Fotos/P. Alberto Reyes Pias
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Ya se sabe que el Caribe es atractivo hasta para los huracanes. De Matthew tuvimos noticias desde que era todavía un bebé, pero fue creciendo y haciéndose un adulto muy amenazador, con lo cual, el ambiente de preocupación fue creciendo en la medida en que se hacía evidente que pasaría por Maisí.
Maisí es una zona eminentemente rural, con casas en su mayoría de madera y techo de teja de zinc o de fibrocemento. No abundan las construcciones de mampostería e incluso muchas casas de mampostería no tienen el techo de concreto sino de zinc o fibrocemento. Matthew venía con mucha agua, con vientos muy fuertes y con gran lentitud de traslación, lo cual lo hacía perfecto para dejar entre esta gente un recuerdo amargo de destrucción.
El seminarista que está conmigo para hacer aquí un año de pastoral y yo, decidimos quedarnos en la sede de la parroquia, en Sabana. La iglesia es de teja de zinc, a la cual le sigue una construcción de mampostería que comprende la sacristía, dos habitaciones y una sala pequeña. Luego viene la cocina y un espacio de despensa y almacén, también de teja de zinc. En el patio había dos baños pequeños, para el uso de la comunidad, una tarima para cuando se dan celebraciones al aire libre, una cocina donde funciona un comedor de Cáritas y un ranchón al aire libre, todo ello de teja de zinc.
El lunes hicimos todos los preparativos posibles; sacamos del templo todo lo valioso, empezando por el Santísimo; entramos al templo los bancos y las mesas del ranchón, porque no había otro sitio dónde meterlos; amarramos con una soga el tanque de agua; metimos en las habitaciones todo lo que podía mojarse y echarse a perder; aseguramos puertas y ventanas…, en fin, lo normal cuando se espera un huracán.
Ya desde el lunes quitaron el servicio de teléfono fijo, porque ETECSA, la compañía telefónica, desmontó sus equipos para asegurarlos. El móvil aquí no funciona, no hay cobertura.
La gente hizo lo que pudo por asegurar sus casas, aunque muchos no se arriesgaron a quedarse en ellas y se fueron a pasar el huracán en casas de mampostería de familiares y vecinos o en cuevas, porque esta es una zona de muchas rocas y abundan las cuevas, y no es la primera vez que la gente se refugia allí para pasar el mal tiempo. En dos de mis pueblos los templos son de mampostería, y allí también se refugió gente.
Primero vino el agua. Comenzó a llover el martes desde horas tempranas, y así se mantuvo durante todo el día. No era un agua fuerte pero sí persistente. Luego, hacia el anochecer, empezaron a arreciar los vientos, que se hicieron más y más violentos a medida que entraba la noche. Desde por la tarde ya habían quitado la energía eléctrica.
Los vientos fueron aumentando, mientras el seminarista y yo veíamos impotentes desde las ventanas lo irreversible, cómo fueron cayendo, uno tras otro, todos los árboles de nuestro patio y de los vecinos, algunos de los cuales se desplomaron sobre la despensa y el comedor de Cáritas. El ranchón cayó al piso y luego fue plegándose, bajo la fuerza del viento, hasta romperse y terminar al otro lado de la cerca, en terreno de vecinos, echo un amasijo informe de madera y zinc. La puerta del garaje empezó a balancearse hasta que partió el sujetador del candado y empezó a golpear con fuerza la defensa del carro, que terminó con el frente del capó abollado, pero no podíamos salir a amarrar la puerta ni podíamos “pescar” la puerta desde dentro del templo cuando el aire la movía. Poco a poco volaron los techos de los baños, del portal de la casa y de la tarima. La cocina de Cáritas resistió, en parte porque la aguantó un inmenso árbol de aguacate que le cayó encima.
Más tarde el viento empezó a llevarse las tejas de la despensa y empezó a despender el techo entero de la cocina, con lo cual tuvimos que apurarnos en sacar todo lo posible de la cocina, por si acaso. Al final no logró arrancar todo el techo, pero se llevó tres tejas inmensas. Continuamente revisábamos las habitaciones y la sacristía por las filtraciones, mientras el agua corría de aquí para allá por todo el piso.
Revisábamos también el templo, gracias a lo cual pudimos darnos cuenta cuando el viento abrió una ventana, que apuntalamos con los bancos de la iglesia, luego otra y al final la puerta principal. El viento también zafó dos planchas del zinc del templo, a la altura del presbiterio, y cuarteó toda la mampostería de ese lado. Otra teja estuvo también a punto de zafarse, lo cual hubiera sido desastroso porque una arrastra las otras, pero al final aguantó.
La noche fue larga. Al momento de calma que coincide con el paso del “ojo del ciclón”, siguió otra vez la violencia de los vientos envueltos en agua, hasta muy entrada la madrugada.
