la que sólo abundan unas calabazas movidas, y un expendio diurno de carne de puerco, cada vez más cara por cierto, terminó tan pronto como empezó, con un gesto de despedida, en el que sólo atiné a presentarme muy al final, con un: I’m Carlos, y que ella devolvió desde la marcha con un: I’m Tracey, perdiéndose entonces en esa semipenumbra de “entre dos luces” de cualquier anochecer en esta comarca que está viendo llegar ya, a esos tan esperados vecinos del hasta hace poco Norte revuelto y brutal, y ahora mismo por otras causas y azares, nuestros más deseados visitantes foráneos.
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