Saturday, May 6, 2017

De fundamentalismos literarios y dogmatismos poéticos (por Rodolfo Martínez Sotomayor)



Los fundamentalismos literarios no son nada nuevo. Que escritores y académicos enarbolen listas con determinadas preferencias estéticas articuladas por la subjetividad y justificadas por un criterio unificador, diciendo que son el non plus ultra de las letras, y todo lo demás prácticamente sobra, es un mal cíclico entre muchos talentosos creadores que practican junto a su ingenio, la inevitable "adicción" de juzgar.

La diversidad es un rasgo distintivo de la libertad. La creación poética no es ajena a este dogma. Tratar de interpretar, de abrir el entendimiento a una propuesta, es un hecho más complejo que juzgar, cuando se parte de un canon pre-establecido.

Escritores, críticos y grandes editores han desviado a veces la ruta, y han abrazado al ego incontrolable al tratar de determinar lo que es y lo que no es, según su criterio personal. Un canon no es una opinión. El mejor crítico es el tiempo. Y ese juez implacable con las palabras, ha condenado más la necedad de errados juicios que a su destinatario. Victor Hugo, por ejemplo, dijo que Stendhal murió sin saber lo que era escribir, y ese torpe juicio sobre uno de los grandes exponentes de la novela psicológica lo perseguirá siempre.

Baudelaire llamó letrina a George Sand, y en el llamado Siglo de Oro Español, es toda una leyenda el desprecio colindante con el odio visceral de Francisco de Quevedo a Luis de Góngora, al punto que, estando este último sumido en la miseria, fue capaz Quevedo de comprar su casa para echarlo.

El famoso rechazo de André Gide al manuscrito de En busca del tiempo perdido de Marcel Proust, fue una culpa que arrastró por el resto de su vida. Dublineses de Joyce fue rechazado por veintidós editoriales que nadie recuerda. Otras veinte veces, su obra inmortal Ulises, recibió el desprecio de quienes acusaban a aquellos escritos de enrevesados, incoherentes, disparatados y lo poco que se entendía, de obsceno y escandaloso.

Virginia y Leonard Wolf, quienes tenían una editorial, fueron autores de uno de esos rechazos. La creadora de Orlando, comparaba al Ulises con indecentes páginas que eran como el sarpullido de un niño.

También existe un crítico y editor español reincidente en errores memorables y es el caso de Guillermo de Torre, quien le rechazaría a Neruda el manuscrito de Residencia en la tierra, diciendo que "no veía ni entendía nada y no sabía que se proponía con él". Veinticinco años después, trabajando en la Editorial Losada de Buenos Aires, volvería a cometer otro error, rechazando el manuscrito de un joven escritor de Aracata en Colombia, diciéndole que se dedicara a cualquier cosa, menos a la literatura, se trataba de La hojarasca, de Gabriel García Márquez, una especie de preludio de Cien años de soledad. En fin, podría continuar ad infinitud, en este inventario de desacertados juicios literarios. Pero el objetivo de mirar la historia, es aprender a crecer con la experiencia de otros, en este caso se trata de la prudencia y mesura en nuestros juicios, si es que acaso nos importa, si hay un futuro que nos nombre, no ser un referente de la necedad y saber además con hechos evidentes de que el único juez justo y crítico certero es el tiempo.

Un crítico verdadero, según mi juicio (ahora parezco ser yo el dogmático) es aquel capaz de apartarse de sus propios esquemas literarios, de alcanzar la empatía intelectual (si es que existe el término) con la capacidad de juzgar objetivamente una obra disímil de sus preferencias estéticas e incluso, de sus preferencias éticas y de índole ideológica, en lo posible.

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