Wednesday, May 3, 2017

La verdadera historia de Robinson Crusoe (por Georges Ferdinandy)

Relato incluido en el libro El niño perdido (Editorial Silueta, Miami 2017). Se puede adquirir en Amazon en este enlace.



Es un hecho que, a petición del editor, y cediendo a mi débil carácter, introducía desde el principio innumerables cambios menores en mi historia bien conocida. ¡Qué más da! Los que tienen ambiciones saben que detrás de los logros se esconde siempre toda una gama de compromisos. Para que llegue a la luz lo esencial, en general se falsifican los detalles.

Sin embargo, cuando, hace poco, volví a leer las aventuras de mi juventud, me di cuenta de que se trataba aquí de algo más que de arreglos menores. Para lograr la gloria tan deseada, traicioné no sólo los detalles, sino también lo esencial.

He ahí por qué reanudo ahora mi interrumpida correspondencia con el editor de la historia de mi vida, echando al mar, botella tras botella, las correcciones a continuación. En la desembocadura del Orinoco, llueve desesperadamente. El vapor salado chorrea en los cristales de mis anteojos oxidados.

Acurrucado en la cabina de mi barco abandonado, temblando de fiebre, trato de salvar mi reputación.

***
Comienza mi historia afirmando que, para desesperación de mis pobres padres, quise ser marino desde mi más temprana edad. El peligro me atraía como si fuera un imán.

Es una forma de empezar inteligente, pero falsa. La verdad es que me fui por el mundo debido a la insistencia tenaz de mi madre. Fue a pesar de mi temperamento y de mis designios como me desposé con la aventura. El siete de diciembre de 1956, el día de mi partida, se consumó el viaje fatal de mi existencia. Más tarde, guiado por una desazón inexplicable, cambié esta fecha, como la mayoría de las fechas que aparecen en mi obra.

Es verdad, sin embargo, que la suerte se puso de mi lado. Poco más tarde, hubiera podido volver, ¡para qué negarlo! Pero ya me había envalentonado: después de atravesar el Rin, quise ver París.

En la Galia, fui seducido al instante por una joven. La primera a la que me unió el destino. A petición de mi editor, guardé silencio acerca de este episodio. Con toda razón: para mi historia, no tuvo consecuencias.

Ocho años más tarde, continué mi camino. Navegaba hacia el Nuevo Mundo en compañía de negreros cuando una tormenta, ilustrada con tanta insistencia en las ediciones sucesivas de mi viaje, me obligó a recalar en una isla desierta.

Nótese que no quería vender a los esclavos. Muy al contrario, pensaba en su liberación. Una locura de juventud que sería perniciosa esconder.

El naufragio desbarató mis proyectos.

***
Cuando la tempestad se calmó, vi a nuestro barco encallado a una milla marina de la costa. En una primera fase de mi nueva existencia, acercándome nadando, poco a poco recuperé el material necesario para sobrevivir.

Transportaba a tierra la carne seca y el ron, luego Céline, Cendrars, y Camus, encontrados en la biblioteca del capitán. Más tarde, mi editor eliminó estos detalles dándolos por inútiles.

Los reemplacé por pólvora, armas y utensilios.

En una palabra: puse bajo seguro mis reservas, lo que en una isla desierta puede hacer que la vida sea, incluso, aceptable.

Con la llegada de la estación de las lluvias, el barco desapareció en la neblina. Así que me olvidé de él. Ya no me sentaba en la costa para observar el horizonte. Tenía otras cosas que hacer.

En esta segunda fase de mi existencia de náufrago, descubrí el interior de la isla. Construí una casa, la cerqué. Fabriqué mesa y sillas rudimentarias. Terminados mis trabajos, me senté y empecé a redactar el diario que hoy conocen todos los niños en edad escolar.

Y los años pasaban. Poco a poco, me cansé de esa lucha cuyo único resultado tangible eran mis apuntes. ¿Escritos para qué? ¿Escritos para quién?

