Wednesday, June 8, 2016

El coro de los marranos (por José M. Fernández Pequeño)

Nota del blog: Agradezco al escritor y amigo  José M. Fernández Pequeño (www.palabrasdelquenoesta.blogspot.com) que comparta con los lectores del blog, el texto "El coro de los marranos", incluido en su más reciente libro Memorias del equilibrio (K ediciones, Miami 2016). 

Memorias del equilibrio, será presentado el próximo 24 de junio en el Centro Cultural Español de Miami. 




Para Sindo Pacheco Sosa,
aunque mañana no sea Navidad.


Esto es más jodido que desarmar un camión Zil-131, pensó Ramiro tanteando para abrir la jaula. Eran cuatro candados criollos escondidos tras una larga planchuela de metal que debía impedir el trabajo de las ganzúas y las seguetas de los ladrones; pero ese recurso, eficiente sin dudas, lo obligaba a manipular los candados a ciegas, mientras el cerdo golpeaba desesperado la reja de la jaula, cubierta con una recia malla metálica para evitar que los ladrones, siempre creativos, separaran los barrotes usando un gato de automóvil. Pobre animal, se dijo Ramiro, vivir así para que de cualquier modo alguien acabe jodiéndolo. La idea de criarlo en la azotea había sido de Rosa, como parte de las medidas de emergencia tomadas después que el taller de camiones soviéticos cerró y Ramiro fue enviado para la casa con el cuarenta por ciento del salario, a esperar que apareciera alguna oportunidad. Ten un poco de calma que ya casi está, dijo en voz alta el hombre, molesto por las envestidas del animal contra la reja y las gotas de sudor que bajaban cosquilleando por su nariz. Criar ese cerdo era un verdadero dolor de cabeza, lo obligaba a pasarse gran parte de la tarde dando vueltas por el reparto en la bicicleta, buscando quien quisiera regalarle algunas sobras de comida, cáscaras de fongo, o la cuota del pescado marabú, que mucha gente no comía por su infernal cantidad de espinas. Y luego esto, a las siete de la mañana y a las seis de la tarde, sin excepción, Rosa lo empujaba para la azotea con la escoba y el cubo en las manos, no fuera a ser que el mal olor del cerdo molestara a Rafael, el viejo chivato del cuarto piso, y el tipo diera un pitazo en Salud Pública. ¡Por fin, coño!, exclamó el hombre en voz alta y abrió la puerta de la jaula. Agarró el cubo y fue hasta la plumita del tanque. Era una suerte que pudiera llenarlo en la azotea; si no, encima habría tenido que subir el agua desde su apartamento, en el primer piso. Mientras esperaba que el cubo se llenara, registró con la mirada el entorno de edificios descascarados, tan iguales entre sí que parecían el mismo cajón rectangular repetido cientos de veces, y un poco más lejos, el motel Versalles. Luego regresó su atención a la azotea y no pudo menos que sonreír. El cerdo corría de un lado para el otro, feliz de su efímera libertad, y restregaba el cuerpo contra el muro de mediana altura que protegía el área, como si estuviera convencido de que su entusiasmo podía terminar por derribarlo. Este macho es un comemierda, pensó Ramiro.

Esto sí es un macho, carajo, se decía Rosa en el apartamento del segundo piso, empuñando firmemente el miembro de Gonzalo en su mano derecha. Golosa, disfrutaba por anticipado la operación de recorrer con la punta de la lengua todo el borde del glande morado, para terminar chupando morosamente el frenillo debajo, mientras iría sintiendo cómo el instrumento del hombre se endurecía más y más, y entonces, llegado un momento que su tacto experto le indicaría, sentarse encima, hacerlo penetrar en ella raspándole por dentro, gozando de una posesión que no demoraría en reventarle un orgasmo de escopeta. Todo le gustaba en aquel hombre. Sus rasgos finos, su nariz prolongada, la delgadez que cualquiera habría tomado por debilidad, y más que nada, sus manos ríspidas, callosas. Manos de escultor. Desde hacía casi un mes, Rosa se entregaba a ese deleite todas las mañanas después de las siete, cuando despachaba a los muchachos para la escuela y a Ramiro para la azotea, a limpiar la jaula del cerdo, y aunque siempre realizaba las mismas acciones, cada día le gustaban más, algo que no le había ocurrido nunca, ni con su marido ni con ningún otro hombre. Quizás fuera el riesgo, la emoción de saber que todo debía terminar antes de que Ramiro bajara de la azotea. O el placer de lo oculto, ese manosear el recuerdo luego, cuando estuviera frente a los muchachos de la secundaria, hecha una intachable y exigente maestra. O no, quizás era nada más el olor poderoso de aquel miembro que se dispuso a bendecir con su saliva, no sin antes fijar en Gonzalo unos ojos dilatados y decirle lo que más me gusta de ti es lo puerco que eres, cabrón.

