No sé quién fue el fotógrafo de esta instantánea que guardo junto a tantas otras anónimas de esta ciudad de leyendas aún inconfesas. Lo cierto es que una foto con alma, y con una historia secreta, todavía por contar.
El anónimo fotógrafo, con mucha probabilidad un antiguo lugareño, de esos que retornan con la mirada desatada por los encantos idos de un pasado todavía tan nítido como imposible, se ha llevado las palmas en esta toma que hoy recreamos.
La locación es de prosapia incuestionable, un patio de nuestro entramado citadino, y un tinajón, uno de esos “últimos mohicanos”, de los que en algún minuto, a principios del siglo XX, fueron inventariados por miles en la otrora ciudad, y en su añoso barro moldeado con el cariño de un antiguo artesano, se lee todavía, a duras penas, la indeleble huella de sus manos, y de su estirpe. El felino que lo custodia, posa con señorial renombre, mientras descansa sobre la tapa metálica que cubre la prominente boca de la vasija, preventora de aedes y otras hierbas…
Para el que mira y sueña, y congela el minuto para toda posteridad, y para el que mira y decodifica en la foto, la imagen de ancestrales nostalgias, todavía inconfesa; se hacen perdurables en este trozo de remembranzas, ese para siempre de la inolvidable memoria, testimonio de esa gracia inmaterial y salvadora de toda bien asumida añoranza.
No comments:
Post a Comment