Tuesday, April 11, 2017

Hablar con Miami (por Reinaldo García Ramos)

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HABLAR CON MIAMI

La gente que esperaba en la compañía de teléfonos parecía sentirse más o menos esperanzada, a pesar de los rumores de que una cola similar en la oficina de la Western Union había sido atacada a palos y piedras por grupitos de los comités de defensa y por agentes encubiertos.

Aunque los más desconfiados decían que seguro el gobierno iba a infiltrar a algunos de sus agentes en la cola de los teléfonos para fomentar provocaciones que justificaran una intervención de la policía, las personas que estaban alrededor de mí y de Danilo, tanto los que estaban delante como los que llegaron enseguida para “marcar” detrás, intercambiaron comentarios con nosotros en un tono ecuánime, con cierta distensión. La noticia dominante y que iba de boca en boca por aquella enorme cola era que comenzarían a repartir los turnos a las 8 de la noche.

Eran como las 5 y pico, así que había que mantener la calma a toda costa y llenarse de paciencia. Mientras tanto, la cola siguió creciendo y creciendo; nunca llegué a saber hasta dónde llegó. Pero por suerte no fuimos atacados. Estábamos por la Calle Dragones y el escaso tráfico que nos pasaba por el lado disminuía la velocidad ligeramente, para mirarnos a todos con curiosidad y tal vez sopesar en sus mentes la posibilidad de sumarse a la cola para poder llamar a los Estados Unidos, pero nadie nos gritó nada.

Al filo de las 6, aparecieron tres autos patrulleros que se estacionaron junto a la acera opuesta; venían cargados de policías que se bajaron lentamente y cruzaron la calle, se detuvieron para cuchichear entre ellos y luego se esparcieron a lo largo de la cola y empezaron a recorrerla despacio en ambas direcciones, por tramos fijados entre ellos, como si tuvieran la inaudita tarea de “protegernos”. Un poco más tarde llegaron algunos grupos de milicianos que habían venido para cuidar el orden, según se nos dijo. Los milicianos también empezaron a pasearse a lo largo de la cola y a cada rato pasaban muy cerca de nosotros con el estribillo:

─ ¡La cola de uno en fondo, caballeros! ¡De uno en fondo!

La gente trataba de acomodarse más o menos cuando ellos pasaban repitiendo esa orden, pero luego el amontonamiento se restablecía. No era indisciplina caprichosa, sino una sencilla cuestión física. Si en efecto la cola se hubiera estirado de uno en fondo, no había suficiente espacio en la acera de toda la manzana para que todos cupiéramos.

Un poco más avanzada la noche, como la mayor parte de los que estábamos en la cola se estaban sentando de puro cansancio en el primer sitio que encontraran, ya fuesen los escalones de entrada de un edificio o los rebordes de una ventana, los milicianos empezaron a propagar una nueva orden, esta vez con un tono más amenazante:

─ ¡Ciudadanos, hay que hacer la cola de pie! ¡El que esté sentado va preso!

Ante lo cual todo el mundo saltaba como muñecos de cuerda y se quedaba de pie un rato, hasta que el miliciano que había dado la orden doblaba la esquina y desaparecía en su ronda.

Pero todo eso duró poco, porque la cola comenzó a moverse, con puntualidad asombrosa, cuando faltaban pocos minutos para las 8 de la noche. Los ánimos de inmediato cambiaron y las conversaciones subieron ligeramente de tono.

La red de comunicaciones creada espontáneamente entre los que esperábamos funcionó a las mil maravillas. Unos pocos instantes después, la noticia había llegado ya hasta donde estábamos Danilo y yo: era cierto. Estaban dando turnos para hacer llamadas de cuatro minutos de duración al extranjero desde las cabinas habilitadas en la propia sede de la compañía. Daban un solo turno por persona; eran unas tarjeticas donde aparecía una fecha y una hora determinadas, y los primeros casos serían atendidos a partir del día siguiente. De repente fue como si la cola en pleno se hubiera puesto a cantar el aleluya con los labios cerrados.

No fue una falsa alarma, pero el entusiasmo pasó pronto. Al cabo de un rato nos dimos cuenta de que la cola estaba caminando muy despacio, como si todos padeciéramos de artritis, y perdimos las esperanzas de podernos ir dentro de un tiempo prudencial a dormir en nuestras casas. Por lo que se podía observar, íbamos a tener que pasar la noche allí.

Pasaron más de siete horas. Danilo y yo llegamos a la puerta de la compañía cuando ya eran más de las 3 de la madrugada. Nos dieron a cada uno un turno. Las llamadas debían efectuarse desde las cabinas de la sede telefónica tres días después, exactamente a las 9 de la noche. Y de nuevo se nos advirtió que las comunicaciones con Estados Unidos estaban limitadas a cuatro minutos por llamada. Pero salí de allí con cierta convicción triunfante: ya por lo menos estaba seguro de que iba a poder hablar con Miami.

Y hablar con Miami, con mi tía Pilar, era lo más importante de la vida en esos momentos.


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REINALDO GARCÍA RAMOS (Cienfuegos, Cuba) radica en Estados Unidos desde 1980. Vivió hasta 2001 en Nueva York, donde fue traductor de español en la Secretaría de las Naciones Unidas. Con Reinaldo Arenas y Juan Abreu integró el Consejo de Dirección de la revista Mariel (1983-1985). Entre sus poemarios publicados cabe destacar El buen peligro (Madrid, 1987), Caverna fiel (Madrid, 1993), En la llanura (Coral Gables, 2001) y El ánimo animal (Coral Gables, 2008). Su libro Obra del fugitivo recibió en 2006 el Premio Internacional de Poesía Luys Santamarina-Ciudad de Cieza, otorgado en Murcia, España. En 2010 se publicó su novela testimonial Cuerpos al borde de una isla; mi salida de Cuba por Mariel. Una compilación de su obra poética, Rondas y presagios, apareció en 2012. Reside en Miami Beach y prepara un volumen de ensayos.

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