No me toca, ni por juego, juzgar la última entrega literaria de Leonardo Padura Fuentes, de eso darán cuenta, otros con mejores pedigree que este humilde escribidor, en ese mundo de abismos insondables como lo es el de la crítica literaria.
Me atrevo, eso sí, después de un lectura atenta de esta novela, que igual que su también aclamada El Hombre que amaba los perros, me llegaron desde las antípodas, en la octava edición argentina de Tusquets, pues por estos pagos son pocos los que han tenido la suerte de leerla en la reciente y muy limitada edición local, dar mi muy particular y siempre subjetivo parecer sobre alguna parcela muy especifica la obra.
De entrada reconozco el buen oficio del narrador a quien se le da muy bien este, como cualquier otro género, desde el cuento hasta el ensayo, luego de haberse ejercitado como Hemingway en la escuela del periodismo, y que a no dudarlo, por la solidez de su obra en el tiempo, tiene ya la suficiente prosapia para estar entre las voces literarias que Tusquets o cualquiera otra editorial de campanillas, tiene en su selecto club de best sellers internacionales.
En Herejes, como antes en Adiós Hemingway, el personaje de Mario Conde, que ha dejado definitivamente el oficio policial, y que malvive del tráfico de libros usados en una depauperada y ciertamente achacosa Habana, hará las veces de detective por cuenta propia, en pos de la solución del enigma de la desaparición un valiosísimo Rembrandt en la Cuba republicana.
Aquella formidable obra fue ofrecida como imposible salvoconducto por una hipotética familia judía de origen polaco, llegada al puerto de La Habana en 1939, finalmente regresados a Hamburgo, su puerto de origen, ante la negativa de las autoridades cubanas a darles entrada al país, y luego que les fuera escamoteada la valiosa pintura.
Ellos, junto a otros muchos de sus congéneres, habrían sido víctimas propiciatorios de una turbia trama de tráfico de personas arreglado por personeros corruptos del gobierno de Mendieta, con la terrible circunstancia del Holocausto nazi como telón de fondo, y que arrebataría finalmente la vida de aquellos desdichados potenciales emigrantes en los campos de exterminio nazi en Europa.
La novela, parte pues de unos presupuestos perfectamente comprobables en el tiempo histórico de aquellos años, y llega como es obvio hasta la actualidad donde se desenvuelven los sucesos conclusivos.
De los detalles de este hic et nunc, el narrador sabe descubrir de entre tantos entresijos, las coordenadas de una realidad que sería imperdonable no retratar con la luz de todo el espectro de sus circunstancias.
Y ciertamente, Padura ha reconocido que en ese largo y tortuoso camino para aprender a reconocer la realidad social que lo permea todo, y de la que ningún narrador se podrá desligar nunca, ha tenido predecesores de lujo, que como inevitable influencia benéfica, han tutelado el no fácil camino para hacerse de una voz narrativa sólida y creíble. Al respecto afirma que:
Aprendí de Hammett, Chandler, Vázquez Montalbán y Sciascia que es posible una novela policial tenga una relación real con el ambiente del país, que denuncie o toque realidades concretas y no solo imaginarias.
Entonces, para entrar en sustancia, y para mi gusto, preferiría circunscribirme a ese hábil manejo de ese escenario que circunscribe al relato novelado, y a su específico reflejo dentro de la trama detectivesca, en la que reaparece el ya conocido personaje de Mario Conde, a quien Padura no suele reconocer, como a muchos les gustaría suponer, como su alter ego sino como: “la manera que yo he tenido de interpretar y reflejar la realidad cubana.”