***
En mi biografía ni se menciona que fui torturado por diversas enfermedades: en primer lugar, la malaria y las fiebres tropicales de toda índole. Más de una vez creí que iba a perecer como un gusano. Luego, recobraba fuerzas. Al final de la estación de las lluvias, eliminaba de mis notas los pasajes intolerables escritos bajo el efecto de las drogas.

Tengo que confesar que, entre tanto, me entregué a la bebida. Mezclaba con leche de coco el ron de las reservas del capitán. Cada noche, entre la puesta del sol y la salida de la luna me emborrachaba. Otros pueden decir lo que quieren de este vicio, pero yo le debo mi vida.

Un día, en lo más profundo del desamparo, me puse a leer una Biblia encontrada en la cabina del capitán, y que ese pobre viejo probablemente nunca tocó. No saqué mucho provecho. No entré en una iglesia desde el día en que mis compañeros, los monaguillos, robaron las limosnas y estrangularon al párroco con el cable del teléfono.

Pues sí. No era el alegre leñador que presentan mis notas.

El tiempo pasó; cada día me aventuraba menos en el interior de la isla. Ni me tomaba ya la molestia de sentarme a la orilla del mar cuando caía la noche. Y esto, a pesar de que, durante la estación seca, se percibía una sombra en el horizonte. Una lengua de tierra sin duda, o quizás mi buque que, de vez en cuando, emergía de las ondas.

Tenía un papagayo, le enseñaba a hablar. Fue una de mis pocas alegrías ver a ese pequeño animal afectuoso posarse sobre mi hombro, y, ––¡Robinson! ¡Robinson! –llamarme por mi nombre que no oía desde hacía tanto tiempo.

***
Hacía ya veintitrés años que moraba en la isla, cuando un acontecimiento inesperado tiró por tierra mi vida al fin y al cabo tan serena. Una mañana, encontré huellas de pies humanos en la arena de la playa. Mi descubrimiento fue seguido por otros. Hasta el día en que le salvé la vida a Viernes, mi futuro compañero.

Así comenzó la mentira que degradó en un cuento para niños mi lamentable historia. Porque los caníbales no devoraban los tendones correosos de sus enemigos en sus banquetes repugnantes. Organizaban sus incursiones en compañía galante, como suelen hacerlas los hombres en el mundo entero. El hecho de que sacrificaran a sus víctimas al final de sus orgías era parte de su espontánea naturaleza. ¿Es sorprendente que yo observara excitado sus curiosas festividades?

Para mi libro, tuve que cambiar estos pasajes indecentes. Las graciosas indígenas se convirtieron así en guerreros sombríos, y Lunes –éste fue el nombre que le puse a mi dulce presa– en Viernes, el buen salvaje bien conocido de los niños.

Un lector sagaz hubiera adivinado que este ser suave y sumiso pertenecía al sexo opuesto. Tenía un pelo largo y liso, su piel era de seda, sus ojos, grandes y brillantes. Pero mis lectores no eran más que niños inocentes.

Cuando la apresé, y ella se arrodilló en la arena para abrazar mis rodillas, yo temblaba como las palmas agitadas por los vientos alisios.

Trato de atenerme a los hechos: a fin de cuentas, mi historia es una crónica. Lunes aprendió a vestirse, a hablar mi idioma. En la medida de lo posible, hice abstracción de su sexo. Ni en sueños hubiera pensado que, falsificando la verdadera naturaleza de nuestra relación, castraba la historia de mi vida.

***
Cualquiera podría imaginar que, después de veintitrés años de abstinencia forzada, la vida de un joven macho se convertiría en una orgía ininterrumpida. Sin embargo, las cosas no fueron tan sencillas. Me acostumbraba a la vida conyugal paso a paso, por decirlo así, y, cuando al fin mis coitos abundantes llegaron a ser cotidianos, en lugar de felicidad, fue una profunda tristeza la que se apoderó de mi espíritu. Empecé a echar de menos los ensueños apacibles de mi vida solitaria.

¡Cuántas veces me imaginé lo que hubiera sido mi existencia si Lunes hubiera sido Viernes, un varón! Pero mi esclava era una mujer, una auténtica mujer, que no tardó en tomar las riendas en mi paraíso terrenal.