Al día siguiente, parecía que habíamos amanecido en un sitio diferente. Todo estaba devastado, árboles, casas, todo. Los árboles que quedaron en pie habían perdido todas sus hojas y dejaban ver el terreno hasta donde se perdía la vista. La lluvia continuaba, y continuó durante casi todo el día. El seminarista y yo nos fuimos a visitar a las personas de la parroquia. Era desolador. Muchas casas habían perdido el techo, con lo cual todo se había mojado: ropa, camas, colchones, equipos…; otras casas estaban, sencillamente, destruidas, aplastadas, como si la furia de los vientos no hubiera considerado suficiente el tirar abajo las paredes y las hubiera “pisoteado”. Ventanas y puertas arrancadas de cuajo, postes del tendido eléctrico tirados aquí y allá, árboles gigantescos moribundos, mostrando las raíces que no tuvieron fuerzas para sostenerlos. Y en medio de todo, la gente, agradecida por la ausencia de pérdidas humanas, y angustiadas por el futuro incierto ante todo lo perdido. Bajo la lluvia, aquí y allá, la gente recuperaba trozos de tejas y trataba de remendar los techos, intentando garantizar un sitio mínimamente seco para cocinar y acostarse, sabiendo que dormirían en el suelo o en lo que apareciera, porque sus colchones estaban perdidos en agua.
Y en medio de todo, la incomunicación, la imposibilidad de avisar a los familiares sobre su situación o de tener noticias de ellos, algunos de los cuales vivían en zonas también afectadas, porque no había (ni hay) comunicación telefónica y durante dos días las carreteras estuvieron interrumpidas y nadie podía pasar. El seminarista y yo pudimos avisar a nuestros padres que estábamos bien porque mi chofer se fue en bicicleta al otro lado de la parroquia a saber de sus padres y por allá se encontró al obispo tratando de atravesar un puente roto. El obispo de Guantánamo quería llegar aquí a toda costa para saber de nosotros, pero el paso era imposible. Mi chofer se lo encontró lleno de fango intentando buscar un paso para el carro. Afortunadamente pudo saber de nosotros y avisar a las familias, y en cuanto se restablecieron los caminos ha venido a vernos.
El seminarista ha sido una bendición, entre otras cosas porque sin él hubiera yo pasado todo esto solo. Luego de arreglar un poco la casa y tapar el hueco de la cocina con unas tejas sujetadas con piedras, empezamos a visitar a todos los que podíamos y salimos a los pueblos donde de momento hay paso para vehículos, aunque no sabemos si se interrumpirá otra vez porque en varios sitios las carreteras están partiéndose y desmoronándose sobre el vacío.
En todas partes el ambiente es devastador, las carreteras están llenas de árboles y tendidos eléctricos tirados; aquí y allá casas sin techo, sin paredes, o en los cimientos. De momento sé que uno de los templos de los pueblos perdió el techo y otro fue arrasado. Me han dicho que otros dos templos también están destrozados, pero no he podido verlos porque todavía no hay paso y son sitios intrincados.
Muchos de mis fieles lo han perdido prácticamente todo, y están en esta primera fase de ver qué tabla, qué trozo de teja o qué pedazo de lata les sirve para improvisar una habitación. Ropa, colchones, equipos eléctricos, están por todas partes, esperando que el sol se lleve la humedad pestilente que dejaron las aguas.
No hay electricidad y no parece que la habrá en un buen tiempo. Las neveras se descongelan y habrá que refugiarse en lo que no necesita frío para conservarse.
Ya han empezado a aparecer personas del gobierno que han ido preguntando a la población la cuantía de sus pérdidas, pero sólo eso. Nadie del gobierno ha traído qué comer a la gente. Hasta hoy la panadería no había logrado encender el horno y no hay pan.
Cáritas ya se ha movilizado y en estos días debe llegar a mi parroquia un camión con módulos de emergencia. Las distintas diócesis están moviéndose también para ver cómo apoyan. El arzobispo de La Habana ya ha mandado lo que ha podido y dinero para comprar lo indispensable, sobre todo comida.
Las gestiones para techos ya han comenzado, pero eso no estará de un día para otro. Nuestra prioridad ahora es que la gente tenga que comer. Los templos ya se arreglarán en su momento, ahora es necesario garantizar el sustento, porque hay gente que lo ha perdido todo, y si bien la solidaridad de familiares y amigos ha sido muy palpable, las reservas se acaban y aquí la gente no tiene mucho.
Me siento abrumado, aunque espero que se me pase pronto porque no hay tiempo para tonterías. Me imagino que es el bloqueo de no saber por dónde empezar. Todo está tan destruido, hay tanta gente afectada y hay tanto que hacer que si me pongo a pensarlo me paralizo.
Intentaré hacer saber de mí en lo posible, pero no puedo prever lo que pasará. Escribo esta crónica confiado en que mañana iré a Baracoa y desde allí podré mandarla, pero no sé cuándo podré volver a conectarme.
Este correo y esta crónica no son para pedir ayuda material, son para contar lo que estamos viviendo, pero como no tendré acceso fácil a los correos y puede que alguien pregunte: ¿puedo hacer algo?, dejo el mail del obispo de Guantánamo, Mons. Wilfredo Pino y su correo es willyp@obigtmo.co.cu. Él es el que está coordinando todo.
Lo que sí pido es oración. Es un momento de incertidumbre y angustia, y hay gente que parece que el ciclón también les ha llevado el alma. Mucha gente se hace la misma pregunta que yo me hago: “¿por dónde empezar?”. Mucha gente ha encarado el momento con ánimo y está luchando. A otros hay que apuntalarles el espíritu.
Recen, por toda esta gente. Recen para que no nos falten los ánimos. Y recen por mí, para que yo sepa estar a la altura del pastor que ellos ahora necesitan.
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