Una puerca, eso es, una puerca igualita que su padre, dijo en voz alta Paula mientras enjabonaba la vajilla que su hija había dejado la noche anterior regada por todo el apartamento, en el tercer piso. Ya no sabía qué hacer con aquella muchacha que aún no cumplía los quince y había dejado los estudios porque, según ella, era de estúpidos matarse tanto por un título que luego no daría ni para comprar papel sanitario, y se dedicaba a andar por ahí con los atronados esos del taller literario. Qué escritores ni un perico muerto, unos mariguaneros asquerosos que se masturbaban oyendo rock, eso eran todos en la virulenta opinión de Paula. Qué voy a hacer, no sé qué voy a hacer, pensó. Ya Rafael, el de la cuarta, le había llamado la atención dos veces por las francachelas de su hija y el director de la Escuela Vocacional de Arte recordó en el último claustro los principios éticos y el comportamiento que se esperaba de quienes tenían la tarea de formar a los futuros artistas. Lo dijo así, al aire, como si no estuviera refiriéndose a alguien en específico, pero ella sabía hacia donde apuntaban esos cañones, sobre todo al final, cuando el director bajó el tono para agregar que no solo éramos responsables de cultivar esos valores en nosotros mismos, sino también en nuestros hijos. ¿Tú sabes lo que es llegar a la casa después de estar la madrugada entera de guardia en la escuela, y encontrarme el apartamento hecho un desastre porque a la niña se le ocurrió organizar una juerga con sus amigotes?, se habría quejado Paula si tuviera con quién. Pero no lo tenía y se conformó con levantar los ojos hacia la ventanita de la cocina, a su derecha, buscando sofocar en la claridad entrante las lágrimas a punto de brotar. Tiene que haber salido así de cochina a su padre, eso póngale el cuño, aseguró.

Qué cochina suerte, coño. Hoy, cuando más claro necesito estar, y casi ni dormir he podido, pensó Rafael en su habitación del cuarto piso, tendido bocarriba sobre la cama y con los ojos todavía cerrados. Un poco antes, su mujer lo había removido, vamos, viejo, que ya son las siete, pero él prefirió mantenerse así, cultivar aquella somnolencia que lo hacía pesar sobre el colchón quejumbroso; ahora voy, Virginia, déjame descansar unos minutos más… Estaba preocupado. El edificio se volvía un relajo. Tiraban la basura donde quiera. Ponían música de cantantes que se habían ido para Miami. Traficaban en el mercado negro con cosas robadas. Hablaban mal del Gobierno sin que les importara quién estuviera presente. Y para colmo, a los de la primera se les había ocurrido criar un puerco en la azotea. ¿Quién va a dormir con la peste y los gruñidos de ese animal? Nadie, se preguntó y contestó Rafael. Necesitaba concentrarse, afilar bien las ideas. A las once sería la reunión en el núcleo de los jubilados y allí, aprovechando el punto de asuntos generales, iba a proponer el plan que había concebido para descubrir a los que estaban pintando carteles contra el Gobierno en el reparto. Si dejaban pasar esas cosas, todo se haría inmanejable, y él estaba convencido de que el actorcito del bloque tres, el dueño de los dos perrazos, andaba metido en el asunto de los carteles. Nada más había que verlo paseando por la calle como si viviera en Nueva York, el muy señorito burgués que ni siquiera se tomaba el trabajo de recoger los tremendos mojones que dejaban esos animales por donde pasaban. Son lebreles afganos, no atacan a las personas, iba diciendo a quienes se tiraban para la calle espantados cuando lo veían venir como si fuera el dueño de la acera, forcejeando para sujetar las correas de esos monstruos. ¿Usted sabe lo que debe costar mantener dos bestias como esas?, se preguntó Rafael. Nada, tengo que abrir los ojos y levantarme, concluyó. Antes de ir para la reunión, debía pasar por el policlínico, a ver si el médico le indicaba una glicemia porque en los últimos días había sentido un poco de mareo y las manos acalambradas. Y luego quería llegar a Salud Pública para notificar el problema del cerdo en la azotea. Se lo había reclamado la semana pasada al presidente del comité en la cuadra y el muy blandengue no quiso tomar acción con el cuento de que la cosa estaba difícil y a veces había que hacerse de la vista gorda para que la gente se defendiera un poco. Vista gorda ni vista flaca… Ya verán, se aseguró Rafael, estos piensan que aquí todos somos unos verracos.

Qué verraco, yo creo que estamos criando un perro, se dijo Ramiro, divertido con las carreras del macho por la azotea, con la manera en que se le acercaba y, ya próximo, hacía una finta para esquivarlo, como invitando a que el hombre lo persiguiera. Dejó la escoba y cortó el paso del puerco por la izquierda, luego hizo como si fuera a bloquear también el flanco derecho, pero avanzó recto hacia el cochino, que emprendió una frenética carrera, dio un salto por encima del muro y cayó al vacío. En el tercer piso, Paula vio pasar por la ventanita de la cocina, en vertiginosa caída libre, una sombra con patas que sus ojos nublados de lágrimas no tuvieron tiempo de identificar, y lanzó un alarido de horror; un hombre se cayó de la azotea, eso fue lo que gritó mientras estallaba, ahora sí, en un llanto histérico. Rosa se sobresaltó en el segundo piso, coño, mi marido, pensó, y cerró instintivamente la mordida sobre el glande de Gerardo, que aulló un cojooooooones estentóreo, e hizo pegar un brinco a Rafael en su cama del cuarto piso. El viejo, asustado, quiso abrir por fin los ojos pero fue en vano. No los tenía cerrados, simplemente estaba ciego.





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Al salir de Cuba, José M. Fernández Pequeño llevaba en la maleta un río y cierta cantidad de abrazos, protectores infalibles contra la nostalgia. Ha publicado dieciséis libros en géneros como la crítica literaria, la narrativa, el ensayo y la literatura infantil. Entre 1998 y 2013 vivió en la República Dominicana, donde recibió el Premio Nacional de Cuentos (2013). En ese país descubrió además los colmados, el poder de la libertad y toda la verdad contenida en la expresión «Más pa’lante hay gente». Actualmente reside en Miami. Su último libro, El arma secreta, recibió la Medalla de Oro en los Florida Book Awards al mejor texto en español publicado por un residente en ese estado durante 2014. Es editor, profesor universitario y gestor cultural, además de un culé convencido, un discutidor de oficio y un adepto impenitente a la cerveza. Edita el blog Palabras del que no está.

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