Ya no temblaba a cada disparo de mi escopeta. Quería que cazáramos indígenas, que ella prepararía luego a la brocheta. Tuve que rendirme a la evidencia: aunque me lo había jurado, nunca perdió las ganas de devorar carne humana, como lo había hecho en su país.

Si me hubiera limitado a describir sus transformaciones, no hubiera tenido que inventar nuevos personajes para hacer avanzar el relato. Como el padre de Viernes, ese anciano ridículo. Pero mi editor tenía un miedo cerval de los movimientos feministas. Según él, nuestro libro no debía convertirse en una historia que motivara sus críticas.

Así sucedió, y ahora ya es tarde para lamentarme. Como consuelo, me digo que todos conocen bien las peripecias de Adán y Eva.

***
Fueron tiempos difíciles. Al principio, varón cándido, intenté –a veces severo, a veces complaciente– hacer volver el curso de nuestra vida a su cauce original.

Pero mi isla ya no me pertenecía, y, con el paso de los años, mi pequeña Lunes, tan graciosa y dulce, se convirtió en una furia espantosa.

Jamás olvidaré el día en que, bajo pretexto de reorganizar la casa, rajó y quemó mi viejo escritorio, testigo de tantos esfuerzos y de tantas ilusiones. Con una escopeta bajo el brazo, buscaba mi diario que, por una intuición muy acertada, consideraba como su peor enemigo.

Una tarde, después de una larga ausencia, me senté otra vez en la playa. El viento soplaba, y, cuando la bruma se disipó, vi en el horizonte a mi barco, en su lugar de siempre, a una milla marina de la costa, encallado en las rocas.

El día siguiente, atravesé nadando la bahía, cargando sobre la cabeza mis apuntes. Así fue como se inició la tercera fase de mi vida de exiliado. Poco a poco, me puse a transportar a bordo mis efectos miserables: mis libros y mis utensilios.

Lunes no se dio cuenta de esas maniobras, y yo me envalentonaba, y pasaba más y más tiempo en la cabina del capitán, redactando mi diario interrumpido por tantos años.

He aquí como una mentira engendra otra. Ese tercer período de mi vida ni se menciona en la novela.

Entretanto –¡cuán inocente se puede ser!– aún soñaba que nuestra pesadilla había de terminarse algún día, y que Lunes volvería a ser la dulce esclava del principio. Le escribí cartas. Para ella, que no sabía leer. Componía poesías de amor. En mis regresos a la isla, se las recitaba. Ella me escuchaba distraída. Impasible, hacía girar, pedaleando, la piedra de afilar y amolaba nuestros cuchillos.

Un día arrojé al fuego todas aquellas tentativas ridículas. Así fue como terminó mi carrera de enamorado. Lunes descendió, una vez más, de la afiladora, y colocó sobre la mesa los cuchillos pulidos y desenfundados.

Ese día no gritó. Me examinó atentamente tocando mi pecho con suavidad. No había duda: tenías deseos de carne humana. No hay mejor manera de manifestarlo: sentí que mi último día se acercaba.

Al alba siguiente, hice un petate con el resto de mis pertenencias, y, antes de que se levantara el sol, cuando mi mujer estaba durmiendo todavía, roncando ruidosamente, de puntillas, como un ladrón, abandoné la isla.

Instalado a bordo, vi todavía por un tiempo la silueta robusta de Lunes que iba y venía gesticulando en la playa, profiriendo injurias en dirección al barco. Pero luego la estación de las lluvias volvió, cubriendo con un velo espeso el lugar de mi exilio, esa isla que por poco hubiera podido amar.

De ahí en adelante, todo es del editor. La guerra contra los caníbales, la sublevación de los marinos ingleses, todas esas cosas no son sino productos de su imaginación. De una imaginación pobre: después de cuarenta años de exilio, ningún ser sensato se dejaría involucrar en aventuras de esa índole.

Lamentablemente, es también obra de la fantasía la vuelta feliz a la patria, descrita al final del volumen, que es con la que sueño todavía en mis momentos de debilidad.

Guste o no, esta es la verdadera historia de mi vida. 



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