Lo descrito es harto elocuente al respecto. Justo en el opening de la historia un astuto narrador que sabe a donde mira, nos deja traslucir las elementales coordenadas de su mundo habitual dejémosle presentarnos en su voz la medular circunstancia generacional en que malvive el personaje:
A sus cincuenta y cuatro años cumplidos, Conde se sabía un paradigmático integrante, de la que años atrás el y sus amigos calificaran como la generación escondida, los cada vez más envejecidos y derrotados seres que, sin poder salir de su madriguera, habían evolucionado (involucionado en realidad) para convertirse en la generación más desencantada y jodida dentro del nuevo país que se iba configurando. Sin fuerzas ni edad para reciclarse como vendedores de arte o gerentes de corporaciones extranjeras, o al menos como plomeros o dulceros, apenas les quedaba el recurso de resistir como sobrevivientes. Así, mientras unos subsistían con los dólares enviados por los hijos que se habían alargado a cualquier parte del mundo, otros trataban de arreglárselas de algún modo para no caer en el inopia absoluta o en la cárcel: como profesores particulares, choferes que alquilaban sus desvencijados autos, veterinarios o masajistas por cuenta propia, lo que apareciera.
Al sui géneris personaje de Mario Conde, como antes a Terencio, nada de lo humano le resulta extraño. Sus reflexiones, sobre su particular realidad y el destino que le toca, viviendo como cubano de a pie, van a tener siempre un sabor ciertamente amargo. Es el mismo que lo lleva a recorrer su amada ciudad, y a recalar consuetudinariamente en los bajos fondos de una realidad marcada por ejes que conducen a un callejón sin salida: el del alcohol , el sexo, o las tribus urbanas, acaso como muy triste reiteraciones del más de lo mismo, tan común en los tiempos que corren.
Pero al mismo tiempo, Conde y su “generación escondida” saben protegerse, o al menos, mantenerse a buena distancia de esos efectos tan nefastos. Nuevamente el narrador, nos deja entrever de qué va la movida:
Solo en los territorios de aquellos mundos conservados con empecinamiento al margen del tiempo real y en cuyos bordes exteriores el Conde y sus amigos habían levantado las murallas más altas para protegerlos de las invasiones bárbaras, existían unos universos amables…los mundos con los cuales se identificaban y donde se sentían como estatuas de cera, casi a salvo de los desastres y las perversiones del medio ambiente.
En ese especie de claustro, si no monacal, al menos con parecidas circunstancias, encontramos al personaje y a todos sus congéneres; absortos entonces en las libaciones nocturnas de un ron aguado, o degustando unas muy particulares y casi increíbles, especies “cenas lezamianas”, casi pantagruélicas, donde se solazan en las noches sin muchas estrellas de una Habana venida a menos, a la espera de alguna remesa salvadora de alguna mano amiga, o a la buena estrella de algunos emolumentos extras, para salirse del guión y poder probar por un día las mieles de lo diferente.
Pero ciertamente no hay mucha luz en esa penumbra aciaga que se proyecta en la novela como telón de fondo, y que mira a un futuro más azaroso todavía.
El narrador vuelve a poner el dedo sobre la llaga cuando un Conde ciertamente desilusionado medita, como el Job bíblico, en las implicaciones que se avienen sin miramientos:
¿Qué lo preocupaba entonces? ¿Que el país se desintegraba a ojos vistas y se aceleraba su conversión en otro país, más parecido que nunca a la valla de gallos con la que solía comparar el mundo su abuelo Rufino? A ese respecto él no podía hacer nada; pero aún, no le permitían hacer nada? Le preocupaba que el y todos sus amigos se estuvieran poniendo viejos y siguieran sin nada en las manos, como siempre habían estado, o con menos de lo que antes habían estado, pues se les habían perdido incluso las ilusiones, la fe, muchas de las esperanzas prometidas por años, y por descontado la juventud? En verdad ya estaban acostumbrados a esa circunstancia, capaz de marcarlos como una generación más escondida que perdida, más silenciada que muda?(…).
Lo que queda para después, lo mismo para Conde que para el lector, sin que medien más elucubraciones posibles, y como remate al inexorable final, es ciertamente, la mudez de un Hamlet convencido de su finitud que se sabe abocado a la nada que lo absorberá inexorable y que expresa concluyente: The rest is silence.
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